La señora Demery permanecía inexplicablemente callada. Estaba disponiendo tazas y platos en su carrito, sin decir nada, pero sus ojillos penetrantes se movían con rapidez de rostro en rostro como si cada uno de ellos encerrase un secreto que un instante de descuido le impediría vislumbrar.
– ¿Leíste la nota de suicidio, Mandy? -preguntó Maggie.
– No, pero el señor De Witt la leyó en voz alta. Venía a decir que los socios se habían portado muy mal con ella y que pensaba pagarles con la misma moneda. «Haré que sus nombres apesten», creo que decía. No me acuerdo muy bien.
– Tú la conocías mejor que muchos, Maggie -intervino el señor Elton-. Hiciste aquella gran gira de publicidad con ella hace unos dieciocho meses. ¿Cómo era?
– No causaba problemas. Me entendía muy bien con Esmé. A veces era un poco exigente, pero he hecho giras mucho peores. Y se interesaba por sus lectores; nada le parecía demasiada molestia. Siempre tenía una palabra amable cuando hacían cola para pedirle que les firmara un libro, y escribía lo que ellos querían, toda clase de mensajes personales. No era como Gordon Holgarth. Lo único que obtienen de él es una firma mal hecha, una mueca de desdén y una bocanada de humo de cigarro en la cara.
– ¿Crees que era del tipo suicida?
– ¿Hay un tipo suicida? No sé muy bien qué significan estas palabras. Pero si quieres saber si me ha sorprendido que se matara, la respuesta es sí. Me ha sorprendido. Y mucho.
La señora Demery habló por fin.
– Si es que se mató.
– Tuvo que hacerlo, señora Demery. Dejó una nota.
– Una nota muy curiosa, si Mandy la recuerda bien. Tendría que echarle un vistazo para quedar convencida. Y lo que está claro es que la policía no lo está. ¿Por qué razón se han llevado la lancha, si no?
– ¿Por eso nos han traído en taxi desde Charing Cross esta mañana, en lugar de venir en la lancha? -preguntó Maggie-. Creía que se había estropeado. Fred Bowling no ha dicho nada de la policía cuando ha venido a buscarnos.
– Le habrán ordenado que no hable, supongo. Pero vaya si se la han llevado: han venido esta mañana a primera hora y se la han llevado a remolque. Me figuraba que lo habían hecho antes de llegar yo, así que se lo he preguntado. Ahora la tienen en la comisaría de Wapping.
Maggie estaba echando agua hirviendo sobre los granos de café, pero se interrumpió con el cazo en el aire.
– ¿Quiere decir, señora Demery, que la policía cree que la señora Carling ha sido asesinada?
– No sé qué cree la policía. Sé lo que creo yo, y Esmé Carling no era de las que se suicidan. Ella no.
Emma Wainwright estaba sentada en un extremo de la mesa, asiendo con sus dedos largos y esqueléticos una taza de café. No había hecho ningún intento por bebérselo, sino que contemplaba el tenue remolino de espumeante leche como hipnotizada por la repugnancia.
En aquel momento alzó la mirada y comentó, con su voz áspera y un tanto gutural:
– Es el segundo cadáver que encuentras desde que llegaste a Innocent House, Mandy. Hasta ahora, nunca habíamos tenido esta clase de problemas. Acabarán llamándote la Mecanógrafa de la Muerte. Si sigues así, te será difícil encontrar otro empleo.
Mandy, enfurecida, escupió su réplica.
– No tan difícil como a ti. Por lo menos yo no parezco recién salida de un campo de concentración. Tendrías que verte. Das pena.
Durante unos segundos hubo un silencio horrorizado. Seis pares de ojos se volvieron rápidamente hacia Emma y se apartaron de inmediato. Ella seguía sentada, muy quieta, y de pronto se levantó medio tambaleándose y arrojó la taza de café contra el fregadero, al otro lado del cuarto, donde se hizo añicos con un ruido espectacular. A continuación, emitió un gemido agudo, prorrumpió en llanto y salió a toda prisa de la cocina. Amy lanzó un gritito y se enjugó una salpicadura de café caliente de la mejilla.
