Stevie se arrodilló jadeando, esperando, escuchando por si acaso oía pasos acelerados, pero no apareció nadie.
Había acabado con la parte fácil del trabajo. Ahora venía la parte dura, pasar el cuerpo por la ventana abierta. Sabía que podía cerrarse. Se sacó el abrigo y lo dejó en el suelo.
Notó el frío viento y se percató de que había empezado a nevar otra vez. Se sentía más débil a cada minuto que pasaba y tendría que moverse con celeridad mientras todavía era capaz de hacerlo.
Pasó la pierna herida, después la pierna buena y empezó a arrastrarse hacia atrás a través de la ventana. Cuando ya había entrado hasta la altura del estómago, se percató de la estrechez, pero no era imposible. Siguió arrastrándose. Su vientre rozó contra el marco de metal de la ventana, y no supo decirse si lograría o no pasar. De lo que sí estaba seguro era de que, llegado a ese punto, no podría volver atrás. Se esforzó, gruñó, vio la sangre de sus dedos manchar la nieve y, entonces, de repente, acabó de pasar el cuerpo por la ventana y cayó de espaldas en la polvorienta oscuridad.
Estaba tumbado de espaldas, sin aliento, con los ojos cerrados. Big Stevie estaba molido. Tenía frío. Y sangraba. Pero tenía una misión que cumplir, y estaba dentro de la panadería Marco’s.
El perímetro de búsqueda alrededor del club de tiro Drietch se había doblado. Dos oficiales de uniforme estaban ayudando a Aiden a buscar las tenazas de cortar hierro perdidas.
Aiden estaba convencida de que Louisa Cormier se había limitado a cortar el candado, limpiar las huellas y lanzarlo en las casetas de tiro. ¿Por qué no podría haber hecho lo mismo con las tenazas de cortar hierro?
De hecho, tendrían que haberlas encontrado ya.
Su teléfono móvil vibró en el bolsillo y ella contestó.
– Ven al laboratorio -dijo Mac-. He encontrado las tenazas.
– ¿Dónde?
– En el sótano del edificio de Louisa Cormier -dijo-. Las había colocado alineadas junto con las otras herramientas. El encargado de mantenimiento del edificio ha dicho que tiene unas tenazas de cortar hierro, pero que éstas no son las suyas.
– Las dejó a plena vista -dijo Aiden.
– Como en su cuarta novela -dijo Mac-. Aunque más bien debería decir en la primera de las novelas de Charles Lutnikov firmada por Louisa Cormier, si bien en ese caso se trataba de una pala.
– ¿Huellas?
– Una -dijo Mac-. Parcial. Lo bastante buena para una identificación positiva. Es de Louisa Cormier.
– Ahora voy para allí -dijo Aiden cerrando su teléfono móvil. Fue en busca de los dos agentes que peinaban la zona.
– Me voy al hospital -dijo él.
– De acuerdo -dijo Aiden, que no estaba segura de cómo enfrentarse de nuevo a Louisa Cormier. No tenía claro si aquella mujer era astuta y manipuladora o si se había visto envuelta en una pesadilla. Aiden no sabía por cuál de las dos opciones apostar.
Una playa de guijarros blancos planeaba sobre Stella cuando abrió los ojos. Incluso podía escuchar el rítmico batir de algo que no podía ser otra cosa que olas.
Stella no tenía vacaciones desde hacía… tres años. Nunca había querido hacerlas, nunca había querido irse. Siempre había un nuevo caso o uno sin acabar.
Las imágenes del despertar desaparecieron en cuestión de segundos y se percató de que la playa de guijarros blancos era el techo y el sonido de las olas era el monitor cuyos finos tentáculos tenía adheridos por todo el cuerpo.
Stella tenía la boca seca.
Volvió la cabeza y vio a Mac a su izquierda.
– ¿Cómo…? -empezó a decir, pero el resto resultó ser un balbuceo dolorosamente incoherente.
Tosió con dolor y señaló hacia la jarra de agua y el vaso que estaban sobre la mesita junto a la cama. Mac asintió, le sirvió agua, le quitó el envoltorio a una pajita y la metió en el vaso.
– Despacio -dijo Mac agarrando el vaso para que pudiese beber.
