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Stuart Kaminsky: Muerte En Invierno

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Stuart Kaminsky Muerte En Invierno

Muerte En Invierno: краткое содержание, описание и аннотация

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El detective Mac Taylor es un eficaz investigador del C.S.I. convencido de que todo está relacionado y las personas siempre tienen una historia que contar. Él y su compañera, la detective Stella Bonasera, lideran un equipo de expertos en el cambiante e inestable mundo de la ciudad de Nueva York. Estos dotados investigadores, que ven Nueva York bajo una luz única, siguen las pruebas al tiempo que reúnen pistas y eliminan dudas para, finalmente, resolver los casos. El cuerpo de un hombre de mediana edad aparece en el ascensor de un lujoso edificio del Upper East Side. En un primer momento, Mac Taylor y Aiden Burn no encuentran balas, ni restos de ADN, ninguna pista. Podría tratarse del crimen perfecto Mientras tanto, a unas pocas manzanas, Stella Bonasera y Danny Messer investigan el asesinato de una mujer protegida por el programa de testigos. Los agentes de la ley encargados de su seguridad aseguran que la víctima pasó la noche en su dormitorio del hotel y que la encontraron muerta por la mañana. El equipo C.S.I. de Nueva York deberá reunir las pruebas y resolver estos dos sorprendentes crímenes.

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Aiden se puso el abrigo y se dirigió al ascensor, pensando. «Todavía no tenemos el arma homicida, ni un motivo, y Louisa Cormier tiene a Noah Pease.»

Tal vez debieran esperar, seguir reuniendo pruebas, encontrar el arma y el motivo. Pero Mac le había dicho que con lo que tenían era suficiente, y Aiden confiaba en su capacidad de juicio.

– Esto es acoso -dijo furiosa Louisa Cormier cuando abrió la puerta.

Aiden se dio cuenta de que Louisa mantenía las manos unidas para evitar que se viese que temblaba. Los ojos de Louisa recayeron en el hombre de traje azul que acompañaba a los dos CSI.

– No les voy a invitar a entrar -dijo ella-. Voy a llamar a mi abogado. Voy a pedir un requerimiento judicial contra usted y todos…

– No queremos entrar -dijo Mac.

Louisa Cormier parecía anonadada.

– ¿No? Pues bien, tal como me ha indicado mi abogado, no voy a responder a ninguna de sus preguntas.

– No tiene por qué -dijo Mac-. Pero tendrá que acompañarnos. Queda detenida.

– Yo… -empezó a decir Louisa.

– Y si le parece bien, nos gustaría llevarnos su Walther. Este detective la acompañará para recogerla. Tenemos los papeles que nos permiten hacerlo.

Mac introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un pliego con tres hojas de papel.

– No pueden -dijo Louisa Cormier-. Ya les mostré esa pistola. Saben que no ha sido utilizada.

– Creemos que sí lo ha sido -dijo Aiden.

Louisa Cormier sintió un vahído. Aiden dio un paso al frente para agarrarle del brazo y sintió una oleada del perfume de la escritora, de esencia de gardenia, exactamente igual que el que usaba la madre de Aiden.

Stevie ascendió poco a poco por las oscuras escaleras, arrastrando su maltrecha pierna. Cuando llegó a la planta baja, el olor de la panadería le llegó a través de la puerta de la izquierda.

Le gustaba la panadería, el olor de pan recién hecho, conducir la furgoneta, hablar con los clientes de su ruta. Sabía que en cuestión de minutos todo eso desaparecería, que él, de un modo u otro, desaparecería. No era justo, pero su error había sido olvidar que la vida era injusta y confiar y serle fiel a Dario Marco.

Antes de subir los dos últimos escalones y salir al pasillo, se ocultó tras las sombras y miró hacia ambos lados. No había nadie.

La oficina de Dario Marco estaba a solo tres puertas a su derecha. Tenía que ser muy sigiloso.

Si Helen Grandfield estaba allí cuando él abriese la puerta, probablemente tuviese que matarla. Tendría que hacerlo rápido, sin darle tiempo a que reaccionase. Ella había formado parte del engaño. Hija de Dario Marco, sobrina de Anthony Marco, había formado parte de lo que él sabía que había sido un plan para hacer de Stevie, del estúpido de Stevie, del leal Stevie, el chivo expiatorio.

Se detuvo ante la puerta de la oficina y escuchó. No oyó nada. Abrió la puerta dispuesto a lanzarse por sorpresa sobre Helen Grandfield. Pero no había nadie en la antecámara de la oficina.

Stevie se preguntó si Dario había salido, y si pasaría todo el día fuera. No era propio de él perder un día de trabajo, pero los últimos días habían sido un tanto extraños.

