– ¿Cuántos días?
– Dentro de… -Joakim miró el calendario de Pippi Calzaslargas que había encima de la cama y contó- veintiocho días.
La niña asintió y se quedó callada.
– ¿Qué pasa? -dijo él-. ¿Piensas en los regalos de Navidad?
– No -respondió Livia-. Pero mamá volverá entonces, ¿no?
Joakim guardó silencio.
– No estoy tan seguro -contestó despacio.
– Sí.
– No, no creo que podamos esperar…
– ¡Sí! -gritó su hija-. Mamá vendrá entonces.
Luego se tapó con el edredón hasta la nariz y se negó a decir nada más.
El sueño de Livia experimentó una especie de cambio de patrón: Joakim lo había descubierto hacía un par de semanas. Dormía tranquila dos noches, pero a la tercera estaba inquieta y lo volvía a llamar.
– ¿Papá?
Solía comenzar una hora después de la medianoche, y por muy profundamente que Joakim durmiera, enseguida se despertaba.
Esa noche, el gato Rasputín también se despertó con los gritos de Livia. Saltó a una ventana y observó fijamente la oscuridad, como si viera algún movimiento fuera.
– ¿Papá?
«Al menos es un avance», pensó Joakim mientras se dirigía al dormitorio de su hija. Ya no llamaba a Katrine.
Ese jueves por la noche, se sentó en el borde de la cama de Livia y le acarició la espalda. La niña no se despertó, sino que se volvió hacia la pared y poco a poco se fue relajando.
Él permaneció sentado y esperó a que empezara a hablar. Lo hizo tras algunos minutos, con voz tranquila y algo monótona.
– ¿Papá?
– ¿Sí? -respondió en voz baja-. ¿Ves a alguien, Livia?
Seguía dándole la espalda.
– A mamá -dijo.
Ahora estaba más preparado. Pero aún no sabía si su hija dormía de verdad o solo se hallaba en una especie de sopor, de duermevela. Sentía la misma inseguridad al plantearse si aquella conversación era realmente beneficiosa para ella. O para él.
– ¿Dónde está? -preguntó él-. ¿Dónde está mamá?
Joakim vio que sacaba la mano derecha del edredón y gesticulaba débilmente. Volvió la cabeza, pero no vio nada entre las sombras.
Miró de nuevo a su hija.
– ¿Puede Katrine…? ¿Mamá quiere decirme algo?
No hubo respuesta. Cuando sus preguntas eran demasiado largas, casi nunca contestaba.
– ¿Dónde está? -preguntó otra vez-. ¿Dónde está mamá, Livia?
De nuevo, ninguna respuesta.
Joakim recapacitó, y luego preguntó despacio:
– ¿Qué hacía mamá en el faro? ¿Por qué fue al mar?
– Quería… recibir.
– ¿Recibir qué?
– La verdad.
– ¿La verdad? ¿De quién?
La niña guardó silencio.
– ¿Dónde está mamá ahora? -inquirió.
– Cerca.
– ¿Está… está en casa?
Livia guardó silencio. Joakim sintió que Katrine no estaba allí. Se mantenía a distancia.
– ¿Puedes hablar con ella ahora? -preguntó-. ¿Nos oye?
– Mira.
– ¿Nos ve?
– Quizá.
Joakim contuvo la respiración. Buscaba las preguntas correctas.
– ¿Qué ves ahora, Livia? -prosiguió.
– Hay alguien en la playa…, junto a los faros.
– Tiene que ser mamá. ¿Tiene…?
– No -contestó su hija-. Ethel.
– ¿Qué?
– Es Ethel.
Joakim se quedó de piedra.
– No -susurró-. No puede ser ella.
– Sí.
– No, Livia.
Había alzado la voz, casi gritado.
– Sí. Ethel quiere hablar.
Joakim seguía sentado en la cama, sin poder moverse.
– Yo…, no quiero hablar -dijo-. Con ella, no.
– Ella quiere…
– No -la interrumpió Joakim. Su corazón latía desbocado, tenía la boca seca-. Ethel no puede estar aquí.
Livia guardó silencio de nuevo.
– Ethel está en otro lugar -insistió él-. No puede estar aquí.
