Stevie estaba de pie, con una de sus piernas amenazando con no resistir el peso. Parecía embobado y tenía la boca medio abierta mientras miraba fijamente al hombre que estaba al otro lado del escritorio, alguien que había sido su jefe y su protector.
– El problema en este caso -dijo Marco apoyándose en el respaldo y ajustándose la chaqueta para que no se le formasen arrugas- es que teníamos que darle alguien a la policía. Se han metido en todas partes. Han encontrado pruebas del asesinato de Spanio que te implican y mataste a un policía y le disparaste a otro. El gran problema es que mataste al policía justo detrás de la puerta por la que acabas de entrar. Así pues, ¿qué otra cosa podíamos hacer?
Stevie no dijo nada.
Marco se encogió de hombros como para demostrar que no tenía otra opción.
– Además, eres un auténtico lerdo y te estás haciendo viejo.
Stevie miró a Jake, quien le había traicionado, y después a Helen Grandfield, que le miró sin mostrar emoción alguna.
– Papá -dijo Helen-. Hagámoslo y ya está.
– Le debo a Stevie una explicación -dijo Dario con paciencia.
– Ha venido aquí a matarte -dijo ella.
– Así es -convino Dario Marco-. Y ha entrado, pero por suerte teníamos un arma.
– El Jockey no tiene licencia de armas -dijo Stevie intentando pensar.
– Cierto -dijo Marco-. Es un ex convicto. Eres tonto, pero no tanto. La pistola es mía. Yo sí tengo licencia. Jacob la sacó del cajón del escritorio justo cuando yo había acabado de limpiarla cuando tú…
– ¿Por qué? -preguntó Stevie-. Lo tenías todo preparado desde el principio. Querías que la poli fuese tras de mí. ¿Por qué?
– Recapacita -dijo Dario-. Créeme, quería que escapases. ¿Por qué iba a mentirte ahora? Pero cuando se trata de negocios uno tiene que cubrirse las espaldas. Te estás haciendo viejo, Stevie. Estás perdiendo facultades. Mierda, ya no eres el de antes. Mírate. Entras en mi oficina diciendo que vas a matarme. Frente a tres testigos.
Dario Marco asintió a Jacob, quien miró a Stevie y dudó.
– También te ha engañado a ti, Jake -dijo Stevie.
– Mata a ese viejo gordo -dijo Marco.
El salto que dio Stevie por encima del escritorio sorprendió a todo el mundo, probablemente incluso a sí mismo. Cuando su vientre impactó contra la mesa, dejó de dolerle la pierna herida. Alargó las manos en busca del cuello de Dario y lo encontró. Estaba haciendo lo que mejor se le daba, fuese tonto o no.
– Dispara -gritó Helen.
Jake disparó y falló. Le temblaba la mano, pero a Stevie no. Apoyado con el estómago sobre la mesa, alzó a Dario de la silla y le rompió el cuello.
Helen se le tiró encima, arañándole la cara, gruñendo, gritando. Jake buscaba una posibilidad de tiro fácil. El cuerpo de Dario Marco cayó hacia delante, con los ojos abiertos en un gesto de sorpresa y el mentón apoyado en el escritorio. Stevie se libró de Helen Grandfield. Ella salió disparada hacia atrás y cayó sobre una silla.
Stevie intentó ponerse en pie. Volvió la cabeza hacia El Jockey, quien había reculado temblando, agarrando la pistola con las dos manos. No había modo de que Stevie pudiese alcanzarle antes de que le disparase. Stevie hundió la mano en el bolsillo y apretó el perro que Lilly le había regalado.
– Quieto -dijo una voz.
Jake miró sin soltar la pistola, Helen miró por encima de la silla sobre la que había caído, Stevie miró por encima del hombro y vio al agente uniformado, aquel al que había esquivado cuando pretendía entrar en la panadería. El policía había oído el disparo.
El agente, cuyo nombre era Rodney Landry, era culturista y llevaba cuatro años en el cuerpo. Sabía qué hacer: apuntar la pistola hacia el tipo menudo que estaba junto al escritorio. Gracias a la descripción que le habían dado, Landry sabía que el hombre con la pierna manchada de sangre, que por alguna inexplicable razón estaba tirado sobre el escritorio, era el que andaban buscando.
