Stuart Kaminsky - Muerte En Invierno

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El detective Mac Taylor es un eficaz investigador del C.S.I. convencido de que todo está relacionado y las personas siempre tienen una historia que contar. Él y su compañera, la detective Stella Bonasera, lideran un equipo de expertos en el cambiante e inestable mundo de la ciudad de Nueva York. Estos dotados investigadores, que ven Nueva York bajo una luz única, siguen las pruebas al tiempo que reúnen pistas y eliminan dudas para, finalmente, resolver los casos. El cuerpo de un hombre de mediana edad aparece en el ascensor de un lujoso edificio del Upper East Side. En un primer momento, Mac Taylor y Aiden Burn no encuentran balas, ni restos de ADN, ninguna pista. Podría tratarse del crimen perfecto Mientras tanto, a unas pocas manzanas, Stella Bonasera y Danny Messer investigan el asesinato de una mujer protegida por el programa de testigos. Los agentes de la ley encargados de su seguridad aseguran que la víctima pasó la noche en su dormitorio del hotel y que la encontraron muerta por la mañana. El equipo C.S.I. de Nueva York deberá reunir las pruebas y resolver estos dos sorprendentes crímenes.

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Había luces encendidas dentro de la casa. Volvió a llamar, intentando no respirar hondo. El médico que le había vendado las costillas, el doctor Singh, le había dicho que se tomase una de las tabletas de hidrocodeína y se metiese en la cama. Don había cumplido a medias sus indicaciones. Se tomó una tableta en cuanto salió del hospital.

Abrieron la puerta. La calidez de la casa salió a su encuentro y se vio frente a una guapa adolescente morena con un libro en la mano.

– ¿Sí? -preguntó.

– ¿Está el señor Taxx en casa? -le preguntó.

– Sí -dijo la chica-. Ahora le aviso. Entre.

Flack cruzó la puerta y la cerró.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó la chica.

– Estoy bien.

Ella asintió y entró en la habitación que se abría a la derecha diciendo:

– Papá, alguien ha venido a verte.

La chica volvió a mirar de inmediato a Flack.

El calor del interior, la punzada de dolor y la hidrocodeína se mezclaron en el cuerpo del detective. Se balanceó ligeramente.

– ¿Está enfermo? -preguntó la chica.

– Estoy bien -mintió.

Ed Taxx salió de la habitación segundos después. Llevaba puestos unos vaqueros arremangados por abajo y una sudadera de los New York Jets.

– Flack -dijo-, ¿estás bien?

– Sí. ¿Podemos hablar?

– Claro -dijo Taxx-. Pasa. ¿Quieres café, té o alguna otra cosa?

– Café -dijo Flack siguiéndole y controlando una mueca de dolor.

– ¿Podrías traerle una taza de café al detective Flack? -le preguntó Taxx a la joven.

La chica asintió.

– ¿Con leche, azúcar…?

– Solo -respondió Flack mientras Taxx se iba en una dirección y su hija en otra.

Pasaron a un pequeño y despejado salón. Los muebles no eran nuevos, pero tenían buen aspecto, todo estaba limpio y había flores; era la habitación de una mujer. Dos sofás, casi iguales, estaban colocados uno frente a otro con una mesita baja de color gris entre ellos y ejemplares recientes del Entertainment Weekly y del Smithsonian Magazine encima.

Taxx se sentó en uno de los sofás. Flack tomó asiento en el de enfrente.

– Cliff Collier ha muerto -dijo Flack.

– Me han llamado -dijo Taxx sacudiendo la cabeza-. ¿Hay alguna pista sobre el asesino?

– Yo le he disparado al asesino -dijo Flack mirándole a los ojos-. Pero anda suelto. Escapó.

– No conocía bien a Collier -dijo Taxx-. Compartimos turno de vigilancia dos noches. ¿Erais amigos?

– Fuimos juntos a la Academia -dijo Flack intentando no moverse, sabiendo que el resultado sería una sorda punzada de dolor en el pecho.

La muchacha regresó con dos tazas amarillas idénticas y dos posavasos de corcho. Dejó las tazas frente a cada uno de ellos.

– Gracias, cariño -dijo Taxx sonriéndole a su hija.

– Vuelvo a mi cuarto -dijo ella-, a menos que…

– Puedes marcharte -dijo Taxx.

La chica echó la vista atrás una última vez y salió lentamente, con la esperanza, pensó Don, de escuchar algún ramalazo de la conversación entre su padre y aquel inesperado visitante.

– Mi esposa está jugando al bridge en una casa de aquí al lado -dijo Taxx.

Permanecieron unos segundos en silencio, bebiendo café.

– ¿Tienes problemas? -preguntó Flack.

Taxx se encogió de hombros.

– Asuntos Internos está investigando -dijo-. Posiblemente reciba una reprimenda y me jubilarán dentro de un año, no quiero volver a trabajar en la calle. No puedo decir que me preocupe mucho. Alguien tiene que cargar con la culpa de haber perdido a una testigo estrella.

