Stuart Kaminsky - Muerte En Invierno

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El detective Mac Taylor es un eficaz investigador del C.S.I. convencido de que todo está relacionado y las personas siempre tienen una historia que contar. Él y su compañera, la detective Stella Bonasera, lideran un equipo de expertos en el cambiante e inestable mundo de la ciudad de Nueva York. Estos dotados investigadores, que ven Nueva York bajo una luz única, siguen las pruebas al tiempo que reúnen pistas y eliminan dudas para, finalmente, resolver los casos. El cuerpo de un hombre de mediana edad aparece en el ascensor de un lujoso edificio del Upper East Side. En un primer momento, Mac Taylor y Aiden Burn no encuentran balas, ni restos de ADN, ninguna pista. Podría tratarse del crimen perfecto Mientras tanto, a unas pocas manzanas, Stella Bonasera y Danny Messer investigan el asesinato de una mujer protegida por el programa de testigos. Los agentes de la ley encargados de su seguridad aseguran que la víctima pasó la noche en su dormitorio del hotel y que la encontraron muerta por la mañana. El equipo C.S.I. de Nueva York deberá reunir las pruebas y resolver estos dos sorprendentes crímenes.

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– Está bien -dijo Marco-. Enséñales a estos señores el horno y después enséñales dónde está la puerta.

Volviéndose hacia Danny, añadió:

– No más preguntas. Si vuelven por aquí, háganlo con una orden judicial.

Helen Grandfield se dio la vuelta y acompañó a los agentes hasta la puerta. La siguieron por el pasillo y atravesaron las puertas que daban a la panadería. El olor a pan cocido era fuerte, bueno y reconfortante.

– Elijan lo que quieran -dijo Helen mientras una docena de panaderos y ayudantes, todos ellos con delantales y gorros de papel de color blanco, les miraban y después retomaban el trabajo.

Danny guardó panecillos y barras de pan en otra bolsa blanca de papel, después dejó las dos bolsas en el suelo mientras recogía una muestra de harina de la mesa sobre la que reposaba la masa de pan sin cocer esperando para entrar en el horno. Introdujo la harina en otra bolsa.

– Gracias -dijo Danny pasándole su maletín a Martin y alzando del suelo las dos bolsas de papel con pan.

Martin se fijó en que el agente del CSI agarraba las bolsas con los dedos por encima del borde. Danny Messer quería conservar las huellas dactilares de Helen Grandfield.

– ¿Eso es todo? -preguntó ella.

– Eso es todo -asintió Danny.

Fue hacia la puerta de la panadería junto a Martin. Helen Grandfield no los siguió. Antes de salir, Danny escaneó de forma automática las paredes, el suelo, escuchó, olió… Habían recorrido unos cuatro metros del pasillo, dejando atrás la puerta de la oficina de Marco, y se hallaban frente a otra oscura puerta de oficina, cuando Danny se detuvo y bajó la vista. Martin hizo lo mismo y vio cómo Danny apoyaba una rodilla en el suelo.

Había dos oscuras líneas de unos treinta centímetros de largo y separadas por unos trece centímetros. Abrió su maletín e hizo unas cuantas fotografías de las marcas y después tomó muestras del material de los arañazos.

Cuando ya casi había acabado, se abrió la puerta de la panadería al fondo del pasillo. Danny y Martin miraron a Helen Grandfield.

Ella miró a Danny a los ojos desde la distancia. A él no le importaba ser el primero en parpadear. No estaba para esa clase de cosas. Lo que le importaban eran aquellas marcas, que podían ser, debido al color, a la textura y al olor, las marcas de los tacones de unos zapatos.

10

Mac llegó a la calle a tiempo de ver salir de la zona de carga y descarga, junto a una tienda, la pequeña furgoneta blanca con las letras de la panadería Marco impresas en la puerta de atrás.

Echó a correr, casi resbaló al pisar la capa de hielo bajo la nieve, y llegó a la zona de carga y descarga a tiempo de ver la pequeña furgoneta blanca girar derrapando hacia la derecha en la esquina, a unos treinta metros de distancia.

Stella llegó a su altura. Ninguno de los dos jadeaba, pero el aire frío les dolía en los pulmones. Ambos sabían que para cuando llegasen a su coche y salieran tras Guista, él les habría despistado.

Mac bajó la vista para fijarse en el trozo de calle sobre el que había estado la entrada del conductor de la furgoneta. La mancha de sangre era del diámetro de una lata de refresco. Guista sangraba ahora de manera más abundante. Su carrera hasta la furgoneta había empeorado el estado de la herida.

Stella llevaba un pequeño kit de trabajo en el bolsillo. Se agachó cerca de la mancha de sangre, tomó una muestra y la introdujo en un tubito. Hizo lo mismo con una segunda muestra y después guardó los tubitos en su kit de bolsillo.

