– La víctima ejercía de «negro» literario para su clienta, le escribía sus novelas -dijo Fineberg-. Su cuerpo tenía dos agujeros que coinciden con los agujeros del manuscrito que llevaba encima y que el detective Taylor y su equipo encontraron en este apartamento.
Pease asintió.
– Valoremos -dijo Pease-, y es una mera suposición, lo primero que me viene a la mente. El arma pertenece al señor Lutnikov o a alguien que está con él en el ascensor. Las dos personas pelean. La otra persona dispara al señor Lutnikov y desaparece. El señor Lutnikov, ahora muerto, llega hasta esta planta. Él o su asesino apretaron el botón. Mi clienta ha estado esperándole para que le entregue el manuscrito. La puerta del ascensor se abre y ella ve a Lutnikov muerto, con el manuscrito sobre su pecho. Horrorizada pero también desesperada, toma el manuscrito tras asegurarse de que el pobre hombre está muerto y envía el ascensor a la planta baja, donde sabe que lo encontrarán. Mala elección, quizá, pero un jurado no la encontraría tan mal y, déjeme recordárselo, no tienen arma homicida.
– Soy inocente -dijo Louisa Cormier de repente.
No había signo alguno de indignación ni de búsqueda de empatía en sus palabras. Fue una simple afirmación.
Pease le tocó el hombro a su clienta y miró a Joelle Fineberg.
– Y recuerde, eso no es más que lo primero que se me ha ocurrido -dijo Pease.
Tanto Fineberg como Mac lo dudaron.
– Disponemos de pruebas suficientes para llevarla ante el gran jurado -dijo Fineberg.
Pease se encogió de hombros.
– Publicidad, juicio, una derrota para la oficina del Fiscal del Distrito y una demanda a favor de mi clienta -dijo-. Mi clienta no mató a Charles Lutnikov ni encargaba la redacción de sus libros. El manuscrito que llevaba Charles Lutnikov era una copia del original de la más reciente novela de mi clienta. Fue un favor a un admirador que había estado atosigando a la señorita Cormier durante años.
– O sea -dijo Fineberg-, que ella le entregó una copia impresa completa del libro para que él pudiese copiarla.
– No -dijo Pease-. Para que pudiese leerla antes que nadie. No tenía ni idea de que la estaba copiando hasta que la llamó para decírselo. Ella insistió en que le devolviese el manuscrito, cosa que él hizo. Lo llevaba abrazado contra el pecho cuando alguien le disparó.
– Eso fue lo que ocurrió -dijo Louisa.
– Ayer nos dijo que todavía no había acabado de escribirlo -dijo Mac.
– De reescribirlo -aclaró Louisa-. No me entendió bien. Estaba trabajando en un segundo borrador.
– ¿Puedo hacerle una pregunta? -dijo Mac.
Louisa miró a Pease, quien dijo:
– Usted puede preguntar, pero yo puedo decirle a mi clienta que se niegue a responder. Queremos cooperar con la policía, para ayudar a encontrar al asesino del señor Lutnikov.
A Fineberg no le sorprendió la pregunta de Mac. Se lo había propuesto cuando iban de camino al apartamento.
– ¿Puede definir algunas de las siguientes palabras?
Mac sacó una libretita de su bolsillo.
– Ágape, obsequioso, tendencioso.
Louisa Cormier parpadeó.
– Yo no… -empezó a decir.
– Estas palabras aparecen en sus libros -dijo Mac-. Tengo otras dieciséis palabras sobre las que me gustaría preguntarle.
– ¿Utiliza el diccionario para escribir, Louisa? -le preguntó Pease.
– A veces -respondió.
Pease alzó las manos y sonrió.
– Tenemos un experto que testificará que Charles Lutnikov escribió las novelas de Louisa Cormier -dijo Fineberg.
– Yo tengo cinco expertos que dirán que ella ha escrito todos sus libros -dijo Pease-. Todos ellos doctores en la materia. ¿Qué tenemos más allá de este punto?
– Encontraremos el arma homicida -dijo Mac-. Y las tenazas para cortar hierro que su clienta usó para abrir el candado en el club de tiro Drietch.
