Anne Perry - La médium de Southampton Row

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Londres, Junio de 1892. Pronto habrá elecciones. El clima está caldeado. En el Parlamento y en las calles se discute sobre la autonomía de Irlanda. La reducción de la jornada laboral a ocho horas, el coste y la preservación del Imperio, el derecho al voto de las mujeres. Los liberales creen que podrán acceder al poder; los conservadores, que deben jugar todas sus bazas para no perderlo. Y una de sus principales cartas es Charles Voisey, el acérrimo enemigo del superintendente Thomas Pitt.
Voisey va a presentarse a un escaño en un distrito electoral conflictivo. Pitt, que, pese al éxito de la resolución del complot de Whitechapel, ha vuelto a ser destinado a la Brigada Especial, recibe la orden de vigilar todos sus pasos. Sin embargo, cuando la médium consultada por toda la alta sociedad victoriana aparece muerta en su casa en sospechosas circunstancias, Pitt es apartado de sus actuales obligaciones para indagar en este extraño crimen. Ignora que ambos casos pueden estar más relacionados de lo previsto.

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No podría haber expresado con mayor claridad el desdén que le inspiraban. ¿Nacía de sus creencias religiosas o se debía a su propia traición? En su mirada se apreciaba una cólera genuina; el hombre cortés y amable de hacía unos instantes había desaparecido momentáneamente. Entonces, tal vez al advertir la atención de Pitt, continuó:

– Eso es muy peligroso, señor Pitt. No deseo mal a nadie, pero es mejor que cesen tales actividades, aunque no querría que se hiciese por medios violentos.

Pitt estaba desconcertado.

– ¿Peligroso, señor Wray? Tal vez no me he expresado bien. La mataron por medios enteramente humanos. No hubo nada sobrenatural en ello. Solo quería que me dijera si tal vez conoce a las otras personas que estuvieron presentes, no que me explicara sus conocimientos sobre lo divino.

Wray suspiró.

– Es usted un hombre de su tiempo, señor Pitt. La ciencia es el ídolo que adoramos hoy en día, y el señor Darwin, y no Dios, quien engendró nuestra raza. Pero los poderes del bien y del mal siguen ahí, por mucho que los cubramos con la máscara del momento. Usted da por sentado que esa médium no tenía poderes para entrar en contacto con el más allá, y probablemente tiene razón, pero eso no significa que no existan.

Pitt sintió frío en medio del calor de la habitación, y comprendió que aquella sensación procedía de su interior. Se había precipitado al sentir simpatía por Wray. Era un anciano encantador, amable y generoso que se sentía solo y le había invitado a almorzar. Le gustaba su jardín y sus gatos. Pero también creía en la posibilidad de invocar los espíritus de los muertos, y estaba furioso con los que intentaban hacerlo. Pitt debía averiguar al menos por qué.

– Fue el pecado de Saúl-continuó Wray con entusiasmo, como si Pitt hubiera expresado en alto sus pensamientos.

Pitt se había quedado completamente en blanco. Ninguna de las cosas que había aprendido en el colegio acudió a su memoria.

– El rey Saúl de la Biblia -dijo Wray con repentina delicadeza, casi disculpándose-. Buscó el espíritu del profeta Samuel a través de la bruja de Endor.

– Ah. -La intensidad que se advertía en el rostro de Wray, la fijeza de su mirada, lograron aplacar a Pitt. Estaba experimentando una emoción casi incontrolable. Se vio obligado a preguntar-: ¿Y lo encontró?

– Oh, sí, por supuesto -respondió Wray-. Pero fue el germen de su carácter desafiante, el orgullo contra Dios que en el fondo no era sino cólera, envidia y un terrible pecado. -Estaba muy serio, y en la sien le palpitaba un pequeño músculo de manera incontrolable-. Nunca subestime el peligro que entraña querer saber lo que no debería saberse, señor Pitt. Conlleva un mal monstruoso. ¡Evítelo como si fuera un pozo contaminado por la peste!

– No tengo ningún deseo de investigar tales cosas -dijo Pitt con franqueza, y luego, embargado por la gratitud y la culpabilidad, se dio cuenta de lo fácil que era decirlo cuando uno no tenía una profunda pena, una soledad como la que envolvía a aquel hombre, una verdadera tentación de hacerlo-. Quiero creer que si perdiera a un ser muy querido buscaría consuelo en la fe en la resurrección según las promesas de Dios -añadió, avergonzado al descubrir que le temblaba la voz. Un repentino frío se apoderó de él cuando penetró en su mente la imagen de Charlotte y los niños, sin él, en un lugar que él nunca había visto siquiera. ¿Estaban fuera de peligro? ¡Aún no había tenido noticias de ellos! ¿Les estaba protegiendo de la mejor manera, y lo estaba haciendo lo suficientemente bien? ¿Y si no era así? ¿Y si Voisey se aprovechaba de ello para vengarse? Podía ser una venganza burda, obvia y demasiado rápida, que podía resultar peligrosa para él… pero también exquisitamente dolorosa para Pitt… y definitiva. Si ellos morían, ¿qué sentido tendría la vida para él?

