En la libreta había escrito:
«Uno, llamar al agente de Cormier. Preguntarle sobre el calibre 22 que, supuestamente, le dio. Preguntarle por los manuscritos que le entrega. ¿En disquete? ¿Impresos?
»Dos, ¿tenemos indicios suficientes para pedir una orden de registro del apartamento de Cormier? Hablarlo con Mac.
»Tres, averiguar más cosas sobre el pasado de Cormier.
»Cuatro, hablar con todos los inquilinos que usan el ascensor. Averiguar si tienen alguna pistola calibre 22. Podemos equivocarnos con Cormier. Aunque no lo creo».
No había quedado gran cosa de la bala, pero sí lo suficiente para hacerla coincidir con el arma si la encontraban.
Atendió a medias a The Daily Show, intentando descubrir si había pasado por alto algo. Tomó unas cuantas notas más cuando el programa acabó, después sintonizó la ABC para ver Nightline. Esa noche se hablaba sobre los asesinos en serie, y se preguntaba si eran una representación del mal. Los invitados eran un abogado, un analista del FBI, un psicólogo y un psiquiatra.
Aiden apagó el televisor con el mando a distancia. Ella sabía que el mal existía. Lo había visto con sus propios ojos, sentado al otro lado de una mesa. Había una diferencia palpable entre un loco y alguien malo.
La maldad no era un diagnóstico aceptable para un asesino. No había una descripción clínica para él, ningún número lo representaba. Existían docenas de variaciones, todas ellas psicológicas, en los libros de referencia sobre los asesinos en serie: los brutales, los asesinos ocasionales, los pederastas…, pero ninguna de esas definiciones encajaba con la realidad de toparse con alguien sencillamente malo.
No quería seguir pensando en eso justo antes de irse a dormir, no quería volver a debatirse sobre los argumentos relacionados con la pena de muerte. Si alguien era realmente malvado, no había cura ni tratamiento posible para él. Podías tenerlos bajo control toda la vida o ejecutarlos.
Apagó la luz y se durmió casi al instante.
Big Stevie no le dijo al taxista la dirección exacta de a dónde iba. No quería que la apuntase o la recordase. Le dio una dirección a una manzana de distancia. Habría preferido que fuesen dos manzanas, pero no confiaba en sus endebles piernas.
Era un riesgo. Stevie había estado repitiendo sin cesar la dirección en su cabeza y temía olvidarla si le decía al conductor otra dirección, pero tenía que andarse con cuidado. El señor Marco habría querido que fuese cuidadoso.
Cuando el coche se detuvo, Stevie pagó al conductor y añadió una propina decente, no demasiado cuantiosa ni demasiado escasa. Hizo un doloroso esfuerzo para no cojear ni hacer ninguna mueca de dolor, para que no se acordase de él.
El conductor se fue en cuanto Stevie cerró la portezuela. No le preguntó si tenía que esperarle. Stevie se encontró en una zona vagamente familiar de Brooklyn Heights. No había nadie caminando por las aceras, ni tampoco pasaban coches por aquella estrecha calle. Se sucedían los edificios de ladrillo rojo de tres plantas y los de granito. La basura se amontonaba junto a montículos de nieve. Ambas aceras parecían fortificadas con barricadas formadas por nieve y basura.
Stevie estaba en el lado opuesto a donde tenía que ir. Cojeaba, sintió una mayor debilidad a cada paso, sabiendo que había empezado a sangrar otra vez y que, probablemente, habría dejado una mancha de sangre en el coche. No había podido evitarlo.
Estaba a punto de cruzar la calle cuando se percató de la presencia de otro coche. Estaba aparcado un poco más adelante en la acera donde él estaba. Las ventanillas estaban enteladas. No tenía el motor en marcha.
Le dio la impresión de ver dos figuras en el asiento de delante, pero las ventanillas enteladas no permitían ver gran cosa. ¿Estaban observando la entrada del edificio al que se dirigía?
