Stuart Kaminsky - Muerte En Invierno

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El detective Mac Taylor es un eficaz investigador del C.S.I. convencido de que todo está relacionado y las personas siempre tienen una historia que contar. Él y su compañera, la detective Stella Bonasera, lideran un equipo de expertos en el cambiante e inestable mundo de la ciudad de Nueva York. Estos dotados investigadores, que ven Nueva York bajo una luz única, siguen las pruebas al tiempo que reúnen pistas y eliminan dudas para, finalmente, resolver los casos. El cuerpo de un hombre de mediana edad aparece en el ascensor de un lujoso edificio del Upper East Side. En un primer momento, Mac Taylor y Aiden Burn no encuentran balas, ni restos de ADN, ninguna pista. Podría tratarse del crimen perfecto Mientras tanto, a unas pocas manzanas, Stella Bonasera y Danny Messer investigan el asesinato de una mujer protegida por el programa de testigos. Los agentes de la ley encargados de su seguridad aseguran que la víctima pasó la noche en su dormitorio del hotel y que la encontraron muerta por la mañana. El equipo C.S.I. de Nueva York deberá reunir las pruebas y resolver estos dos sorprendentes crímenes.

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– Voy a por mi maletín -dijo.

Les llevó veinte minutos llegar al apartamento de Guista. Habían pasado muchas cosas en esos veinte minutos.

Don Flack examinó con mucha atención el pequeño apartamento de Guista, escuchando también el ruido de pasos proveniente del rellano. Allí podría haber vivido un monje.

Había un sucio sillón reclinable de color verde en el pequeño salón, encajado junto a la puerta que daba al recibidor. Presentaba una profunda concavidad en el medio, lugar que indicaba dónde debía de pasar Guista la mayor parte del tiempo. Un pequeño televisor Zenith en color reposaba sobre una vieja cajonera frente al sillón.

Había una mesa de fórmica con patas de aluminio en la cocina y tres sillas a juego con asiento y respaldo de plástico. La nevera tenía muy pocas cosas en su interior, y en el armario guardaba tres tazas de café, cuatro platos y un par de pesados vasos. Bajo el fregadero, una olla y una desconchada sartén con base de teflón.

El dormitorio era diminuto. La gran cama, muy bien hecha con una colcha verde y cuatro almohadas, ocupaba la mayor parte del espacio. No había libros ni revistas sobre la mesita de noche. En la pared, a los pies de la cama, colgaba un cuadro en el que se veía tres caballos comiendo hierba en un pasto despejado.

El pequeño lavabo tenía una antigua bañera mucho más grande de lo que cabría esperar, con patas en forma de garra y viejos mangos de porcelana.

Lo que más le sorprendió a Flack del apartamento es que parecía inmaculadamente limpio, casi séptico, como si nadie viviese en él. No había mucha ropa en los cajones del armario. A Guista parecía gustarle el color verde, tanto para sus calcetines y camisas como para los escasos muebles.

Don regresó a la zona del salón-cocina y se sentó en una de las sillas frente a la mesa de fórmica, mirando hacia la puerta de entrada.

Se preparó para pasar el resto del día y de la noche en aquel pequeño apartamento.

En el otro extremo del rellano, Big Stevie y Lilly compartían fiesta, comían y empezaron a ver en la tele la reposición de un capítulo de la serie «Gunsmoke», uno de los emitidos en blanco y negro con Dennis Weaver en el papel de Chester.

Stevie quería quedarse. Había hecho suficiente para un solo día, más que suficiente. Esperaba que lo valorasen. No esperaba una bonificación. Un pequeño gesto de valoración serviría. Y además era su cumpleaños.

Pero en ese momento tenía que pensar. Había alguien en su apartamento, un hombre, esperándole, escudriñando en su ordenado vestuario, sus pantalones, camisas y chaquetas, sus tazas de café y su bote de cereales.

Big Stevie sabía que tenía que largarse, pero estaba a gusto sentado con Lilly, comiéndose lo que quedaba de pastel, bebiendo zumo de naranja.

Seguramente se trataba de la policía. Pero era demasiado pronto para que lo hubiesen encontrado. De hecho, no esperaba que lo hicieran, pero allí estaban.

Entonces se le ocurrió otra cosa. Intentó no pensar en ello. Pero, ¿qué pasaría si no fuesen policías? ¿Qué pasaría si el señor Marco hubiese decidido que había que quitar de en medio a Big Stevie, que podía irse de la lengua? ¿Y si el señor Marco había pensado que Big Stevie era ya demasiado mayor para ese trabajo? No, no podía ser. No podía pasar. Pero quién podía asegurarlo…

Stevie tenía que entrar en su apartamento y descubrirlo. Tenía que hacerse con las pocas cosas que le importaban y marcharse a otra parte. Hablaría con Marco y se iría a Detroit o Boston. Conocía ambas ciudades.