Miró al anciano abatido que tenía delante, tan embargado por su pérdida que parecía impregnar el aire de la habitación, haciendo que sintiese en su propia carne el dolor. Si él estuviera en su situación, ¿se comportaría de otro modo? ¿No era absurdo e increíblemente arrogante, el indicio de una estupidez complaciente, estar tan seguro de que él nunca recurriría a médiums, cartas de tarot, hojas de té o cualquier cosa que llenara el vacío en el que habitaba solo, en medio de un universo lleno de desconocidos a cuyo corazón no podía llegar?

– Al menos eso espero -volvió a decir-. Pero, por supuesto, no lo sé.

Los ojos de Wray se llenaron de lágrimas que le corrieron por las mejillas sin que llegase a parpadear.

– ¿Tiene familia, señor Pitt?

– Sí, tengo mujer y dos hijos. -¿Agravaría su dolor al decírselo?

– Es afortunado. Dígales todo lo que desea decirles mientras esté a tiempo. No deje pasar un solo día sin dar gracias a Dios por lo que le ha dado.

Pitt hizo un esfuerzo por recordar qué le había llevado allí. Debía convencerse de una vez por todas de que Wray no era el hombre que aparecía representado con el cartucho en la agenda de Maude Lamont.

– Lo intentaré -prometió-. Por desgracia, debo hacer lo posible por averiguar cómo murió Maude Lamont e impedir que acusen a la persona equivocada de haberla matado.

Wray le miró sin comprender.

– Si era algo ilegal, debe intervenir la policía, por penoso que sea. Comprendo perfectamente que no quiera involucrarla, pero me temo que moralmente no tiene otra elección.

Pitt sintió una punzada de vergüenza por confundir deliberadamente a aquel hombre.

– Ya está involucrada, señor Wray. Pero una de las personas que estuvo presente la última noche es la esposa de un hombre que va a presentarse candidato al Parlamento, y la tercera persona es alguien que desea mantener en secreto su identidad, y hasta la fecha lo ha logrado.

– ¿Y quiere saber quién es? -dijo Wray en un momento de sorprendente clarividencia-. Aunque lo supiera, señor Pitt, si me lo hubieran dicho confidencialmente no podría revelarle a usted ese secreto. Lo único que podría hacer sería aconsejar al hombre en cuestión con todas mis fuerzas que fuera franco con usted. Pero antes le habría aconsejado, con todos los argumentos a mi alcance, que abandonase definitivamente una práctica tan dañina y peligrosa como es jugar con lo que saben los muertos. La única forma de averiguar algo de forma virtuosa es a través de la oración. -Sacudió ligeramente la cabeza-. ¿Qué le ha hecho pensar que yo podía ayudarle? No lo comprendo.

Pitt improvisó en un arrebato de ingenio.

– Tiene fama como entendido en el tema, y por su enérgica oposición a ello. Pensé que tal vez me podía ofrecer información útil sobre los médiums, en particular sobre la señorita Lamont. Es muy famosa.

Wray suspiró.

– Me temo que los pocos conocimientos que tengo son generales, y no particulares. Y últimamente mi memoria no es tan buena como solía serlo. Olvido cosas, y lamento decir que tengo tendencia a repetirme. Cuento los chistes que me hacen gracia demasiadas veces. La gente es muy amable, aunque yo casi preferiría que no lo fuera. Ahora nunca sé si ya he mencionado antes lo que estoy diciendo o no.

Pitt sonrió.

– ¡No me ha dicho nada dos veces!

– No le he contado ningún chiste -dijo Wray con tristeza-. Ni hemos almorzado aún, y seguramente le enseñaré cada flor al menos dos veces.

– Una flor merece contemplarse al menos dos veces -respondió Pitt.

Poco después llegó Mary Ann para decirles con cierto nerviosismo que la comida estaba lista, y se dirigieron al pequeño comedor, donde Pitt comprobó que la joven se había tomado la molestia de procurar que resultase aún más atractivo. En la mesa había un jarrón de porcelana con flores, un mantel cuidadosamente planchado con una vajilla de porcelana que tenía el borde azul y una cubertería bien reluciente. Mary Ann sirvió una espesa sopa de verduras con pan crujiente, mantequilla, un tierno queso blanco que se desmenuzaba y un escabeche casero que Pitt supuso que era de ruibarbo. Todo aquello hizo que se diera cuenta de lo mucho que echaba de menos los toques domésticos en su propia casa ahora que Charlotte y Gracie estaban fuera.

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