– Fui al médico esta mañana -dijo Carmody-. Él me lo arregló. Ya me había roto la nariz con anterioridad.
– Tiene suerte de que el hueso no se le haya desplazado hacia atrás, hacia el cerebro -dijo Stella-. Le golpearon bien fuerte.
– Como ya le he dicho, me caí -insistió Carmody.
– ¿Estuvo en Brooklyn anoche? -le preguntó.
Carmody miró a su alrededor, a Danny y al policía uniformado que le había llevado hasta aquella habitación.
– Vivo en Brooklyn -dijo Carmody.
– ¿Conoce a Lynn Contranos?
– No.
– Necesitaremos una muestra de su sangre -dijo Stella tosiendo.
– ¿Para qué?
– Creo que Stevie Guista le hizo eso -dijo-. Sangró en el portal de Lynn Contranos. Recogimos muestras de sangre.
Carmody permaneció en silencio.
– ¿Conoce a Helen Grandfield? -preguntó.
– Claro.
– Ella es Lynn Contranos -dijo Stella.
– ¿Y qué? -dijo Carmody desinteresado.
– ¿Dónde está Guista?
– ¿Big Stevie? No lo sé. En su casa, o andará borracho por ahí. ¿Cómo iba yo a saberlo? Fue su cumpleaños. Ayer. Probablemente esté durmiendo la mona.
– Hablaremos de Stevie después de que hayamos comprobado que su sangre es la misma que encontramos en el portal. Arremánguese.
– ¿Qué pasa si digo que no…?
– El investigador Messer es muy cuidadoso -dijo Stella-. Si no quiere que lo hagamos aquí, le llevaremos a nuestro laboratorio, con una orden judicial. ¿Quién está hoy en el laboratorio?
– Janowitz -dijo Danny finalmente.
– No le gustaría Janowitz -aclaró Stella.
– Janowitz El Torpe -dijo Danny.
Carmody se arremangó.
Ned Lyons fue el empleado número doce en entrar en la oficina y tanto Danny como Stella supieron que habían dado en el blanco.
Lyons era delgado, bien constituido, con una cara ajada que le hacía parecer mayor de lo que indicaban sus treinta y cuatro años. Resultaba evidente que sentía dolor al caminar, a pesar de que intentaba ocultarlo.
– ¿Se encuentra bien? -dijo Stella cuando Lyons se sentó muy despacio en la silla frente a la mesa.
– Gripe estomacal -dijo.
– ¿Cree conveniente estar trabajando en una panadería con gripe estomacal? -preguntó.
– Tiene razón -dijo Lyons-. Debería decirle al jefe que estoy enfermo.
– Levántese la camisa, por favor -dijo Stella.
Lyons miró a su alrededor, suspiró y se levantó la camisa. El moratón en el plexo solar tenía el tamaño de un plato de postre. Estaba adquiriendo un tono morado, amarillo, rojo y azul.
– Y bien, ¿qué le dice esto? -preguntó Lyons.
– ¿Qué cenó anoche el señor Lyons? -le preguntó Stella a Danny, quien, mirando a Lyons, respondió:
– Pepperoni, salchichón y un montón de pasta -dijo Danny-. Al señor Lyons le gustan las salsas picantes.
– ¿Cómo saben lo que…? -empezó a decir Lyons.
– Abra la boca, señor Lyons -le ordenó Stella.
Un Ned Lyons de lo más confundido abrió la boca y Stella se inclinó hacia delante para echar un vistazo.
Cuando volvió a sentarse, dijo:
– Tenemos buenas noticias para usted. Hemos encontrado el diente que ha perdido.
En el tercer libro de Louisa Cormier, el asesino, el educado director de una oficina, había logrado abrir el candado del cuarto trastero que su tercera víctima tenía en el sótano utilizando unas tenazas de cortar hierro.
Louisa había descrito qué se sentía al cortar un candado y el ruido que éste provocaba al caer al suelo. Louisa sabía cómo utilizar unas tenazas de cortar hierro. El candado de la caja del club de tiro Drietch había sido cortado con unas tenazas. Tras examinar el candado había quedado claro. La mañana del asesinato, según el portero McGee, Louisa había salido a dar su habitual paseo acarreando una bolsa de Barnes & Noble, lo bastante grande para llevar en ella unas tenazas de cortar hierro como las que la autora describía en su libro.
