Stevie disponía de una oportunidad. Le habían disparado. Era posible que los vecinos hubiesen oído el ruido. ¿Debía matar al policía? ¿Tenía la fuerza suficiente para hacerlo? ¿Perdería más sangre y aumentaría el dolor? ¿Y qué iba a ganar matando a otro policía?
No tenía opción. Stevie echó a correr renqueante hacia la puerta y el rellano.
Tras él escuchó cómo el policía intentaba ponerse en pie. La puerta del apartamento al otro lado del rellano se abrió. Allí estaba Lilly, mirándole.
– Estaré bien -dijo el hombre-. Vuelve dentro. Cierra con llave.
– Estás herido -dijo con voz lastimera al ver la herida en su pierna.
La niña empezó a llorar.
Le echó un vistazo al policía que trataba de ponerse en pie.
– Nunca nadie había llorado por mí -dijo.
Sonrió con la cara cubierta de sangre y los dientes teñidos de rojo.
Stevie reemprendió la carrera sin mirar atrás. Metió la mano en el bolsillo y encontró el perro de arcilla. Lo apretó con fuerza, pero no tanto como para romperlo.
Mac y Stella no se toparon con Stevie por cuestión de un par de minutos. Vieron las gotas de sangre en la escalera mientras subían. No sabían de quién era aquella sangre, pero estaban convencidos de que, sin duda, era de alguien que bajaba, no que subía. La sangre dejó un pequeño rastro que ellos fueron siguiendo en dirección contraria.
Cuando llegaron a la puerta del apartamento de Stevie, Mac ya había sacado el arma.
La niña con la que había hablado horas antes estaba arrodillada junto a Don Flack, que se encontraba sentado en el suelo, con una mueca de dolor en el rostro.
– Tengo una o dos costillas rotas -dijo-. Guista no puede haber ido lejos. Salió hace un par de minutos. Le disparé.
Stella se acercó a Don y Mac se dio la vuelta, pistola en mano, dispuesto a seguir el rastro de sangre.
La mujer, alta, guapa, con el pelo corto de color rubio platino, de unos cuarenta y cinco años, llevaba un traje gris, blusa blanca y un sencillo collar de perlas falsas alrededor del cuello. Evidenciaba tener clase en medio de aquel fuerte olor a pan. El lejano sonido de voces atravesaba las puertas que, al fondo del pasillo, conducían al horno de la panadería.
Danny quiso ajustarse las gafas, pero no lo hizo. Por alguna razón, supuso que aquella mujer habría interpretado el gesto como una muestra de inseguridad.
– ¿Por qué desea ver al señor Marco? -le preguntó sin apartar la vista del agente uniformado a la espalda de Danny. El agente en cuestión era ancho de hombros, era un policía experimentado de piel morena. Se llamaba Tom Martin. Miró a la mujer a los ojos sin parpadear.
Una de las primeras lecciones que había aprendido en la Academia, veinte años atrás, era que cuando uno se topa con un individuo duro de pelar no hay que parpadear. Literalmente y también en sentido figurado: no hay que parpadear. Su instructor, un veterano muy condecorado, le había sugerido que observase los ojos de las estrellas de cine.
«Charlton Heston, Charles Bronson», le dijo su instructor. «No parpadean. Forma parte de su secreto. Hazlo tuyo.»
Martin sabía dónde estaba y por qué. No esperaba tener que afrontar problemas, pero en otras ocasiones se había enfrentado a situaciones aparentemente inocentes que acababan transformándose en una absoluta locura. De ese modo había adquirido la cicatriz rosada que lucía en el mentón y también un montón de experiencia.
– El señor Marco está ocupado -dijo la mujer, que ni siquiera se presentó.
– Sólo quiero echar un vistazo en la panadería y hacer unas cuantas preguntas -dijo Danny.
– Yo puedo responder a sus preguntas -dijo ella.
– ¿Steven Guista está aquí?
– Libra hoy y mañana -respondió-. Es su cumpleaños. El señor Marco recuerda los cumpleaños de sus empleados más fieles.
Danny asintió.
