Cuando dejaron atrás la recepción y llegaron al vestíbulo, Aiden dijo:
– Miente.
– ¿Sobre qué?
– Sobre esos primeros libros -dijo Aiden.
Mac asintió.
– Te has dado cuenta -afirmó ella.
– Está protegiendo a su gallina de los huevos de oro.
– ¿Y?
– Vayamos a ver a Louisa Cormier.
Stella vio la mancha roja de sangre en forma de ameba en un montículo de nieve en la acera, junto a una bolsa de basura.
El conductor, un nigeriano llamado George Apappa, la llevó hasta la mancha donde había dejado al hombre que manchara de sangre el asiento trasero. George se percató de la sangre en cuanto llegó a su casa en Jackson Heights. No podría haber pasado por alto la sangre. El hombre había dejado un charco en el suelo y una franja oscura y todavía húmeda en el asiento.
A George le había llevado casi una hora limpiar las manchas. Se metió en la cama con su mujer a las dos de la madrugada y a las seis sonó el teléfono: su jefe le dijo que llevase el coche de inmediato. Le dijo todo eso a Stella con la voz de un hombre que parecía haber planeado dormir hasta el mediodía, pero que en lugar de eso había sido arrancado de la cama, con el temor de que le dijesen que estaba despedido en cuanto llegase al garaje. Stella tuvo la sensación de que los veinte dólares que le entregó ayudarían a subsanar su falta de sueño.
Stella sintió que la miraba desde el coche mientras ella se sorbía la nariz para hacer una fotografía del montículo de nieve, después tomó muestras de esa misma nieve y las metió en una bolsita de plástico.
Empezó a desplazarse lentamente por la acera, deteniéndose cada poco para tomar otra fotografía. El rastro de sangre era bastante fácil de seguir, pues estaba parcialmente congelado. Muy pocos transeúntes habían salido a esas horas a la calle.
Stella se llevó el anverso de la mano a la frente y sintió la humedad y la fiebre. Llevaba un termómetro en su maletín, pero lo reservaba para los cadáveres. Se había tomado tres aspirinas y un vaso de zumo de naranja en el laboratorio. No esperaba gran cosa de ese remedio.
Le llevó cuatro minutos encontrar el portal. Había manchas de sangre en la puerta, no muy grandes pero visibles. Había sangre en el suelo y también restos de algo entre amarillento y marrón que parecía vómito. Sacó fotografías, tomó una muestra de la mancha amarilla-marrón y empezaba a levantarse cuando se percató de una mancha blanca en una grieta del escalón de cemento. Volvió a agacharse. Se trataba de un diente, un diente sanguinolento. Lo metió en una bolsa y se puso en pie para comprobar la lista de nombres de los vecinos del edificio, escritos blanco sobre negro, al lado derecho de la puerta. Aquellos nombres no le decían nada. Los apuntó todos, los seis, en su libreta.
Cualquier cosa que hubiese sucedido allí había tenido lugar antes de las diez, según las palabras del conductor. Era posible que algún vecino hubiese oído aquello que provocó el vómito y la pérdida de lo que parecía un diente bastante sano.
Stella se frotó las manos y llamó a Danny Messer al laboratorio.
– Comprueba estos nombres -le dijo-. ¿Tienes un bolígrafo?
– Tienes una voz horrible -replicó éste.
– Lo sé -convino-. Los nombres.
Le leyó la lista muy despacio, deletreándolos todos.
– Los tengo -dijo Danny.
– Compruébalos todos. Si encuentras algo, llámame. Es posible que Guista hubiese venido a ver a alguno de ellos anoche y que algo se torciese.
– ¿Qué?
– Te envío lo que acabo de encontrar en un taxi -le dijo-. Paga la carrera. Yo le doy la propina.
Stella intentó no toser, pero no pudo evitarlo.
– Stella… -empezó a decir Danny, pero ella le interrumpió.
– Tengo que ir.
Colgó y regresó al coche en el que esperaba sentado George Apappa con los ojos cerrados. Ella abrió su maletín, dejó el disco digital de las fotografías, las muestras de sangre, el diente sanguinolento y el resto de vómito, todo en bolsas separadas, y las introdujo en una bolsa más grande. Después abrió la portezuela del conductor.