Desde donde estaba, pistola en mano, Landry no podía ver a Dario Marco.
– Deja la pistola en el suelo muy despacio -ordenó Landry.
Jake sintió el impulso de hacer las cosas deprisa, pero se forzó a ir despacio y dejó la pistola en el suelo. Stevie logró darse la vuelta e incorporarse sobre un codo.
– Ha entrado por la fuerza -gritó Helen Grandfield señalando a Stevie-. Ha matado a mi padre.
Landry ahora sí pudo ver a Dario Marco. Parecía una especie de disfraz, un disfraz de Halloween. La cabeza del muerto reposaba sobre su mandíbula encima del escritorio. Tenía los ojos muy abiertos y una curiosa expresión de sorpresa.
Stevie, que ahora no sentía su pierna, metió la mano en el bolsillo y agarró el perro de arcilla. Sonrió.
Ed Taxx llegó a un acuerdo. Las pruebas contra Dario Marco y su hija redujeron al mínimo los cargos por homicidio en segundo grado. Habló y después firmó una declaración. Conocía el proceso y lo siguió. Por otra parte, disponía de dinero suficiente, oculto en algún lugar, para cuidar de su familia, y exigió que la policía no se inmiscuyese en su vida o investigase sus cuentas bancarias.
– Me llevaré por delante a Dario Marco y Helen Grandfield y no seguiréis adelante con la investigación respecto a mis recursos -dijo Taxx.
– Y nos dirás todo lo que sepas de Anthony Marco -dijo Ward.
– No sé gran cosa -dijo Taxx.
– Nos conformaremos con lo que nos des -dijo Ward.
Taxx se sentó frente a la ayudante del fiscal del distrito Ward y al CSI Danny Messer, dispuesto a contarles la historia.
– ¿Qué voy a sacar de esto? -dijo Taxx.
– Depende de tu historia -dijo Ward.
– Es buena -dijo Taxx.
Fue Helen Grandfield la que se puso en contacto con él, aunque no le dijo cómo sabía que le habían asignado la protección de Alberta Spanio ni que él tenía cáncer de próstata que había entrado en un proceso de metástasis. A Taxx realmente no le importaba cómo había llegado a saberlo. No le había dicho nada a su familia sobre el cáncer. Había apartado algo de dinero, pero habría hecho cualquier cosa para conseguir que su familia tirase adelante o para que sus últimos meses de vida fuesen menos dolorosos. Lo irónico del asunto era que ahora el Estado se haría cargo de su tratamiento.
Cuando conoció a Dario Marco, éste le ofreció ciento cincuenta mil dólares en metálico simplemente por darle a Alberta Spanio una sobredosis de pastillas para dormir y dejar la ventana del lavabo sin cerrar tras atornillar el aro en ella.
– ¿Por qué? -preguntó Ward.
– Helen Grandfield me dijo después que se suponía que alguien bajaría desde la habitación de arriba, pero la tormenta lo hizo imposible. A las tres de la mañana tendría que simular un ataque de tos que debía durar tres minutos para neutralizar el posible ruido.
Taxx aceptó y se quedó con el dinero por adelantado.
– Hasta aquí -la explicó a Ward, la ayudante del fiscal del distrito, con el que Taxx había trabajado durante quince años-, ningún problema.
– ¿Y a partir de ahí? -preguntó Ward.
– La noche en la que se suponía que debía ocurrir recibí una llamada -dijo Taxx-. Al teléfono móvil. Collier estaba en la habitación, fingí que era mi esposa. Era Helen Grandfield. Me dijo lo que tenía que hacer: echar la puerta abajo por la mañana, enviar a Collier a comprobar la ventana del lavabo porque, obviamente, estaría abierta, llegar rápido a la cama y apuñalar a Spanio en el cuello. De nuevo, ningún problema. Escogí cuidadosamente mis palabras y dije algo así como: «No, cariño, dile que tendrá que ser lo que ya acordamos más el doble». Collier estaba viendo un partido de baloncesto en la televisión, pero yo sabía que me escuchaba. Helen tapó el teléfono con la mano, o al menos eso me pareció, debía de estar hablando con Dario, después dijo que trato hecho. No creo que hubiesen pensado en ningún momento hacer que alguien entrase por la ventana. Creo que contaban con que yo mataría a Alberta Spanio desde el principio.
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