Se acercó a la oficina, escuchó de nuevo, y al no oír nada abrió la puerta lentamente. Apenas había luz, las persianas estaban bajadas, pero pudo ver a Dario Marco tras su escritorio.

Dario alzó la vista. Stevie no estaba preparado para ver lo que vio, un calmado Dario Marco que dijo:

– Stevie, te estábamos esperando.

De un rincón surgieron Jacob El Jockey y Helen Grandfield. El Jockey tenía una pistola en la mano y estaba apuntando a Stevie.

La mesa frente al escritorio de Joelle Fineberg estaba abarrotada. Su escasa antigüedad suponía que tuviese la oficina más pequeña.

Había optado por un escritorio muy pequeño, una pequeña estantería y espacio suficiente para una mesa redonda en la que seis personas podían sentarse con razonable comodidad. Utilizaba la mesa para trabajar, y la despejaba para encuentros como aquél simplemente metiendo los papeles y los libros en contenedores de plástico y deslizando esos contenedores bajo su escritorio para que no estuviesen a la vista.

– Ni siquiera disponen de lo suficiente para convocar un gran jurado -dijo Noah Pease con la mano en el hombro de Louisa Cormier, quien estaba sentada junto a él con la vista al frente.

– Yo creo que sí -dijo Fineberg, sentada frente a ellos entre Mac y Aiden.

Una ordenada pila de papeles y fotografías reposaban sobre la mesa como una gigantesca baraja de cartas esperando a que alguien las repartiese para jugar una partida de póquer, que era más o menos a lo que estaban jugando.

Fineberg miró a Mac y dijo:

– Detective, ¿le importaría repasar las pruebas una vez más?

Mac bajó la vista hasta el bloc de notas que tenía frente a sí y repasó una por una las pruebas. Después miró a Aiden, quien asintió para mostrar su conformidad.

La cara de Pease permaneció impertérrita. Y también la de Louisa Cormier.

– ¿Le sorprendería si le dijese que los detectives Taylor y Burn han encontrado las huellas dactilares de su cliente en siete objetos diferentes del apartamento de Charles Lutnikov? -dijo Fineberg.

– Sí -dijo Pease-. Me sorprendería.

Fineberg buscó entre la pila de papeles y extrajo siete fotografías. Se las pasó a Pease.

– Coinciden a la perfección -dijo la ayudante del fiscal del distrito-. Una taza, la encimera, el escritorio y cuatro de las estanterías.

Louisa Cormier alargó la mano para tomar las fotografías.

– Circunstancial -dijo Pease con un suspiro.

– Su cliente nos mintió sobre ese particular -dijo Fineberg.

– Estuve allí una vez -dijo Louisa-. Ahora lo recuerdo. Me pidió que fuese a buscar… algo.

– ¿Sabe por qué estamos aquí? -preguntó Pease.

– Para negociar -dijo Fineberg.

– No -dijo Pease sacudiendo la cabeza.

– Entonces convocaremos al gran jurado y lo plantearemos como homicidio en segundo grado -dijo Fineberg.

Se volvió hacia Mac y dijo:

– Los detectives Taylor y Burn testificarán. A él le han convencido las pruebas que ha encontrado la unidad CSI y yo también. Y también convencerán al jurado.

– La señorita Cormier es una figura literaria muy respetada y no tiene motivo -dijo Pease-. Su caso se apoya en el argumento de que ella no ha escrito sus propios libros. Pero no es así.

– ¿Detective Taylor? -dijo Fineberg.

– Convénzame. Y convenza a mi experto -dijo Mac.

– ¿Cómo? -preguntó Pease.

– Que escriba algo -dijo Fineberg.

– Ridículo -dijo Pease.

– Dispone de cinco días antes de ir frente al gran jurado -dijo Fineberg-. Cinco páginas. No parece imposible, especialmente dado que está inculpada en un caso de asesinato.

– No puedo escribir bajo esta presión -dijo Louisa Cormier devolviéndole las fotografías de las huellas dactilares a su abogado, quien las dejó sobre la mesa y las deslizó hasta Fineberg.

– Usted da por hecho que un jurado mostrará simpatía por una escritora famosa y admirada -dijo Fineberg-. De Martha Stewart se olvidaron al instante. Podría hacerme frente en el caso de O. J. Simpson, pero…

Pease miraba en ese momento a Fineberg con una irritación que fácilmente podría haberse convertido en abierta hostilidad de haberse tratado de una abogada con más experiencia.

– Vamos a llevarlo ante el gran jurado -dijo Fineberg- y nuestro caso seguirá adelante, al menos lo suficiente para conseguir una declaración jurada.

Una declaración jurada, como bien sabían los dos abogados, es una decisión por escrito del gran jurado, firmada por el presidente del mismo, en el que se afirma que existen pruebas suficientes por parte de la acusación para creer que el inculpado probablemente haya cometido un delito y deba ser acusado.

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