Fawcett dijo a Brian que sería responsable del cuidado de Nina y de su hermana mientras ellos estuviesen de expedición, y que cualquier ayuda económica que su hijo pudiera enviarles contribuiría a que sobrevivieran. La familia hizo planes para el regreso de Fawcett y de Jack como héroes. «Al cabo de dos años estarían de vuelta y, en cuanto yo tuviera mi primer permiso, todos volveríamos a encontrarnos en Inglaterra -recordó Brian tiempo después-. Luego la familia se instalaría en Brasil, donde sin duda estaría el trabajo de los años venideros.» 43Brian se despidió de ellos y subió al tren. Mientras este se ponía en marcha y empezaba a alejarse, los miró desde la ventanilla y lentamente vio desaparecer a su padre y a su hermano en la distancia.
El 3 de diciembre de 1924, Fawcett y Jack se despidieron de Joan y de Nina y subieron a bordo del Aquitania rumbo a Nueva York, donde iban a encontrarse con Raleigh. El camino hacia Z parecía al fin asegurado. Sin embargo, cuando desembarcaron en Nueva York, una semana después, Fawcett supo que Lynch, su socio de «carácter intachable», se había confinado, borracho y rodeado de prostitutas, en el hotel Waldorf-Astoria. «Había sucumbido a la trampa de la omnipresente botella en aquella Ciudad de la Ley Seca», 44escribió Fawcett a la RGS. Dijo que Lynch «debe de haber sufrido una aberración alcohólica. Podría ser algo más grave, pues sufre algún trastorno sexual». 45La aberración había costado más de mil dólares de los fondos para la expedición, y Fawcett temía que la misión fracasara antes incluso de empezar. No obstante, la inminente gesta ya se había convertido en un acontecimiento internacional; incluso John D. Rockefeller Jr., descendiente del multimillonario fundador de la Standard Oil y aliado del doctor Bowman, extendió un talón por la suma de cuatro mil quinientos dólares para que «el plan pueda ponerse en marcha de inmediato». 46
Con el camino a Z despejado, Fawcett ni siquiera pudo dar rienda suelta a su conocida ira contra Lynch, que había regresado a Londres totalmente desacreditado. «Él propició esta exploración, algo que le honra, y a veces los dioses eligen a curiosos agentes para sus propósitos», 47escribió Fawcett a la RGS. Además, dijo: «Creo enormemente en la Ley de la Compensación». 48Estaba seguro de que había sacrificado todo cuanto tenía para llegar a Z. Ahora confiaba en recibir lo que él denominaba «el honor de la inmortalidad». 49
– Sí, he oído hablar de Fawcett -me dijo un guía brasileño que ofrecía recorridos por el Amazonas-. ¿No es el que desapareció mientras buscaba El Dorado o algo así?
Cuando le comenté que quería contratar a un guía para que me ayudara a rastrear la ruta de Fawcett y buscar Z, me contestó que estaba «muito ocupado», lo que me pareció una forma amable de decir: «Está usted loco».
Era difícil encontrar a alguien que no solo estuviera dispuesto a viajar a la jungla, sino que además tuviera vínculos con las comunidades indígenas de Brasil, que funcionan prácticamente como países autónomos, con leyes y cuerpos gubernamentales propios. La historia de la interacción entre los brancos y los indios -blancos e indígenas- en el Amazonas a menudo asemeja un extenso epitafio: las tribus fueron exterminadas por las enfermedades y las masacres; las lenguas y las canciones, borradas de la existencia. Una tribu enterró con vida a los niños para ahorrarles la vergüenza de la subyugación. Pero algunas, muchas de las cuales aún se desconocen, han conseguido aislarse en la selva. En décadas recientes, a medida que muchos pueblos indígenas se han organizado políticamente, el gobierno de Brasil ha dejado de intentar «modernizarlos» y ha trabajado con mayor eficacia para protegerlos. Como resultado, varias tribus amazónicas, en particular las que habitan en la región del Mato Grosso, donde Fawcett desapareció, han prosperado. Sus poblaciones, tras ser diezmadas, vuelven a crecer; sus lenguas y sus costumbres han pervivido.
