Stuart Kaminsky - Muerte En Invierno

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El detective Mac Taylor es un eficaz investigador del C.S.I. convencido de que todo está relacionado y las personas siempre tienen una historia que contar. Él y su compañera, la detective Stella Bonasera, lideran un equipo de expertos en el cambiante e inestable mundo de la ciudad de Nueva York. Estos dotados investigadores, que ven Nueva York bajo una luz única, siguen las pruebas al tiempo que reúnen pistas y eliminan dudas para, finalmente, resolver los casos. El cuerpo de un hombre de mediana edad aparece en el ascensor de un lujoso edificio del Upper East Side. En un primer momento, Mac Taylor y Aiden Burn no encuentran balas, ni restos de ADN, ninguna pista. Podría tratarse del crimen perfecto Mientras tanto, a unas pocas manzanas, Stella Bonasera y Danny Messer investigan el asesinato de una mujer protegida por el programa de testigos. Los agentes de la ley encargados de su seguridad aseguran que la víctima pasó la noche en su dormitorio del hotel y que la encontraron muerta por la mañana. El equipo C.S.I. de Nueva York deberá reunir las pruebas y resolver estos dos sorprendentes crímenes.

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– ¿Qué está haciendo? -preguntó Louisa.

– Buscar el archivo de su nueva novela -dijo Mac.

Los dedos de Mac se desplazaron con rapidez sobre el teclado y con el ratón. En la parte derecha de la pantalla encontró un archivo titulado La segunda oportunidad. Ella hizo un doble clic encima y se situó en la parte superior del documento.

– Trescientas seis páginas -dijo Aiden.

– Casi la he terminado -dijo Louisa.

Aiden fue al icono del disco duro, hizo un doble clic, lo abrió y encontró los archivos de las novelas de Louisa Cormier. Miró a Mac y sacudió la cabeza.

– Hemos acabado -dijo Mac sacándose los guantes y guardándoselos en el bolsillo. Llevaba el manuscrito bajo el brazo y el maletín en la otra mano.

Cuando estaban saliendo del apartamento, Mac miró a Louisa Cormier y le dio la impresión de que a la famosa autora ya no le interesaba ser sospechosa de asesinato.

– ¿Qué pasa con el manuscrito? -preguntó Aiden mientras bajaban en el ascensor.

Mac se lo entregó. Aiden lo abrió y se fijó en los dos agujeros.

– Última página -dijo Mac.

Aiden pasó las páginas hasta llegar a la última. Cuando el ascensor se detuvo en la planta baja, había leído lo suficiente para saber que había leído aquellas mismas palabras en la cinta de la máquina de escribir de Charles Lutnikov.

14

– Stevie Guista -le dijo Don Flack a Jacob Laudano, El Jockey.

Desde el punto en el que se encontraba, junto a la puerta del apartamento, Don podía ver toda la habitación y el lavabo y la taza más allá de la puerta abierta del baño.

Don cerró la puerta en cuanto entró.

– No he visto a Stevie Guista desde hace meses -dijo Jacob.

– Estaba en el hotel Brevard anteanoche -dijo Flack-. Y usted también.

– Yo no -dijo El Jockey.

– Entonces no le importará pasar una ronda de reconocimiento -dijo Flack.

– ¿Una ronda de reconocimiento? ¿Para qué?

– Para ver si alguno de los empleados del hotel le reconoce -dijo Don-. Si lo hacen, subirá varios puestos en la lista de sospechosos de asesinato.

– Espere un minuto -dijo Jake sentándose frente a la mesa-. Yo no he matado a nadie. Ni anteanoche ni nunca. Estoy fichado, eso es obvio, pero nunca he matado a nadie.

– Nunca que haya podido probarse -dijo Flack.

– Tal vez estuve en el Brevard -dijo Jake-. A veces me dejo caer por allí. Entre usted, el farol y yo, hay una partida de cartas itinerante que a veces se juega en una de las habitaciones de ese hotel.

– ¿Anteanoche? -preguntó Don.

– No hubo movimiento. Me fui a otro sitio.

– ¿Quién lleva esa partida de cartas? -preguntó Flack acercándose a Jake, quien reculó.

– ¿Quién la lleva? Un tipo llamado Paulie. No sé su apellido. Nunca me lo ha dicho. Sólo «Paulie».

– Quiero a Stevie Guista -dijo Don-. Si tengo que pasar por encima de usted para atraparle, me limitaré a dejar una pequeña mancha en la alfombra.

– No sé dónde está. Lo juro.

– De acuerdo -dijo Don-. ¿Por qué tendría que mentir?

– Exacto -convino Jake.

Don se encontraba frente al hombre que muy bien podía haber descendido hacía dos noches hasta la ventana de Alberta Spanio para colarse en su habitación y clavarle un cuchillo en el cuello.

