Stuart Kaminsky - Muerte En Invierno

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El detective Mac Taylor es un eficaz investigador del C.S.I. convencido de que todo está relacionado y las personas siempre tienen una historia que contar. Él y su compañera, la detective Stella Bonasera, lideran un equipo de expertos en el cambiante e inestable mundo de la ciudad de Nueva York. Estos dotados investigadores, que ven Nueva York bajo una luz única, siguen las pruebas al tiempo que reúnen pistas y eliminan dudas para, finalmente, resolver los casos. El cuerpo de un hombre de mediana edad aparece en el ascensor de un lujoso edificio del Upper East Side. En un primer momento, Mac Taylor y Aiden Burn no encuentran balas, ni restos de ADN, ninguna pista. Podría tratarse del crimen perfecto Mientras tanto, a unas pocas manzanas, Stella Bonasera y Danny Messer investigan el asesinato de una mujer protegida por el programa de testigos. Los agentes de la ley encargados de su seguridad aseguran que la víctima pasó la noche en su dormitorio del hotel y que la encontraron muerta por la mañana. El equipo C.S.I. de Nueva York deberá reunir las pruebas y resolver estos dos sorprendentes crímenes.

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Danny negó con la cabeza.

– Lo haré ahora mismo. Vete a casa.

La mirada que Stella dedicó a Danny le hizo cesar en su empeño por hacer que se cuidase. Fin del asunto.

– ¿Comprobaste los nombres de los vecinos del edificio?

– Pensé que no me lo ibas a preguntar nunca -replicó Danny-. Todos menos uno tienen antecedentes.

– Entonces…

– La única que nunca ha sido detenida es Lynn Contranos -dijo.

– Pareces encantado de haberte conocido -dijo Stella.

– ¿Qué…?

– No es nada, lo oí en una película -dijo sonándose la nariz-. ¿Qué sabemos de ella?

– Lynn Contranos, también conocida como Helen Grandfield -dijo-. La fiel ayudante de Dario Marco.

Stella asintió.

– Pero eso no es todo -dijo Danny ajustándose las gafas, inquieto-. El nombre de Helen Grandfield, antes de casarse con Stanley Contranos, era Helen Marco, sobrina de Anthony Marco, el protagonista de nuestro juicio. Ergo, Dario Marco es su padre.

– Todos los caminos llevan a la panadería Marco -dijo Stella-. Hagámosles otra visita.

– ¿Nos llevamos a un par de agentes de uniforme con nosotros? -preguntó.

Stella asintió y se metió la mano en el bolsillo, en busca del bote de aspirinas que Sheldon Hawkes le había dado hacía menos de una hora.

– Es posible que te hagan sentir más cansada -le había dicho Hawkes-. Pero te aliviarán.

Abrió el bote.

El nombre del joven que confesó ser el asesino de Charles Lutnikov era Jordan Breeze, y vivía en la tercera planta de la torre Belvedere, en un estudio. Breeze, licenciado por la Universidad de Drexel, era programador informático para una compañía hindú ubicada en la calle Cincuenta y cinco. Su trabajo consistía en crear programas de software para trazar mapas del universo.

Mac alzó la vista de la carpeta que sujetaba en las manos para mirar a Jordan Breeze a los ojos; después volvió a mirar la carpeta. Breeze nunca había tenido problemas con la policía, no pertenecía a ningún grupo radical. Tras interrogar a los vecinos, Mac había llegado a la conclusión de que se trataba de un inquilino tranquilo que siempre saludaba a los demás. Sin embargo, le habían visto con menos frecuencia en los últimos meses. Varios vecinos le habían visto en la cafetería Starbucks, a un par de manzanas del edificio, trabajando con su ordenador mientras se tomaba un café con leche. Mac puso en marcha la grabadora.

– ¿Está seguro de que no quiere un abogado? -preguntó Mac.

– Sí -respondió Breeze.

– ¿Por qué lo mató? -preguntó Mac.

– Me llamó maricón -dijo Breeze-. No sólo una vez. Muchas veces. Sentía un escalofrío en la espalda cuando salía de mi apartamento por las mañanas o cuando regresaba por la tarde temiendo encontrarme con él. Podía ver lo que pensaba en sus ojos.

– ¿Y qué pensaba? -preguntó Mac.

– Que yo era gay -dijo Breeze-. No lo soy, pero varios de mis amigos sí lo son, y no voy a sufrir las locuras de los homófobos. Llevaba un año aguantándolo.

– Y por eso lo mató. ¿Cómo lo hizo?

– Con una pistola -dijo Breeze-. Estaba en el ascensor. Podría haberle evitado subiendo por las escaleras, pero me habría visto.

– ¿Llevaba la pistola encima? -preguntó Mac.

– Sí.