¿Serían policías? No, no podía ser. Tal vez no le estuviesen buscando. Tal vez simplemente estuviesen esperando a alguien o se habían detenido para hablar de algo o… Stevie no las tenía todas consigo. Lo que le había ocurrido ese día le había hecho pensar. Prefería que otros pensasen por él, gente en la que pudiese confiar, como Marco, pero ése era el problema. Estaba empezando a desconfiar de Marco.
«Mantente alerta», se dijo adentrándose en las sombras de un oscuro portal desde el que podía vigilar a los que estaban en el coche.
«Hice el trabajo del hotel. He matado a un policía. Le he roto los huesos a otro. Si me detienen, es posible que Marco se preocupe por si me voy de la lengua. Él me conoce, pero puede preocuparse. ¿Y puedo culparle por ello? Sí.»
No podía esperar. Stevie tenía que ir a algún sitio donde pudiesen coserle. Estaba sangrando otra vez, y de manera abundante.
¿Debería confiar en Lynn Contranos? No la conocía. ¿A qué otro lugar podía ir? No disponía de más opciones. Bueno, tal vez una, pero tenía que prescindir de ella en la medida de lo posible. Cruzó la calle y se encaminó hacia el edificio. No echó la vista atrás, pero oyó cómo la portezuela del coche se abría y se cerraba a su espalda.
Encontró el nombre en una placa de plástico en la pared de piedra: Lynn Contranos, masajista terapeuta. Apretó el botón sintiendo que dos personas se le aproximaban. No hubo respuesta. Volvió a apretar el botón y escuchó la voz de una mujer a través del pequeño interfono.
– ¿Sí?
– Soy Steven Guista -dijo.
– Quédate ahí -dijo antes de que su voz se apagase.
¿Reconoció la voz? No estaba seguro. Segundos después oyó el sonido de una campanilla metálica en la puerta. Alargó la mano hacia el pomo, consciente de que las dos personas estaban ya a escasos metros de distancia. En lugar de abrir la puerta, Stevie se volvió deprisa, sorprendiéndoles. Eran dos hombres, ambos mucho más jóvenes que él, pero ninguno tan corpulento. Uno de los hombres tenía una pistola en la mano derecha.
Stevie los reconoció. Uno era ayudante en la panadería Marco’s. El otro era el guardia de seguridad de la panadería. Este último era el que empuñaba el arma.
Stevie no dudó. Le clavó un potente puñetazo en el estómago al hombre de la pistola, quien se dobló hacia delante. Al mismo tiempo, con la mano libre buscó el cuello del otro hombre, que parecía buscar algo en su bolsillo.
Stevie se olvidó del dolor que sentía en la pierna y se concentró en mantenerse con vida.
– ¿Quién? -preguntó Danny a la mañana siguiente, después de que Stella leyese un correo electrónico en la pantalla que tenía delante.
Danny no había dormido bien. Soñó con una cadena balanceándose debido al frío viento por la que él tenía que descender. Intentaba agarrarse, las manos le resbalaban, y sabía que finalmente acabaría cayendo hacia la oscuridad que se extendía bajo sus pies. Fue una larga pesadilla. Recordaba haber gritado hacia abajo pidiendo ayuda, pero nadie podía oírle debido a la distancia y al ruido del viento. Se sintió aliviado al salir de la cama a las cinco de la madrugada y ponerse a trabajar.
– Jacob Laudano -dijo Stella.
Danny miró hacia la pantalla por encima del hombro de su compañera y leyó en voz alta:
– ¿Jacob El Jockey?
– Así es como le llaman.
– ¿Es jockey?
– Lo era.
– Lo que significa… -empezó a decir Danny.
– Que probablemente sea menudito -dijo Stella-. Veamos…
Movió el ratón y buscó más información.
– La última vez que le pillaron fue el mes de agosto pasado, mide un metro cuarenta y cinco y pesaba cuarenta y un kilos. Mira su expediente.
Danny leyó. La lista era larga e incluía un arresto por apuñalar a una prostituta y cinco arrestos más por peleas en bares, todas ellas con cuchillo.
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