No había pruebas contundentes. Ninguna huella dactilar. Ni testigos. Sólo tenían seguro la relación de El Jockey y Guista, que era el que había alquilado la habitación, y la estatura de El Jockey y su violento historial, que le presentaban como un buen candidato para cometer un crimen.

Don sacó una tarjeta y se la entregó a El Jockey, quien la observó.

– Llámeme si Guista se pone en contacto con usted.

– ¿Por qué tendría que hacerlo?

– Son amigos.

– Ya se lo he dicho. Apenas nos conocemos.

– Guárdese la tarjeta -dijo Don saliendo del apartamento, cuya puerta cerró tras de sí.

Cuando se sintió lo bastante seguro de que el detective se había ido, Jake alzó la vista y vio salir a Stevie Guista del lavabo.

– Ha sido demasiado fácil -dijo Big Stevie.

– No tiene nada -dijo Jake.

Stevie leyó la tarjeta que Don le había dado a El Jockey.

– Podría haberte presionado mucho más -dijo Big Stevie-. Le rompí las costillas. Debería estar más cabreado que una mona.

Stevie se guardó la tarjeta de Don Flack y prosiguió:

– Tengo que salir de aquí. Comprueba que no haya nadie en el pasillo. Mira a ver si está ahí fuera.

– ¿Dónde vas a ir? -preguntó Jake caminando hacia la puerta.

– Tengo algo que hacer antes de que me pillen -dijo Stevie.

El Jockey abrió la puerta, echó un vistazo al rellano y se volvió hacia Stevie.

– No le veo.

Stevie había subido al apartamento de Jake por la escalera trasera, y hacia allí se dirigió tras detenerse para darle las gracias a El Jockey.

– De nada, ojalá hubiese podido hacer algo más -dijo Jake.

Stevie echó a andar cojeando hacia la escalera trasera.

– Feliz cumpleaños -dijo Jake.

Fue una estupidez decirlo. Lo sabía, pero tenía que decir algo. Vio cómo Stevie abría la puerta que daba a las escaleras y desaparecía. Entonces Jake fue hacia el teléfono y marcó un número.

Cuando respondieron, dijo:

– Acaba de irse. Creo que va a por ti.

– Dejemos clara una cosa. ¿Quiere que traicione a mi propio hermano? -preguntó Anthony Marco.

La sala de vistas de Riker’s Island, cubierta por una telaraña de cables, estaba abarrotada. Marco se había puesto un modesto traje oscuro y corbata azul claro, tenía las manos cruzadas y se hallaba sentado tras la mesa. Su abogado, Donald Overby, un prestigioso miembro del bufete Overby, Woodruff y Cole, estaba sentado al lado de su cliente. Overby era alto, delgado, tenía cincuenta años y llevaba el pelo cortado a estilo militar. Sus colegas le llamaban El Coronel porque ése había sido su rango cuando trabajó en la oficina del JAG en Washington durante la primera Guerra del Golfo. Su cliente, por el contrario, era conocido como El Chungo, aunque sólo a sus espaldas, porque de otro modo se corría peligro. Recordaba vagamente a Humphrey Bogart y disponía del mismo instinto para conservar en secreto su humana vulnerabilidad. Pero Anthony era irritable y peligroso, hacía gala de una energía impaciente y nerviosa, lo que le había llevado al segundo día de su juicio por asesinato.

El ayudante del fiscal del distrito que llevaba el caso era Carter Ward, un afroamericano con pinta de estadista, que estaba cerca de cumplir setenta años, corpulento y de voz profunda. Le hablaba al jurado muy despacio, con precisión y sencillez, y trataba a los testigos como si se sintiese decepcionado cuando parecían mentir.

Ward y Stella estaban sentados frente a Marco y Overby. Stella se sentía un poco mareada. Se había tomado dos aspirinas y una taza de té tibio antes de entrar. Tratándose de uno de los tres días más fríos del año, la temperatura en la sala le resultó opresivamente elevada.

– Ella es la CSI Stella Bonasera -dijo Ward con mucha calma-. Le he pedido personalmente que asistiese a esta reunión.

Lo cual era literalmente cierto. Ward le había pedido que fuese a Riker’s, pero Stella le había sugerido el plan y había hecho algunos ajustes que se aprobaron después de que ella y Ward los comentasen con el fiscal del distrito, quien deseaba que a Anthony Marco le pusiesen un mono anaranjado y lo encerrasen en la prisión del Estado. Una sentencia de muerte habría estado bien, pero dados los caprichos del sistema, los de narcóticos preferían una sentencia larga, muy larga, que la ciudadanía aceptase.

Marco asintió hacia Stella. Ella no le correspondió. Ward abrió su maletín y sacó una libreta de hojas amarillas.

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