David Grann - La ciudad perdida de Z

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Grann nos cuenta tanto la preparación de su artículo como la vida de Percy Fawcett y sus expediciones, al mismo tiempo que nos intriga con el gran misterio que Fawcett buscaba, La ciudad perdida de Z, la mítica ciudad de El Dorado perdida en la selva brasileña. En realidad Fawcett no creía a pies juntillas en la idea de una ciudad de oro, se inclinaba más por la existencia de una antigua civilización destruida tras la llegada de los conquistadores. Pero más que la ciudad o la civilización, la búsqueda de Z era una búsqueda de orgullo.

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8. Un equipo de arqueólogos asegura que en un yacimiento de Monte Verde, Chile, existen indicios de presencia humana que datan de hace más de treinta y dos mil años, lo cual, de ser cierto, tiraría por tierra la teoría tradicional de cómo y cuándo se poblaron las Américas por primera vez.

9. Roosevelt, «Secrets of the Forest», p. 26.

10. Entrevista con el autor.

28. Agradecimientos

Me siento profundamente agradecido a muchas personas por su colaboración en este proyecto. La nieta de Fawcett, Rolette de Montet-Guerin, y su bisnieta, Isabelle, me brindaron su ayuda, haciendo gala de una gran generosidad, al permitirme acceder a los diarios, las cartas y las fotografías de Fawcett. El doctor Peter Fortescue, sobrino de Fawcett de noventa y cinco años, me entregó una copia de sus memorias inéditas. Además, recuerda vívidamente haber visto a Percy y a Jack Fawcett cuando era niño en una cena de despedida antes de que ambos partieran al Amazonas. Dos de los hijos de Henry Costin, Michael y Mary, compartieron conmigo recuerdos de su padre y me permitieron leer su correspondencia personal. Ann MacDonald, prima segunda de Raleigh Rimell, me facilitó las últimas cartas que su primo había enviado a casa. Robert Temple, albacea literario de Edward Douglas Fawcett, y la esposa de Robert, Olivia, arrojaron luz sobre la maravillosa vida del hermano mayor de Percy Fawcett. El hijo del comandante George Miller Dyott, Mark, y el sobrino del doctor Alexander Hamilton Rice, John D. Farrington, me proporcionaron detalles cruciales sobre sus parientes. James Lynch me habló de su propio y angustioso viaje. Me siento también en deuda con numerosas instituciones que se dedican a la investigación y con sus extraordinarios profesionales. Quiero expresar en especial mi agradecimiento a Sarah Strong, Julie Carrington, Jamie Owen, y al resto del personal de la Royal Geographical Society; a Maurice Paul Evans, del Royal Artillery Museum; a Peter Lewis, de la American Geographical Society; a Vera Faillace, de la Biblioteca Nacional de Brasil; a Sheila Mackenzie, de la Biblioteca Nacional de Escocia; a Norwood Kerr y a Mary Jo Scott, del Alabama Department of Archives and History, y a Elizabeth Dunn, de la Rare Book, Manuscript, and Special Collections Library de la Duke University.

Jamás habría conseguido salir de la selva sin mi fantástico y alegre guía, Paolo Pinage. Estoy también agradecido a los indios bakairí, kalapalo y kuikuro por acogerme en sus poblados y hablarme no solo de Fawcett, sino también de su cultura e historia de gran riqueza.

Para recabar datos sobre la arqueología y la geografía amazónicas, recurrí a la sabiduría de varios eruditos: Ellen Basso, William Denevan, Clark Erickson, Susanna Hecht, Eduardo Neves, Anna Roosevelt y Neil Whitehead, entre otros, aunque en modo alguno son responsables de mis palabras. Querría rendir especial homenaje a James Petersen, que fue asesinado en el Amazonas poco después de hablar con él, privando así al mundo de uno de sus mejores arqueólogos y de un alma en extremo generosa. Y, no hace falta decirlo, este libro habría tenido un final muy diferente de no haber sido por el arqueólogo Michael Heckenberger, un erudito brillante y audaz que ha contribuido de forma excepcional a aportar luz sobre las civilizaciones ancestrales del Amazonas.

William Lowther, Misha Williams y Hermes Leal han hecho prodigiosas investigaciones sobre Fawcett y respondieron pacientemente a mis preguntas.