Ya no podía respirar, lo único que deseaba era escapar de la habitación. Pero continuaba sentado en el borde de la cama de su hija, rígido y aterrorizado. Y su mirada se desviaba una y otra vez hacia la puerta entornada.
La casa estaba en silencio.
Ahora Livia yacía inmóvil bajo el edredón, aún de espaldas a Joakim. Oyó su débil respiración.
Al fin, consiguió levantarse de la cama y se obligó a salir a la penumbra del pasillo.
Fuera, la noche era luminosa; la luna llena se había abierto camino entre las nubes y brillaba en las ventanas recién pintadas. Pero Joakim no quería mirar a través de ellas por miedo a ver el demacrado rostro de una mujer observándolo con ojos llenos de odio.
Mantuvo la vista fija en el suelo y continuó hasta el recibidor; vio que la puerta que daba al porche no estaba cerrada con llave. ¿Por qué nunca se acordaba de cerrar con llave antes de acostarse?
De ahora en adelante lo haría.
Se acercó deprisa y giró la llave, lanzando una rápida mirada a las sombras del patio.
Luego se dio la vuelta y regresó a la cama de puntillas. Sacó el suave camisón de Katrine de debajo de la almohada y lo estrechó con fuerza.
Después de esa noche, Joakim decidió no volver a preguntarle a Livia por sus sueños. No deseaba incitarla a hablar nunca más, y además empezaba a temer sus respuestas.
El viernes por la mañana, después de llevar a los niños a Marnäs y antes de proseguir con las reformas de la planta baja, hizo algo que le pareció tan ridículo como importante. Paseó por la casa hablándole a su difunta hermana mayor.
Fue a la cocina y se quedó de pie junto a la mesa.
– Ethel -dijo-, no puedes quedarte aquí.
Debería haberle parecido una acción estúpida por su parte, pero lo único que Joakim sintió fue pena y una intensa sensación de soledad. Luego salió al jardín, parpadeó a causa del viento frío que soplaba del mar y dijo en voz baja:
– Ethel…, perdona, pero no eres bienvenida aquí.
Por fin, se dirigió al establo, abrió la pesada puerta y desde el umbral susurró:
– Ethel, vete de aquí.
No esperaba respuesta de su hermana muerta, y tampoco la obtuvo. Pero se sintió mejor, un poco mejor: como si pudiera mantenerla a distancia.
El sábado de esa semana recibieron la visita de Lisa y Michael Hesslin, sus antiguos vecinos de Estocolmo. Telefonearon unos días antes y preguntaron si podían quedarse en Öland de camino a Dinamarca. Joakim se alegró: tanto a Katrine como a él les había gustado tenerlos de vecinos.
– Joakim -dijo Lisa tras aparcar el coche y entrar en el recibidor. Le dio un largo abrazo-. Teníamos tantas ganas de ver cómo… ¿Estás cansado?
– Un poco -contestó él, y la abrazó a su vez.
– Pareces cansado. Tienes que dormir más.
Él apenas asintió.
Michael le palmeó el hombro y entró en la casa mirando alrededor con curiosidad.
– Veo que has seguido trabajando -dijo-. Qué zócalos más maravillosos.
– Son los originales -explicó Joakim, y lo siguió por el pasillo-. Solo los he lijado y pintado.
– Y las cenefas del papel pintado son perfectas. Le va bien al espíritu de la casa.
– Gracias, esa era la intención.
– ¿Pintarás todas las habitaciones de blanco?
– En la planta baja sí.
– Queda bonito -comentó Michael-. Resulta fresco y agradable.
Por primera vez, Joakim sintió un cierto orgullo por lo que habían conseguido hacer en la casa. Lo que Katrine había comenzado lo había continuado él, a pesar de todo lo que había ocurrido.
Lisa traspasó el umbral de la cocina y asintió satisfecha.
– Preciosa… ¿Habéis contratado a un experto en feng shui?
– ¿Feng shui? -repitió él-. No lo creo, ¿es importante?
– Por supuesto. Sobre todo en la costa; es primordial saber cómo fluyen las corrientes por la casa. -Lisa miró a su alrededor y se puso la mano en el pecho-. Aquí hay también una intensa energía telúrica…, puedo sentirla. Y tiene que poder fluir sin obstáculos, para que entre y salga.
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