Frank dio un sorbo al café. Estaba caliente, pero no quemaba.

– Me da la impresión de que los periódicos y la televisión querrán ver en el asesinato de Cliff su implicación con el asesinato de Alberta Spanio, o sea, que lo mataron para que no hablase -dijo Don.

– No lo creo -respondió Taxx dándole un sorbo a su taza-. No le conocía bien, pero estuve allí. No tuvo nada que ver con el asesinato de Alberta Spanio.

– Entonces, quien mató a Cliff creía que había visto o sabía algo -dijo Flack-. O que se había supuesto algo. Lo que yo realmente creo es que Cliff estaba siguiendo una pista por cuenta propia y le pillaron.

– Para mí tiene sentido.

– Quienquiera que lo hiciese, tal vez ahora vaya a por ti.

Taxx asintió y dijo:

– He estado pensando en eso. Pero no le encuentro razón alguna.

Flack le preguntó a Taxx qué había ocurrido en el hotel.

– Ya te lo dije -dijo Taxx-. Llamamos a su puerta.

– ¿Llamasteis?

– Creo que llamó Collier. Yo dije su nombre. No hubo respuesta. Collier tocó la puerta y me miró. Me pidió que la tocase. Lo hice. Estaba fría.

– ¿De quién fue la idea de echar la puerta abajo?

– No lo hablamos -dijo Taxx-. Simplemente, lo hicimos. Cuando estábamos dentro, Collier corrió hasta el lavabo y yo fui hacia la cama de Alberta.

– ¿Por qué fue al lavabo?

– Llegaba un aire muy frío desde allí -dijo Taxx-. Nos miramos y asentimos, algo así. Ya sabes cómo van las cosas cuando estás en el terreno.

– Sí -dijo Flack-. ¿Por qué fue él al lavabo y tú a ver el cuerpo?

Taxx tenía la taza de café en la mano.

– No lo sé. Salió así. Le vi correr al lavabo. Me tocó la cama.

– ¿Cuánto tiempo estuvo allí metido?

– Cinco, diez segundos -dijo Taxx-. Flack, ¿qué te pasa? Pareces…

– El tipo que mató a Cliff se tiró encima de mí antes de que le disparase. Tengo dos costillas rotas.

– ¿Y has conducido hasta aquí?

– No ha sido tan difícil.

– ¿Quieres pasar la noche aquí? -le preguntó Taxx-. Tenemos una habitación libre.

– No, gracias -dijo-. Estoy bien. Cuando Alberta Spanio se fue a la cama, ¿qué hizo?

– Lo mismo que las tres noches anteriores -dijo Taxx-. Comprobamos las ventanas para asegurarnos de que estaban cerradas.

– ¿Quién lo hizo?

– Los dos -afirmó Taxx.

– ¿Quién comprobó la ventana del lavabo?

– Collier. Después salimos, y Alberta cerró la puerta. Oímos el pestillo.

– ¿No hubo ruidos durante la noche? -preguntó Flack.

– ¿En su habitación? No.

– ¿Y en alguna otra parte?

– No.

– Tal vez haya que traer a alguien para que vigile tu casa hasta que pillemos al tipo que mató a Cliff.

– Estoy bien armado -dijo Taxx-. Sé cómo usar mi pistola.

– Podrías llevarla encima y dejarla en la mesita de noche.

Taxx se levantó la sudadera de los Jets y dejó a la vista la pequeña pistolera con el arma prendida de su cinturón. Después se bajó la sudadera.

– Tuve la misma idea cuando supe lo que le había pasado a Collier, pero no puedo imaginar qué fue lo que oímos o vimos Collier y yo que provocara que Marco enviase a uno de los suyos para acabar con nosotros. Sin duda tiene que saber que las noticias de la mañana hablarán de esto y que lo crucificarían si me pasase algo. ¿Más café?

– No, gracias -dijo Flack poniéndose en pie muy despacio.

– ¿Seguro que no quieres pasar la noche aquí?

– No, gracias.

– Cuídate -dijo Taxx acompañándole hasta la puerta.

– Intenta pensar en algo que tal vez hayas olvidado o pasado por alto -dijo Flack.

– Lo he hecho, he repasado cada minuto, pero… Seguiré intentándolo -dijo Taxx-. Ten mucho cuidado ahí fuera esta noche.

Flack atravesó la puerta y se adentró en la noche helada. La puerta se cerró a su espalda privándole del último instante de calor. Algo se le había pasado por alto. Lo sabía, podía sentirlo.

Ahora se iría a casa en coche, despacio, sabiendo que el dolor iba ganando la partida, al menos de momento, hasta que llegase a casa y pudiese tomarse otra tableta de hidrocodeína. Por la mañana, hablaría con Stella para saber si tenía algo nuevo. El resto de la actividad de la mañana dependería de si habían atrapado o no a Stevie Guista.

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