El primer sorbo le quemó. Sintió una ligera arcada, pero pasó y pudo seguir bebiendo.
– ¿Es muy grave? -preguntó.
– Te pondrás bien -dijo Mac-. Te desmayaste. Danny y Hawkes te trajeron aquí. El amigo de Hawkes ha empezado con glucosa y antibióticos. Ha encontrado a un experto en leptospirosis en Honolulu, le llamó y… aquí estás tú.
– ¿Cuánto tiempo voy a estar aquí?
– Unos cuantos días. Y después tendrás que estar otros pocos más en casa -dijo Mac-. Si hubieses tenido un poco de cuidado cuando empezaste a sentirte mal, ahora no estarías aquí.
– Soy adicta al trabajo -dijo con lo que esperaba que fuese una sonrisa.
Mac también sonrió. Stella le echó un vistazo a la habitación del hospital. No había gran cosa que ver. Una ventana a su izquierda y una en la esquina dejaban ver un edificio rojo al otro lado de la calle. De la pared colgaba la reproducción de un cuadro que ella reconoció: tres mujeres vestidas de campesinas en un campo, con haces de heno a su espalda. Las mujeres estaban inclinadas recogiendo algo -alubias, arroz- y lo iban dejando en unas cestas que había en el suelo.
Mac siguió su mirada.
– La mujer de la derecha -dijo Stella- siente dolor. Mira la C deformada que forma su espalda tras años de doblarse. Cuando se pone en pie, le duele y se inclina. Dentro de poco tiempo ya no será capaz de inclinarse así.
– ¿Quieres que la investiguemos? -preguntó Mac.
– No, a menos que alguien la mate o ella mate a alguien -dijo Stella sin apartar la mirada del cuadro-. ¿De qué época crees que es ese cuadro?
– Jean-François Millet -dijo Mac-. El cuadro se titula Las espigadoras , es del año 1857.
Stella se volvió para mirarle pero no dijo nada.
– Mi mujer tenía algunos cuadros en su trabajo -dijo Mac-. Uno de los momentos más destacados de nuestro viaje a Europa fue Ángelus de Millet en el Museo de Orsay.
Stella asintió. Era más información sobre su esposa muerta de la que le había dado nunca.
La sonrisa de Mac se ensanchó.
– Ella apreció la belleza del cuadro -dijo-. Y tú ves a una mujer con problemas médicos.
– Lo lamento -dijo Stella.
– No -dijo Mac-. Las dos tenéis razón.
– Mac -dijo ella- sé quién mató a Alberta Spanio, y no fue El Jockey.
Cuando Don Flack respondió al teléfono móvil, Mac le dijo lo que Stella acababa de comunicarle.
– Voy para allí ahora mismo -dijo Flack.
– ¿Necesitas refuerzos? -preguntó Mac.
– No lo creo.
– ¿Algo nuevo sobre Guista?
– Le encontraré -dijo Flack tocándose la zona blanda de sus costillas rotas.
Flack cerró el teléfono móvil y siguió conduciendo, pero en lugar de dirigirse a la panadería Marco’s, encaró hacia Flushing, Queens.
La temperatura había subido hasta 9 ºC bajo cero y había dejado de nevar. El tráfico avanzaba despacio, y tras casi cuatro días de tormenta de nieve la sensibilidad de la gente estaba a flor de piel. Conducir a ritmo de caracol podía acabar con la paciencia de cualquiera.
Don le echó un vistazo a su reloj. Sonó el teléfono. De nuevo, era Mac.
– ¿Dónde estás? -preguntó Mac.
Don se lo dijo.
– Recoge a Danny en el laboratorio. Tiene las fotografías del escenario del crimen y Stella le ha puesto al corriente -dijo Mac.
– De acuerdo -dijo Flack-. ¿Cómo se encuentra?
– Bien, los médicos dicen que volverá al trabajo en unos cuantos días.
– Dale recuerdos de mi parte -dijo Don antes de colgar.
Danny esperaba tras las puertas de cristal cubierto con un abrigo que le llegaba hasta las rodillas y una gorra con orejeras. Llevaba un maletín en una mano y con la otra le hizo un gesto a Don para hacerle saber que ya salía.
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