– Buena suerte -dijo Pease-. Según su propio informe, el arma que estaba en la caja en el club de tiro no fue la que se usó para matar a Lutnikov.
– Cierto -dijo Mac mirando a Louisa a los ojos-, pero creo que sé dónde está la que mató a Lutnikov.
– ¿Y las huidizas tenazas para cortar hierro? -preguntó Pease.
Mac asintió.
– Es un farol -dijo Pease-. ¿Dónde están?
– Ahí afuera, a campo abierto -dijo Mac-. ¿Le resulta familiar, señorita Cormier?
Louisa se movió ligeramente y apartó la mirada.
– Creo que hemos acabado -dijo Pease-. A menos que vayan a detener a mi clienta.
Joelle Fineberg se puso en pie. También lo hicieron Mac y Pease. Louisa permaneció sentada, con los ojos clavados en Mac.
En el ascensor, de bajada, Joelle Fineberg dijo:
– ¿«Ahí afuera, a campo abierto»? ¿De dónde ha sacado eso, de Poe o Conan Doyle?
– De una de las novelas de Louisa Cormier -dijo Mac-. No sé de dónde lo sacó ella.
El ascensor llegó a la planta baja y las puertas se abrieron.
– Llámeme cuando tenga algo -dijo ella.
Mac asintió.
Pasaron junto a McGee, el portero, quien asintió con una sonrisa. Volvía a nevar, no mucho, pero nevaba. La temperatura descendió hasta 15 ºC bajo cero.
– La pistola está en el edificio -dijo Mac-. No pudo librarse de ella.
– ¿Por qué?
– Porque sabemos que la tiene -dijo.
– Usted examinó el arma -dijo Fineberg-. No había sido disparada.
– La pistola que nos enseñó no había sido disparada -le corrigió.
Fue la abogada la que asintió entonces.
– ¿Y las tenazas? -preguntó Joelle Fineberg-. ¿Qué pasa si se libró de ellas?
– Cree que es lo bastante lista para salirse con la suya.
– ¿Qué?
Mac sonrió y caminó hacia las escaleras. Joelle le observó durante unos segundos y después se abotonó el abrigo, rodeó su cuello con una bufanda y se colocó unas orejeras que acababa de sacar del bolsillo.
Cuando volvió a mirar por encima del hombro, Mac ya no estaba a la vista. McGee le abrió la puerta y ella salió al frío inclemente de la calle.
– ¿De dónde has sacado esto? -preguntó Hawkes.
– De un pañuelo de papel en la basura -respondió Danny. Estaban sentados en un banco de la habitación del sótano del cuartel de CSI donde se encontraban las máquinas de café, bocadillos y chocolatinas, alineadas como máquinas tragaperras en los lavabos de Las Vegas. Sobre ellos, uno de los fluorescentes parpadeaba.
Sheldon Hawkes dejó el bocadillo de atún con excesiva mayonesa en su plato de papel y tomó el portaobjetos de Danny.
– Subamos y echémosle un vistazo por el microscopio -dijo Danny.
– ¿Lo has identificado? -preguntó Hawkes devolviéndole el portaobjetos y tomando de nuevo su bocadillo.
– Es raro, pero no tanto -dijo Danny.
– ¿Se lo has dicho a alguien?
– A nadie de por aquí -dijo Danny-. Llamó Stella. Me dijo que estaba de camino y me pidió que sacase todas las fotografías del escenario del crimen de Spanio.
– ¿Y su tono de voz?
– Parecía enferma -dijo Danny.
Hawkes acabó su bocadillo, le dio un último trago a su Dr. Pepper light, tiró la lata a la papelera y se puso en pie.
– Echémosle un vistazo -dijo.
En la mesa frente a Stella estaban desplegadas de forma muy ordenada las fotografías del dormitorio en el que Alberta Spanio había sido asesinada y también las del lavabo adyacente. Le interesaba, en especial, el lavabo.
Seleccionó cuatro fotografías y las examinó lentamente acercando la cara a cada una de ellas. Lo que recordaba era cierto. Inclinarse aumentó su dolor de cabeza y el malestar de su estómago.
Stella alargó el brazo en busca de la taza de té que se estaba tomando con la esperanza de que le calmase el estómago. Pero no le sirvió de nada. Cambió de idea.
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