La persona a la que finalmente convencí para que me acompañara fue Paolo Pinage, un antiguo bailarín de samba profesional y director de teatro de cincuenta y dos años. Aunque Paolo no descendía de indios, había trabajado en el pasado para la FUNAI, la agencia que sucedió al Indian Protection Service de Rondón. Paolo compartía su lema «Muere si tienes que hacerlo, pero nunca mates». En nuestra primera conversación telefónica le había preguntado si podíamos acceder a la misma región en la que penetró Fawcett, incluida la zona de lo que ahora es el Parque Nacional del Xingu, la primera reserva indígena de Brasil, creada en 1961. (El parque, junto con una reserva adyacente, tiene el tamaño de Bélgica y es una de las mayores extensiones de selva del mundo con control indígena.) Paolo contestó: «Puedo llevarle allí, pero no será fácil».
Acceder a territorios indígenas, me explicó, requería complejas negociaciones con los jefes tribales. Me pidió que le enviara informes médicos que confirmaran que no sufría ninguna enfermedad contagiosa. Luego contactó con varios jefes. Muchas tribus de la selva disponían ya de radios de onda corta, una versión más moderna de la que había utilizado el doctor Rice, y durante semanas intercambiamos mensajes en los que Paolo les aseguraba que yo era un periodista y no un garimpero, o «prospector». En 2004, veintinueve mineros de diamantes entraron sin autorización en una reserva del oeste de Brasil, y miembros de la tribu cinta larga los mataron a tiros o a golpes con garrotes de madera. 1
Paolo me indicó que me reuniera con él en el aeropuerto de Cuiabá. Aunque ninguna de las tribus había dado su visto bueno a mi visita, me pareció optimista cuando le saludé. Llevaba varios recipientes de plástico a modo de equipaje y un cigarrillo colgando de la boca. Vestía un chaleco de camuflaje con un sinfín de bolsillos repletos de suministros: una navaja del ejército suizo, un medicamento japonés para calmar el picor, una linterna, una bolsa de cacahuetes, y más cigarrillos. Parecía alguien que regresaba de una expedición, no que iba a embarcarse en ella. Llevaba el chaleco andrajoso. Tenía el rostro escuálido y cubierto de una barba algo canosa, y la cabeza, calva, curtida por el sol. Pese a su vacilante acento inglés, hablaba tan deprisa como fumaba. «Venga, venga, nos vamos ya -dijo-. Paolo se encarga de todo.»
Fuimos en taxi al centro de Cuiabá, que ya no era la «ciudad fantasma» que Fawcett había descrito sino una urbe que desprendía cierto aire de modernidad, con calles pavimentadas y varios rascacielos modestos. En el pasado, colonos brasileños se habían dirigido al interior, atraídos falsamente por el caucho y el oro. Ahora, la principal tentación era el elevado precio de los artículos procedentes de la ganadería, y la ciudad hacía las veces de escala para estos últimos pioneros.
Nos alojamos en un hotel llamado El Dorado («Una coincidencia graciosa, ¿verdad?», dijo Paolo) y empezamos a organizar los preparativos. Nuestro primer desafío era asegurarnos de que trazábamos correctamente la ruta de Fawcett. Informé a Paolo de mi viaje a Inglaterra y de todo cuanto Fawcett había hecho -dejar pistas falsas, utilizar códigos secretos- para mantener su ruta en secreto.
– Este coronel se esforzó mucho en ocultar algo que nadie ha encontrado nunca -dijo Paolo.
Extendí sobre la mesa los documentos más relevantes que había conseguido en los archivos británicos. Entre ellos había copias de varios de los mapas originales de Fawcett. Eran meticulosos; recordaban cuadros puntillistas. Paolo cogió uno y lo examinó bajo la luz durante varios minutos. Fawcett había escrito «inexplorado» con mayúsculas sobre una imagen que reproducía la selva que se extendía entre el río Xingu y otros dos afluentes principales del Amazonas. En otro hizo varias anotaciones: «Pequeñas tribus […] que se cree que son amistosas», «Tribus indígenas feroces, nombres desconocidos», «Indios probablemente peligrosos».
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