P. James - El Pecado Original

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Después de su aclamada novela Hijos de los hombres, una incursión en la utopía negativa, P. D. James regresa al género que más la caracteriza, el policial clásico, y a su detective y poeta, el inconformista Adam Dalgliesh.
Pecado original transcurre en el ámbito de una editorial de larga data, ubicada en un palacete estilo veneciano sobre el río Támesis. La editorial Peverell, fundada en 1792, atraviesa momentos decisivos. Henry Peverell, su presidente, acaba de morir; su socio francés, Jean Philippe Etienne, se ha jubilado, y el inescrupuloso hijo de éste, Gerard, ha asumido la presidencia y la gerencia general de la casa editora.
Gerard Etienne se ha ganado enemigos: una amante despechada, un autor rechazado y humillado, y los sufridos colegas de Peverell. Cuando lo encuentran muerto en las instalaciones de la editorial, con el cuerpo extrañamente profanado, no faltan sospechosos.

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El ajedrez le había estimulado la mente; sabía que irse a la cama en tales condiciones sólo la conduciría a una de esas noches en que breves períodos de sueño se alternaban con otros de inquietud, hasta que la mañana la encontraba más fatigada que si no se hubiera acostado. Movida por un impulso, se dirigió al armario de la sala en busca de su grueso abrigo de invierno; luego, tras apagar la luz, abrió el ventanal y salió al balcón. El aire de la noche, limpio y frío, transportaba el aroma familiar y penetrante del río. Allí, agarrada a la barandilla, tuvo la sensación de ser un ente incorpóreo suspendido en el aire. Sobre Londres se extendía una masa de nubes bajas, teñida de rosa como un vendaje de gasa empapado en la sangre de la ciudad. Luego, mientras miraba, las nubes se abrieron poco a poco y vio el límpido negro azulado del firmamento nocturno y una sola estrella. Un helicóptero voló ruidosamente río arriba, como una enjoyada libélula metálica. Eso mismo hacía su padre, noche tras noche, antes de ir a acostarse. Ella arreglaba la cocina después de cenar y, al salir, se encontraba la sala en penumbra, iluminada tan sólo por una lámpara tenue, y veía la sombra oscura de aquella figura silenciosa e inmóvil que, de pie en el balcón, contemplaba el río.

Se habían mudado al número 12 en 1983, cuando la empresa atravesaba uno de sus períodos de relativa prosperidad y hubo que ampliar las oficinas de Innocent House. El número 12 lo ocupaba desde hacía muchos años un inquilino que se murió en el momento adecuado, dejándolos en libertad de reformar la finca de modo que quedara dividida en un apartamento superior para su padre y ella y otro más pequeño en los bajos para Gabriel Dauntsey. Su padre había aceptado con filosofía la necesidad de mudarse e incluso, a decir verdad, había dado muestras de recibirla con agrado. Sin embargo, Frances sospechaba que empezó a encontrar el apartamento restrictivo y claustrofóbico a partir del momento en que ella se había ido a vivir con él en 1985, al salir de Oxford.

Su madre, una mujer de salud delicada, había muerto repentina e inesperadamente de neumonía vírica cuando ella tenía cinco años, y Frances se pasó la niñez en Innocent House con su padre y una niñera. Tuvo que llegar a la edad adulta para darse cuenta de cuán extraordinarios habían sido sus primeros años, cuán inadecuada la casa como hogar familiar para ellos dos, padre e hija, incluso en el caso de una familia disminuida por la muerte. No había tenido compañeros de su edad. Las escasas plazuelas georgianas del East End supervivientes de los bombardeos se habían convertido en enclaves de moda para la clase media, así que sus campos de juego quedaron reducidos al reluciente vestíbulo de mármol y la terraza. En ésta, pese a la barandilla protectora, se hallaba sometida a una constante y estrecha vigilancia, y jamás se le permitía montar en bicicleta y jugar a la pelota. Las calles eran peligrosas para una niña, por lo que la tata Bostock siempre la acompañaba, a veces en la lancha de la empresa, a una pequeña escuela privada de Greenwich, al otro lado del río, donde se prestaba más atención a los buenos modales que al cultivo de una inteligencia inquisitiva, aunque pese a todo le había proporcionado una buena base. La mayor parte de los días, empero, se necesitaba la lancha para recoger a los empleados en el muelle del Támesis, de modo que la tata Bostock y ella eran conducidas en coche hasta el túnel de peatones de Greenwich, y acompañadas siempre en su paseo subterráneo por el chófer o por su padre para mayor seguridad.