Cuando George se despertó, tenía la bolsa en la mano antes de poder hablar.
Le dio la dirección del CSI y le dijo que le entregase la bolsa en mano a Daniel Messer, que la estaba esperando. Messer, le dijo, pagaría la carrera. Ella le dejó un billete de diez dólares encima de la bolsa.
Se fijó en que George estuvo a punto de preguntarle de qué iba todo eso, pero no lo hizo. Dejó la bolsa en el asiento de al lado y cerró la portezuela.
En esta ocasión, cuando Louisa Cormier les abrió la puerta a Mac y a Aiden no tenía tan buen aspecto como la última vez. Parecía no haber dormido y llevaba puesto un blusón varias tallas más grande. Estaba bien peinada, y también el maquillaje era el adecuado, pero no lucía tan perfecta.
Dio un paso atrás y les dejó entrar.
– Michelle, mi agente, me ha llamado para decirme que seguramente pasarían a verme -dijo.
Ni Mac ni Aiden dijeron nada.
– Sospechan que yo maté a ese hombre en el ascensor -dijo con mucha calma.
Mac y Aiden no se inmutaron.
– Siéntense, por favor -dijo Louisa-. ¿Quieren café? Las buenas maneras nunca mueren. Perdonen la expresión, pero…
– No, gracias -dijo Mac por los dos.
Los tres estaban de pie en el recibidor.
– Yo iba a tomarme uno, así que si no les importa… -dijo encaminándose a la cocina-. Siéntense, por favor.
Mac y Aiden se sentaron en la mesa junto a la ventana. Una fría niebla se había asentado sobre Manhattan. Poco podía verse más allá de unas pocas luces a través de la densa grisura y las cúpulas de los rascacielos.
– Lo siento -dijo Louisa Cormier sosteniendo una taza de café humeante en la mano. Se sentó a la mesa, en la misma silla que había ocupado el día anterior-. Me he pasado la noche en vela. Es posible que Michelle les haya comentado que tengo que entregar un libro a finales de semana, no es que mi editor vaya a reprenderme si me retraso, pero nunca lo hago. Escribir para ganarse la vida es un trabajo. Creo que es un error retrasarse. Lo siento, hablo demasiado. Estoy cansada y acaban de decirme que soy sospechosa de asesinato.
– Residuos de disparo -dijo Mac.
– Sé lo que es -respondió ella-. Retazos, restos de pólvora que quedan después de disparar un arma.
– Es muy difícil limpiarlos -dijo Aiden.
Los dos CSI miraron las manos de Louisa Cormier. Las tenía muy rojas.
– ¿Quieren examinar mis manos en busca de residuos de pólvora? -preguntó.
– Los residuos de pólvora se pueden traspasar de un objeto al tocarlos -dijo Mac.
– Interesante -dijo Louisa, y tomó un sorbo de café.
– Cuando ayer estuvimos aquí, tocó usted unas cuantas cosas -prosiguió Mac.
Louisa se puso tensa.
– ¿Se llevaron algo de mi apartamento? -dijo.
Mac ignoró la pregunta. Quería darle las menos pistas posibles. Ni él ni Aiden se habían llevado nada.
– Recientemente, ha disparado un arma -dijo Aiden.
Mac creyó detectar un esbozo de sonrisa en la cara de la escritora.
– Eso no tienen modo de saberlo -dijo Louisa-. No han examinado mis manos y dudo que se llevaran alguna prenda de ropa sin una orden judicial.
Aiden y Mac no respondieron.
– Sin embargo -confirmó-, podrían hacerlo. Creo que encontrarían residuos en mi mano derecha. Disparé un arma hace un par de días, justo antes de la tormenta. Creo que debería llamar a mi abogado -dijo Louisa con una sonrisa.
– La prensa se enteraría -dijo Mac-. Pero está en su derecho de llamar a un abogado antes de responder a más preguntas.
Louisa Cormier dudó.
– Ya les he dicho que disparé un arma. Pruebo todas las armas que uso en mis libros. Peso, ruido, retroceso, tamaño. Disparé hace dos días. Ya se lo he dicho. En un club de tiro llamado Drietch’s en la Calle 58. Les daré la dirección. Pueden preguntarle a Mathew Drietch.
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