En Estados Unidos, varios periodistas, jóvenes y excelentes profesionales, me ayudaron en varias etapas de la investigación; entre ellos se encuentran Walter Alarkon, David Gura y Todd Neale. En Brasil, Mariana Ferreira, Lena Ferreira y Juliana Lottmann me ayudaron a localizar un sinfín de documentos, mientras que en Inglaterra Gita Daneshjoo se prestó a recuperar otro documento de enorme importancia. Nana Asfour, Luigi Sofio y Marcos Steuernagel contribuyeron con excelentes traducciones; Ann Goldstein descifró un antiguo escrito italiano. Andy Young supuso una ayuda increíble tanto con la verificación de datos como con las traducciones del portugués. Nandi Rodrigo mostró una gran diligencia a la hora de comprobar los datos y me hizo fantásticas sugerencias respecto de la edición.

Nunca podré agradecer lo suficiente a Susan Lee, una brillante y joven periodista que ha trabajado en este proyecto como reportera e investigadora, comprobando datos durante meses. Ella encarna las mejores cualidades de la profesión: pasión, inteligencia y tenacidad.

Muchos amigos acudieron también en mi ayuda ofreciéndome sus conocimientos sobre el mundo de la edición al tiempo que me animaban a seguir adelante. Quiero transmitir mi agradecimiento en especial a Burkhard Bilger, Jonathan Chait, Warren Cohén, Jonathan Cohn, Amy Davidson, Jeffrey Frank, Lawrence Friedman, Tad Friend, David Greenberg, Raffi Khatchadourian, Larissa MacFarquhar, Katherine Marsh, Stephen Metcalf, Ian Parker, Nick Paumgarten, Alex Ross, Margaret Talbot y Jason Zengerle.

He tenido la gran suerte también de estar rodeado de editores de inmenso talento en el The New Yorker. Daniel Zalewski, uno de los editores más astutos y diestros del gremio, editó a conciencia todos los artículos aparecidos en la revista y contribuyó de forma inestimable al contenido de este libro. Dorothy Wickenden, que trabajó en el manuscrito incluso durante sus vacaciones, mejoró el texto de forma extraordinaria con sus impecables correcciones. Elizabeth Pearson-Griffiths es una de esas editoras que, haciendo gala de una gran discreción, fomenta las capacidades de cada uno de sus escritores, y todo el contenido del libro se beneficia de su ojo infalible y de su dominio del lenguaje. Tampoco podré expresar suficiente gratitud a David Remnick, que accedió a enviarme a la selva en busca de Z y que, cuando el proyecto empezó a tomar forma y se convirtió en un reto para mí, hizo cuanto pudo para asegurarse de que lo llevara a cabo. Este libro no existiría sin él.

Kathy Robbins y David Halpern, de Robbins Office y Matthew Snyder, de CAÁ, son mucho más que grandes agentes: son consejeros sabios, fieles aliados y, ante todo, amigos. Quiero dar las gracias también al resto del personal de Robbins Office, en especial a Kate Rizzo.

Una de las mayores gratificaciones que me ha aportado este libro ha sido la oportunidad de trabajar con el extraordinario equipo de Doubleday. William Thomas ha sido lo que todos los escritores sueñan con encontrar: un editor incisivo y meticuloso además de un luchador infatigable, que lo ha dado todo por este proyecto. Stephen Rubin supervisó esta obra desde su concepción hasta su publicación con un espíritu indomable y una gran sabiduría. En realidad, todo el equipo de Doubleday -entre otros, Bette Alexander, María Carella, Melissa Danaczko, Todd Doughty, Patricia Flynn, John Fontana, Catherine Pollock, Ingrid Sterner y Kathy Trager- ha sido maravilloso.

John y Nina Darnton no solo son unos suegros fantásticos, sino también excelentes editores. Mi hermana, Alison, y su familia, y mi hermano, Edward, han sido una fuente constante de ánimo. También lo ha sido mi madre, Phyllis, que durante toda mi vida ha sido para mí una asombrosa tutora en expresión escrita. Mi padre, Víctor, no solo me ha apoyado en todos los sentidos, sino que además sigue enseñándome las maravillas que aporta una vida intrépida.

Confío en que un día mi hijo, Zachary, y mi hija, Ella, que nació después de mi viaje, lean este libro y piensen que quizá su padre no era al fin y al cabo tan viejo y aburrido. Por último, quiero dar las gracias a mi esposa, Kyra, que ha aportado a esta obra más de lo que las palabras pueden expresar, y es, y siempre lo será, todo para mí. Juntos, Kyra, Zachary y Ella me han proporcionado el viaje más gratificante e inesperado de todos.

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