– ¿Tenía pensado matarlo la siguiente ocasión que se cruzase con él?

– Sí -respondió Breeze-. Subimos al ascensor. Las puertas se cerraron. Él empezó… Me llamó mariquita. Llevaba la pistola en el bolsillo exterior de la bolsa de mi ordenador. Hay cosas que no estoy dispuesto a aguantar.

Mac asintió, miró de nuevo su carpeta y después otra vez a Jordan Breeze.

– ¿De dónde sacó la pistola?

– Era de mi padre -dijo Breeze-. Murió hace unos años, de cáncer.

– ¿Qué clase de arma era?

– Una 22 milímetros.

– ¿Qué hacía en el ascensor de los pisos superiores?

– Seguí a Lutnikov cuando salió para cambiar de ascensor -dijo Breeze-. Pareció sorprendido.

– ¿Subió usted al ascensor porque tenía planeado matarlo? -dijo Mac.

– Sí.

– ¿Qué hizo con el arma después de matar a Charles Lutnikov?

– Salir del ascensor y enviarlo hacia arriba. Después caminar con dificultad por la nieve hacia el East River, donde la tiré al río -dijo Breeze-. Atravesó una fina capa de hielo. También tiré los guantes que llevaba puestos. Temo que me acusen de homicidio y de contaminar el río.

– ¿Cuántas veces disparó a Lutnikov?

– Dos -dijo Breeze-. Una cuando estaba de pie y otra cuando cayó.

– El portero no recuerda haberle visto salir -dijo Mac.

– Esperé hasta la tarde, cuando entra y sale un montón de gente.

– ¿Conoce bien a Louisa Cormier? -preguntó Mac.

– Nunca me la han presentado -dijo-. Ni siquiera sé si la he visto alguna vez en el edificio. Sé que vive en el ático. No llevo tanto tiempo aquí.

– ¿Le importa si le echamos un vistazo a su apartamento? Podemos conseguir una orden judicial.

– Por favor -dijo Breeze-, examinen el apartamento todo lo que quieran y también el cuarto trastero que tengo en el sótano.

Breeze sonrió con mucha calma, una sonrisa parecida a la que lucen los miembros de un culto convencidos de conocer la verdad sobre la vida y haber reducido sus misterios a una simple cuestión de lealtad.

Mac apagó la grabadora, se puso en pie y caminó hacia la puerta. Cuando la abrió, Breeze se levantó con piernas temblorosas.

Cuando se llevaron a Jordan Breeze, Aiden entró en la sala de interrogatorios donde Mac había vuelto a sentarse y golpeteaba suavemente con el dedo la carpeta que tenía sobre la mesa.

– ¿Crees que lo hizo? -preguntó Aiden.

– Lo comprobaré. De no haber sido él, alguien le ha proporcionado mucha información sobre el asesinato -dijo Mac-. Y seguiremos con la investigación sobre Louisa Cormier.

– Podrías estar equivocado -dijo ella.

– Podría estarlo -convino Mac.

12

Stevie no pudo poner en marcha el primer coche con el que probó. Hacía casi cincuenta años desde la última vez que había robado un coche. A veces, es posible olvidar cómo se monta en bicicleta.

El coche era un Ford Escort verde aparcado a media manzana de distancia de donde había dejado a los dos hombres de la panadería, uno doblado por la mitad a causa del dolor, el otro intentando cortar la hemorragia de su nariz. Se aseguró de hacerles el daño suficiente para que no le siguiesen. Se planteó la posibilidad de matarlos a los dos, pero eso habría supuesto dos cadáveres más. Lo mejor era dejarlos hechos polvo.

El problema era que Stevie también estaba bastante hecho polvo. Sangraba de forma abundante mientras intentaba pensar adónde podía ir.

Una de las puertas traseras del Escort estaba abierta, con la cerradura reventada. Debería de haber sido fácil. Pero Stevie no tenía a mano un destornillador ni tampoco un cuchillo. Nada que pudiese usar para robar un coche.

Salió del vehículo y miró hacia el portal en el que había dejado a los dos hombres. Esperaba que se hubiesen recuperado lo suficiente para ir tras él en lugar de largarse cojeando. Stevie se había quedado con la pistola de uno de ellos, al que había golpeado en primer lugar. Limpió sus huellas dactilares del arma y la tiró por encima de un muro de ladrillo de un metro y medio de alto. Sabía cómo emplear sus manos. Sabía que se le daba mucho mejor que emplear el cerebro.

El segundo coche con el que probó, un Oldsmobile Cutlass Calais blanco de 1992, casi renovó su fe en Dios. La ventanilla cedió con la presión hasta que pudo meter el brazo, a duras penas, y abrir la portezuela. Se sentó al volante e intentó imaginar qué tenía que hacer.

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