Varias personas se detuvieron para mirarles, pero sólo durante unos segundos. Hacía demasiado frío.

– ¿Y ahora? -preguntó Stella levantándose, intentando disimular que le dolían los brazos y las piernas.

– Telefonearemos a los hospitales -dijo Mac al tiempo que un coche con cadenas ilegales para nieve pasaba a su lado-. Llamaremos para que busquen la furgoneta.

– Está sangrando mucho -dijo Stella observando la mancha oscura-. Tal vez no llegue a un hospital.

– Tal vez no lo intente -replicó Mac-. ¿Y Flack?

– Costillas rotas. Guista se le tiró encima. Estará bien. He llamado a una ambulancia.

– Voy con él -dijo Mac encaminándose al edificio de apartamentos-. Vuelve al laboratorio y haz las llamadas telefónicas. Yo…

El móvil de Mac empezó a sonar. Lo sacó del bolsillo y apretó el botón verde. Stella echó a andar deprisa delante de él hacia el coche, que estaba aparcado a una manzana de distancia.

– Sí -dijo Mac.

– He encontrado la bala en el hueco del ascensor -dijo Aiden-. Tenías razón.

– Me pondré con eso en cuanto llegue.

– Eso no es todo -prosiguió Aiden-. Danny ha encontrado algo que te va a interesar.

– Dile que voy de camino -dijo Mac.

Se encontraron casi dos horas después. Eran cerca de las siete. Aiden no había podido ducharse. Dos bolsas de panecillos y pan de la panadería Marco’s del Bronx descansaban sobre la mesa.

Después de llevar a Flack al hospital para que lo examinasen con rayos X y le vendasen las costillas, Mac compró unos gyros y bebida en un restaurante griego cercano.

Comieron despacio, excepto Stella, que se limitó a mordisquear la corteza de su pan de pita.

– Las marcas de los tacones que encontré en la panadería pertenecen a los zapatos de Collier -dijo Danny-. Lo he comprobado. Debieron de estrangularlo allí.

Mac miró a Aiden.

– La bala que mató a Lutnikov es de un calibre 22 -dijo ella.

– Louisa Cormier tiene un 22 -dijo Mac.

– Pero no había sido utilizado -respondió Aiden.

– Tal vez tenga otro -añadió Mac-. O bien se libró del utilizado y lo reemplazó por el que vimos.

– Cubriéndose así las espaldas -dijo Stella.

– Escribe novelas de misterio.

– Tendríamos que haber comprobado el registro de la pistola que nos enseñó. ¿Tenemos indicios suficientes para pedir una orden? -preguntó Aiden.

– No -dijo Mac-. ¿Te fijaste en las manos de Louisa Cormier cuando hablamos con ella?

– Las tenía limpias -dijo Aiden encogiéndose de hombros.

– Se las había frotado -aclaró Mac-. Tenía las manos rojas. ¿Por qué?

Mac miró a su alrededor y esperó.

– Lady Macbeth -respondió Danny.

– Escritora de misterio -dio Stella-. Residuos. Residuos de disparo. Temía que los encontrásemos.

Mac alzó el informe sobre residuos de disparo que Aiden había preparado.

Durante un disparo, los gases que escapan dejan un residuo en la mano y la ropa de quien dispara, principalmente plomo, bario y antimonio.

– No pudo haberlo limpiado todo -dijo Aiden.

Todos sabían que podían tomar muestras de la piel de Louisa Cormier y después examinarlas en el laboratorio de absorción atómica con un microscopio electrónico.

– Tal vez no sabe que no puede limpiarlo por completo -dijo Mac-. Si busca más información en internet y empieza a escudriñar, probablemente haya quemado la ropa que llevaba.

– ¿Entonces? -preguntó Danny-. ¿Podemos obligarla a someterse a una prueba con GSR?

– No con las pruebas de las que disponemos -dijo Aiden-, pero tal vez podamos ponerla nerviosa para que cometa un error.

– ¿Cómo? -preguntó Danny.

– Le mentiremos -dijo Aiden-. Mac es el mejor mentiroso que conozco.

– Gracias -dijo Mac-. Será lo primero que hagamos mañana por la mañana. ¿Alguna novedad sobre Guista?

– Todavía nada -respondió Stella.

– ¿Qué tal está Don? -preguntó Danny.

– Fuera del hospital -dijo Mac-. El médico le dijo que se fuera a casa y le dio un par de analgésicos. Probablemente ya esté metido en la cama.

Mac estaba equivocado.

Don Flack, intentando no temblar, estaba frente a una pequeña casa en Flushing, Queens. Llamó al timbre. Eran las nueve pasadas. La noche había hecho descender la temperatura por debajo de los 17 ºC bajo cero, y eso sin contar el viento cortante.

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