A los adultos nunca se les ocurrió que pudiera encontrar terrorífico el túnel de peatones y ella habría muerto antes que confesárselo, pues sabía desde la primera infancia que su padre admiraba el valor por encima de todas las demás virtudes. Así pues, caminaba entre los dos, cogiéndoles la mano en una simulación de docilidad infantil, intentando no apretar demasiado fuerte, con la cabeza gacha para que no vieran que tenía los ojos cerrados, percibiendo el olor característico del túnel, oyendo el eco de sus pasos e imaginando que el gran peso de agua movediza que gravitaba sobre ellos, aterradora en su potencia, una mañana rompería el techo del túnel y empezaría a filtrarse, primero en gruesos goterones a medida que cedían las baldosas y luego, de repente, en una oleada atronadora, negra y maloliente que los arrancaría del suelo, arremolinándose y ascendiendo hasta que entre el techo y sus bocas aullantes no hubiera más que unos centímetros de espacio y de aire. Y después ni siquiera eso.

Al cabo de cinco minutos salían en ascensor a la luz del día, para ver la brillante magnificencia de la Escuela Naval de Greenwich con sus cúpulas gemelas y sus veletas de punta dorada. Para la niña era como salir del infierno y quedar deslumbrada por la ciudad celestial. Allí era también donde estaba amarrado el Cutty Sark, de elevados mástiles y esbelto casco. Su padre le hablaba de la Compañía de las Indias Orientales y de su monopolio sobre el comercio con Extremo Oriente durante el siglo xviii, y de aquellas grandes goletas, construidas para ser veloces, que competían entre sí para llevar al mercado británico en un tiempo récord los valiosos y perecederos tés de China y la India.

Desde su más temprana edad, su padre le contaba relatos del río, que era para él casi una obsesión, una gran arteria siempre fascinadora y constantemente cambiante que arrastraba en su poderosa marea toda la historia de Inglaterra. Le hablaba de las almadías y las canoas de mimbre y cuero de los primeros viajeros del Támesis, de las grandes velas cuadradas de los navíos romanos que llevaban su cargamento a Londinium, de los barcos vikingos con sus largas proas curvadas. Le describía el río de comienzos del siglo xviii, cuando Londres era el mayor puerto del mundo y los muelles y embarcaderos llenos de buques de altos mástiles parecían un bosque desnudado por el viento. Le hablaba de la bronca vida de los malecones y de los muchos oficios cuya vida derivaba de aquella corriente sanguínea: estibadores o arruinadores, boteros que manejaban las chalanas con que se aprovisionaba los navíos anclados, proveedores de soga y de aparejos, constructores de buques, cocineros de a bordo, carpinteros, cazadores de ratas, encargados de casas de huéspedes, prestamistas, taberneros, vendedores de suministros marinos, ricos y pobres por igual, todos vivían del río. Le pintaba las grandes ocasiones: Enrique VIII navegando río arriba hacia Hampton Court en la chalupa real, los grandes remos alzados en señal de saludo; el cadáver de lord Nelson transportado desde Greenwich en 1806, en la barcaza construida en principio para Carlos II; los festejos del río, sus inundaciones y tragedias. Ella anhelaba más que nada su amor y su aprobación. Le escuchaba obedientemente, hacía las preguntas adecuadas, sabía de un modo instintivo que su padre daba por sentado que ella compartía su interés por el río. Pero ahora se percataba de que el fingimiento sólo había servido para añadir culpabilidad a su reserva y timidez naturales, que el río se había vuelto tanto más terrorífico cuanto que ella no podía reconocer sus terrores, y la relación con su padre tanto más remota cuanto que se fundaba en una mentira.

Pero Frances se había construido un mundo propio y, despierta por la noche en aquella reluciente y poco acogedora habitación infantil, acurrucada bajo las mantas como en el útero materno, se introducía en su amable seguridad. En esa vida imaginaria tenía una hermana y un hermano y vivía con ellos en una gran rectoría rural. Había un huerto con árboles frutales y verduras plantadas en pulcras hileras, separado de las amplias extensiones de césped por primorosos setos de boj. Al final del jardín había un arroyo apacible de escasos centímetros de profundidad, que podían cruzar de un salto, y un viejo roble con una casa entre las ramas, confortable como una chocita, en la que se sentaban a leer y a comer manzanas. Dormían los tres en el cuarto de los niños, desde el que podía verse el jardín y la rosaleda hasta el campanario de la iglesia, y no había voces ásperas, ni olor a río, ni imagen de terror; sólo dulzura y paz. Había una madre, también: alta, hermosa, con un largo vestido azul y un rostro medio recordado, avanzaba hacia ella por el césped con los brazos abiertos para que se refugiara entre ellos, porque era la más pequeña y la más querida.

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