– ¿Está aquí su furgoneta? -preguntó Danny.
– No. El señor Marco ha dejado que la use el día de su cumpleaños.
– ¿Una furgoneta? -preguntó Danny.
– Es una furgoneta pequeña de reparto.
– Me gustaría ver la panadería y al señor Marco ahora -dijo Danny-. Puedo volver con una orden de registro.
– Lo siento, pero… -empezó a decir.
– ¿Venden pan?
– A eso nos dedicamos -dijo ella.
– Me gustaría comprar una barra recién hecha.
Ladeó ligeramente la cabeza intentando decidir si estaba bromeando o no.
– ¿De qué clase? -preguntó.
– Una de las que reparte Guista.
– Tenemos ocho clases diferentes de pan.
– Pues una de cada -dijo Danny-. Las pagaré.
– Espere aquí -dijo echando a andar a toda prisa hacia las puertas del horno, taconeando sobre las baldosas.
La puerta de la oficina estaba a la izquierda de donde se encontraban los agentes. Podía leerse el nombre de Dario Marco en letras doradas. Danny miró a Martin, quien asintió y abrió la puerta. Entraron dentro y se encontraron en una pequeña recepción con las paredes cubiertas con paneles de madera. Sobre el escritorio había una placa con un nombre: Helen Grandfield.
Tras el escritorio había una puerta. Desde detrás de ésta llegó la voz de un hombre. Danny y Martin caminaron hacia allí. Danny llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta.
Dario Marco, delgado, con pantalones anchos y la camisa abierta hasta el pecho, estaba sentado frente a su mesa hablando por teléfono. Le habían interrumpido. Se detuvo de golpe, miró a los dos hombres y dijo:
– Te llamo luego.
Colgó el aparato y se volvió para encarar a Danny y a Martin.
– No recuerdo haber dicho que podían pasar -dijo.
Debía de tener sesenta y pocos años, y llevaba el pelo obviamente teñido. En su juventud probablemente fue un hombre bien parecido, pero los kilos de más y todo lo que hubiese hecho durante su vida se habían cobrado un precio en sus flácidos rasgos.
– Lo siento -dijo Danny.
– ¿Qué desean?
– ¿Cuándo fue la última vez que habló con su hermano? -preguntó Danny.
Marco miró al policía, quien no apartó la vista. Marco ganó. Estaba mejor entrenado. Marco parpadeó y se volvió hacia Danny, dando a entender, al mirar de arriba abajo al investigador del CSI, que no estaba impresionado.
– ¿Cuál de ellos? -preguntó Marco.
– Anthony.
Marco negó con la cabeza.
– Anthony es la oveja negra de la familia -dijo Dario Marco-. No hablamos. Ni siquiera fui a visitarle a la cárcel.
Retó a Danny con la mirada. Había un montón de maneras de comunicarse con un preso.
– Compruebe sus llamadas de teléfono, el registro de visitas -dijo Dario.
– Ya lo hicimos.
– Entonces, ¿qué más quieren?
– Steven Guista -dijo Danny.
– Hoy libra. Es su cumpleaños. Le he dado dos días libres. He tenido que despedir a siete de los panaderos y reducir la producción a la mitad desde que empezó la moda de las dietas. El pan es el chico malo. ¿Se imagina? Cosas de la vida. Pero si aparece en la mismísima Biblia, por amor de Dios. ¿Qué quieren de Stevie? ¿Ha hecho algo?
– Nos gustaría hablar con él y echar un vistazo a su furgoneta -dijo Danny.
– La tiene él.
– Lo sé. Nos lo ha dicho su secretaria.
– Helen es mi ayudante.
Se abrió la puerta y entró la mujer con una gran bolsa blanca de papel.
– Lo siento -le dijo a Marco.
No parecía arrepentida. Marco se encogió de hombros. Ella le entregó la bolsa a Danny.
– Si no le importa, me gustaría entrar y elegir yo mismo el pan -dijo Danny.
– ¿Acaso cree que he salido a la calle a comprarlo? -preguntó ella.
Danny se encogió de hombros y no pudo resistir el impulso de colocarse bien las gafas.
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