Maggie estaba escandalizada.
– No hubieras debido decir eso, Mandy. Ha sido una crueldad. Emma está enferma. No puede evitarlo.
– Claro que puede evitarlo: sólo lo hace para molestar a los demás. Y ha sido ella la que ha empezado. Me ha llamado la Mecanógrafa de la Muerte. Yo no traigo la mala suerte. No tengo la culpa de haber encontrado los cadáveres.
Amy miró a Maggie.
– ¿Crees que debería ir con ella?
– Será mejor que la dejemos en paz. Ya sabes cómo es. Está dolida porque la señorita Claudia ha tomado a Blackie como secretaria personal en lugar de a ella. Ya le ha dicho a la señorita Claudia que quiere irse cuando termine esta semana. En mi opinión, lo que le pasa es que está asustada. Y no sé si se lo reprocho.
Desgarrada entre una colérica necesidad de justificarse y un remordimiento que resultaba tanto más desagradable cuanto que muy pocas veces lo experimentaba, Mandy tuvo la sensación de que a ella también le aliviaría tirar los platos contra la pared y echarse a llorar. ¿Qué les estaba ocurriendo a todos, a Innocent House, a ella misma? ¿Era eso lo que la muerte violenta les hacía a las personas? Había supuesto que el día sería agradablemente emocionante, lleno de interesantes charlas y conjeturas, y que ella se convertiría en el centro de toda la atención. En cambio, había sido un infierno desde el primer momento.
Se abrió la puerta y entró la señorita Etienne.
– Maggie, Amy y Mandy, hay trabajo por hacer -dijo con frialdad-. Si no tenéis intención de hacerlo, sería mejor que lo dijerais francamente y os marcharais a casa.
Dalgliesh había dicho que quería ver a todos los socios a las tres en la sala de juntas y que la señorita Blackett debía estar con ellos. Nadie opuso ninguna objeción a la convocatoria ni a la presencia de la secretaria. Del mismo modo, sin protestas ni preguntas, entregaron las prendas que llevaban puestas en el momento en que se encontró el cadáver de Esmé Carling. Aunque, naturalmente, pensó Kate, eran personas inteligentes; no necesitaban preguntar el porqué. La inspectora reflexionó en el hecho de que ninguno de ellos hubiera solicitado la presencia de un abogado y se preguntó si temían que la petición resultara sospechosamente prematura, si se consideraban capaces de cuidar ellos mismos de sus propios intereses o si los fortalecía el saberse inocentes.
Dalgliesh y ella se sentaron en el mismo lado de la mesa, frente a la señorita Blackett y los socios. Durante su anterior encuentro en la sala de juntas, tras la muerte de Gerard Etienne, Kate había percibido en ellos una mezcla de emociones: curiosidad, consternación, pesar y aprensión. Ahora tan sólo advertía miedo. Era como una infección. Parecía que se lo contagiaran unos a otros, impregnando incluso el aire de la habitación. Sin embargo, la única que lo manifestaba exteriormente era la señorita Blackett. Dauntsey, con un aspecto muy envejecido, se sentó con la resignación de un paciente en espera de ser ingresado en un geriátrico. De Witt se había situado junto a Frances Peverell; bajo los gruesos párpados, su mirada permanecía atenta y vigilante. La señorita Blackett estaba sentada en el borde de la silla, con la concentración temblorosa de un animal atrapado. Tenía el rostro muy blanco, pero unas manchas febriles le cubrían de vez en cuando las mejillas y la frente como si se tratara del azote de una enfermedad. Frances Peverell mantenía las facciones en tensión y se pasaba la lengua por los labios. Claudia Etienne, que había tomado asiento a su lado, era la más compuesta: se la veía tan elegante como siempre. Kate observó que se había aplicado el maquillaje a conciencia y se preguntó si lo habría hecho como un gesto de desafío o como un pequeño pero valeroso intento de imponer normalidad en el caos psicológico de Innocent House.
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