No había ningunas tenazas en la colección de objetos que Louisa Cormier tenía en su biblioteca.
Tras treinta y dos minutos de búsqueda, nada de tenazas de cortar hierro ni de pistolas calibre 22. Lo que Mac encontró en el último cajón del escritorio de Louisa Cormier, sobre el que reposaba el ordenador, fue un manuscrito encuadernado. Mac lo dejó a la vista y Louisa Cormier protestó.
– Ése es el borrador de uno de mis primeros libros, cuando todavía utilizaba máquina de escribir. No llegué a publicarlo. Quería retomarlo, dejarlo en condiciones. Preferiría que usted no…
Louisa miró a su abogado, Lindsey Terry, quien acababa de llegar hacía unos minutos. Alzó la mano indicando que su clienta debía mantener su protesta.
Mac abrió la gruesa cubierta de color verde y observó la primera página.
– Vuelva a dejarlo donde estaba -dijo ella-. No tiene nada que ver con tenazas de cortar hierro o con armas.
Mac hojeó el manuscrito hasta la mitad aproximadamente y observó los dos agujeros redondos que atravesaban las páginas.
Señaló la página con el dedo.
– Nada siniestro -dijo Louisa-. Disparé al libro.
Mac ladeó la cabeza como un pájaro para examinar algo curioso que podía o no ser comestible.
– Cuando lo acabé -dijo-, me pareció odioso. Por aquel entonces vivía en Sidestock, Pensilvania, y trabajaba en un periódico local, haciendo otra clase de trabajos por libre para completar mi escaso sueldo. Leí el libro, a pesar de ser una bomba, un año de mi vida tirado a la basura. Así que me lo llevé al bosquecillo que había detrás de mi casa y le disparé. Creí que mi potencial vida como escritora estaba acabada antes de haber empezado. Fue un impulso.
– Pero no lo tiró -dijo Mac.
– No, no lo hice. No tenía por qué. Pero me libré de la desesperación. No podía permitirme librarme del manuscrito. Y me alegro de no haberlo hecho. El manuscrito me recuerda que las musas pueden fallar. Y ahora, creo que algún día seré capaz de reescribirlo.
– ¿Le importa si nos lo llevamos? -dijo Mac pasando hasta la última página del manuscrito-. Se lo devolveremos.
Louisa miró de nuevo a su abogado, quien permanecía en silencio a su lado. Terry era casi un anciano, se había jubilado hacía más de una década, pero retomó su carrera cuando comprendió que la pesca ya no le satisfacía como antaño. Anciano o no, Lindsey Terry era formidable. Era inteligente y sabía cómo sacar partido de su edad. Mac estaba convencido de que si se establecían cargos contra Louisa Cormier, él se haría a un lado y pondría el asunto en manos de un abogado de renombre.
– ¿Ese manuscrito tiene alguna relación con el crimen por el cual ha obtenido una orden de registro? -preguntó el abogado.
– Sí, señor -dijo Mac-. Creo que sí.
– No quiero que lo lea -dijo Louisa.
– ¿Será necesario que usted o alguno de sus compañeros lea el manuscrito de la señorita Cormier? -preguntó el abogado.
– Me he convertido en un admirador de su obra en estos dos días -dijo Mac fijándose en la primera página.
– ¿No puede…? -empezó a preguntar Louisa mirando al calvo y recién afeitado viejo que tenía al lado.
– No puedo -dijo Terry-. No puedo hacer otra cosa que advertir al detective Taylor de que se ha comprometido en un registro que podría verse contaminado si excede las condiciones.
– Lo entiendo -dijo Mac poniéndose en pie.
Aiden entró en la habitación. Antes de que Cormier o su abogado la viesen, asintió hacia Mac para indicarle que había encontrado algo.
– ¿Cómo se titula su siguiente novela? -preguntó Mac.
– La segunda oportunidad -respondió.
Aiden se acercó a la silla que Mac había dejado vacía y encendió el ordenador.
Читать дальше