– Mirja -leyó Joakim, y la miró-. Tú grabaste esto?
Ella asintió.
– No queríamos grabar nuestros nombres en la pared, así que lo hicimos en el suelo.
– ¿Quién es Markus?
– Era mi chico. Markus Landkvist.
Ya no dijo nada más. Solo suspiró y saltó por encima de ambos nombres, de vuelta a la escalera.
Se separaron en el jardín. Ahora la energía de Mirja casi había desaparecido. Echó un último vistazo a la casa.
– Quizá vuelva por aquí -anunció.
– Hazlo -contestó Joakim.
– Y, como ya te he dicho, puedes venir a Kalmar con los niños. Os puedo invitar a un zumo.
– Bien. Si el gato no se encuentra a gusto, te lo devolveré.
Mirja sonrió burlona.
– Ni se te ocurra.
A continuación, entró en el Mercedes y arrancó.
Una vez que hubo desaparecido por la carretera de la costa, Joakim regresó despacio al patio. Miró el mar; ¿adónde habría ido el gato?
La gran puerta del establo estaba entreabierta, no la habían cerrado del todo.
Joakim se dirigió hacia allí y entró de nuevo. La penumbra y el silencio le conferían un cierto aire de catedral.
Volvió a subir la escalera y continuó hasta la pared opuesta. Una vez allí, leyó todos los nombres, uno por uno.
A continuación, escuchó pegado a la pared, pero no oyó ningún susurro.
Luego cogió un clavo que encontró en el suelo y grabó concienzudamente el nombre «KATRINE WESTIN» y la fecha en una de las vigas más bajas.
Cuando hubo acabado, dio un paso atrás para observar toda la pared.
Ahora el recuerdo de su mujer estaba grabado también en la casa. Se sintió bien.
Como era de esperar, a los niños les encantó Rasputín. Gabriel lo acariciaba y Livia le daba leche en un plato. No querían separarse ni un minuto de él, pero aquella tarde estaban invitados, sin gato, a la granja de sus vecinos. Los hijos mayores no estaban allí, pero Andreas, el de siete años, los acompañó a la mesa y luego se fue con Livia y Gabriel a comer un helado a la cocina.
Joakim se quedó en el comedor, sentado con Roger y Maria Carlsson, bebiendo café. El tema de conversación era inevitable: cuidar y reformar casas expuestas a las inclemencias del clima de la costa. Pero él tenía una pregunta pendiente, y al fin la hizo:
– Me gustaría saber si conocen alguna historia sobre ludden.
– ¿Historia?
– Sí, historias de fantasmas u otras leyendas -aclaró Joakim-. Katrine me dijo que el verano pasado os contó que… había fantasmas en la casa.
Era la primera vez que pronunciaba su nombre desde que había llegado: procuraba no hablar demasiado de su mujer fallecida. No quería parecer obsesionado. No estaba obsesionado.
– A mí no me contó nada de fantasmas -dijo Roger.
– Katrine y yo hablamos de eso cuando estuvo aquí tomando café -apuntó Maria-. Solo quería saber si ludden tenía mala fama. -Miró a su marido-. Cuando éramos pequeños los mayores decían que en la casa había un cuartito secreto con fantasmas. ¿Te acuerdas, Roger?
Su marido negó con la cabeza. Estaba claro que el tema no le interesaba lo más mínimo. Pero Joakim se inclinó hacia delante.
– ¿Dónde estaba ese cuarto? ¿Lo sabéis?
– Ni idea -contestó Roger, y tomó un sorbo de café.
– No, yo tampoco lo sé -dijo Maria-. Mi abuelo contaba que los fantasmas se encontraban allí por Navidad. Los muertos regresaban a la casa y se reunían en una habitación especial. Y luego tomaban…
– Eso son solo supersticiones -la interrumpió Roger, y alzó la cafetera hacia Joakim-. ¿Quieres otra taza?
Tilda yacía desnuda y sudorosa sobre su delgado colchón.
– ¿Te ha gustado? -preguntó.
Martin estaba sentado en el borde de la cama y le daba la espalda.
– Sí…, ha estado bien -contestó él.