– No tengo miedo -dijo Lilly.

– ¿Qué?

– El hombre que está escondido en el granero no va a matar a Marshall Dillon -le explicó la niña-. La música te lo hace creer, pero si matan a Marshall Dillon, no habría más programas y sabemos que hubo un montón más.

– Eres inteligente -dijo Stevie acariciándole la cabeza con la mano.

– Más inteligente que la media de los osos -dijo ella.

Stevie no lo entendió.

Acabó el capítulo. Marshall Dillon le disparó al chico malo escondido en el granero. Stevie se puso en pie. Tenía que descubrir la verdad.

– Quédate aquí. Tal vez oigas algún ruido en el rellano, pero quédate aquí. Cierra la puerta con llave cuando salga.

– ¿Tienes que irte?

– Cosas de trabajo.

– El hombre que espera en tu apartamento.

– Sí.

– ¿Volverás cuando hayas acabado con él?

– Hoy no.

Se metió las manos en los bolsillos y sacó el perro de arcilla pintado de blanco que ella le había regalado.

– Gracias -dijo alzándolo.

– ¿De verdad te gusta?

– Es el mejor regalo de cumpleaños que me han hecho nunca -dijo volviendo a guardar el perro en el bolsillo.

Stevie bajó el volumen del televisor y caminó hacia la puerta. La abrió lentamente, sin hacer ruido, ante la atenta mirada de Lilly.

– Cierra con llave -susurró.

Ella asintió, le siguió hasta la puerta y cerró en cuanto salió.

En el rellano, Stevie permaneció inmóvil durante unos segundos y después caminó con mucho sigilo hasta la puerta de su apartamento. El tipo que estaba dentro, ¿habría dejado la puerta abierta? Probablemente, no. Querría oír cómo Stevie introducía la llave en la cerradura y la giraba. Por eso Stevie decidió lanzarse contra la puerta.

Don debería haber estado preparado, pero aquel gigantesco hombre voló a través de la puerta hecha añicos demasiado rápido para él y le embistió antes de que pudiese sacar el arma.

Cuando iba a ponerse en pie, el hombre se dejó caer sobre él con todo su peso.

– Soy policía -jadeó Don.

El hombre grande estaba encima del detective, al que había clavado al suelo. Le dolía la espalda porque se había hincado una de las patas de la silla.

Stevie se sintió aliviado. Marco no había enviado a nadie a matarlo. Podía manejarse con la policía. Llevaba muchos años haciéndolo. Anthony Korncoff, que se había pasado toda la vida entre rejas, dijo en una ocasión que la capacidad de sobrevivir de Stevie se debía en gran medida a su relativa falta de inteligencia.

«Todo tú eres instinto animal», le dijo Korncoff.

Stevie lo tomó como un cumplido. Veía siempre el lado sencillo. No tenía otro remedio. Una vez que mentía, se aferraba a esa mentira. Nunca se ponía nervioso. No iba a ponerse nervioso ahora.

– ¿Qué quieres? -preguntó Stevie.

– Deja de aplastarme y te haré un par de preguntas -dijo Don intentando pasar por alto el dolor que le producía el peso de aquel hombre.

– ¿Preguntas sobre qué? -insistió Stevie.

Era posible que el hombre que aplastaba a Don contra el suelo hubiese matado a Cliff Collier horas antes. Y sin duda tenía algo que ver con el asesinato de Alberta Spanio. Existían serias probabilidades de que si Don le comentaba algo de eso, aquel tipo enorme le matase.

– Déjame respirar -dijo Don con un hilo de voz.

Stevie se lo pensó dos veces y se retiró. Fue un error. Don se dispuso a sacar el arma de la pistolera bajo su chaqueta cuando los dedos de Stevie le rodearon el cuello.

Don pudo sentir los gruesos pulgares apretándole el cuello, profundizando, con rapidez. Disparó. No estaba seguro de hacia dónde había apuntado el arma. Esperaba haberlo hecho hacia Stevie Guista.

Stevie gruñó y aflojó los pulgares ligeramente. Don le golpeó en la nariz con la culata de la pistola y Stevie se puso en pie con piernas temblorosas. Sangraba por la herida de bala en el muslo de su pierna izquierda y también por la nariz rota.

Don se echó hacia atrás sobre el suelo. No quería herir de gravedad a aquel hombre, pero no iba a tener otra opción.

Dudó. Big Stevie le dio un golpe en la mano y la pistola salió volando. Aterrizó en el fregadero de la cocina.

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