Ese domingo por la mañana, Tilda debía haberse dado cuenta de lo que se avecinaba, cuando lo vio ponerse los calzoncillos y los vaqueros nada más salir de la cama, pero no lo pensó.
Martin miraba por la ventana.
– Creo que esto no funciona -dijo al cabo de un rato.
– ¿Qué no funciona? -preguntó ella, aún desnuda bajo el edredón.
– Esto…, todo. No funciona. -Siguió mirando por la ventana y dijo-: Karin hace muchas preguntas.
– ¿Sobre qué?
Tilda aún no había comprendido que la iban a dejar. La típica historia de usar y tirar.
Martin había llegado el viernes por la noche, y todo parecía como de costumbre. Tilda no le preguntó qué le había dicho a su mujer: nunca lo hacía. Esa noche se quedaron en su pequeño apartamento y cocinó sopa de pescado. Martin parecía relajado y le habló de la nueva promoción de alumnos de policía que había comenzado en la escuela ese curso, algunos eran buenos y otros menos.
– Pero los meteremos en cintura -concluyó.
Tilda recordó con todo detalle sus primeros meses en la Escuela de Policía: ella era una más entre una veintena de alumnos. Casi todos hombres, muy pocas chicas. Enseguida dividieron a sus nuevos profesores en tres categorías: profesores policías viejos y amables pero un poco anticuados, profesores civiles que enseñaban derecho y no tenían ni idea de en qué consistía el auténtico trabajo policial; y los profesores policías jóvenes que eran responsables de los ejercicios prácticos. Estos seguían en activo y tenían emocionantes historias que contar, eran los ejemplos de la clase. Martin Ahlquist era uno de ellos.
El sábado cogieron el coche de Martin y condujeron hacia el norte, hasta el cabo más septentrional de la isla. Tilda no había estado allí desde que era pequeña, pero recordó aquella sensación de llegar al fin del mundo. Ahora, en noviembre, desde el mar soplaba un viento gélido, y el faro estaba completamente desierto. La torre blanca que se elevaba sobre el cabo, Eric el largo la llamaban, le recordó los dos faros de ludden. Deseaba comentar el accidente con Martin, pero no lo hizo: ese día libraba.
Almorzaron en el único restaurante abierto durante el invierno, en Byxelkrok, luego regresaron a Marnäs y pasaron el resto de la tarde en casa.
Fue entonces cuando Martin se tornó más reservado, pensó Tilda, a pesar de que ella intentaba conversar con él.
Se acostaron en silencio, y por la mañana Martin se sentó al borde de la cama y empezó a hablar. Sin dirigirle una sola mirada, le explicó que había estado reflexionando mucho tras su marcha a Öland. Había pensado que tenía que elegir. Por fin lo había hecho y le parecía que era lo mejor.
– También será bueno para ti -dijo-. Es lo mejor para todos.
– ¿Quieres decir… que me abandonas? -preguntó ella en voz baja.
– No. Nos dejamos el uno al otro.
– Yo me mudé aquí por ti. -Tilda miraba la espalda peluda de Martin-. A mí no me apetecía irme de Växjö, pero lo hice por ti. Quiero que lo sepas.
– ¿A qué te refieres?
– La gente murmuraba sobre nosotros. Tenía que acabar con eso.
Él asintió.
– A todo el mundo le gusta cotillear -dijo Martin-. Pero ahora ya no tendrán de qué hablar.
En realidad no había mucho más que añadir. Cinco minutos después, estaba completamente vestido y recogía su bolsa del suelo sin mirar a Tilda.
– Bueno -dijo él.
– ¿Así que no ha valido la pena? -preguntó ella.
– Sí -respondió Martin, y salió al recibidor-. Sí durante mucho tiempo. Pero ya no.
– Te asustan los conflictos -dijo Tilda.
Él no contestó. Abrió la puerta de la calle.
Tilda contuvo el impulso de decirle que saludara a su mujer.
Oyó la puerta al cerrarse y pasos que se alejaban en la escalera. Ahora, Martin se metería en su coche, aparcado en la plaza, y volvería a casa, con su familia, como si nada hubiera ocurrido.
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