La nota escueta, escrita a mano, decía: «¡He encontrado esto en mi carpeta de "enviados", Roy! Espero que te sea útil. Quizá no tengas la memoria de antes, pero no te preocupes… ¡Nos pasa a todos! Saludos, Cassian».
Después de rebuscar durante diez minutos entre su correo, Grace encontró el e-mail original entre cientos de mensajes sin leer. En aquella época eso era un caos, y Pewe parecía deleitarse bombardeándole con decenas de correos cada día. Si se los hubiera leído todos, no habría podido hacer otra cosa.
En cualquier caso, aquello no solo le ponía en evidencia, sino que eliminaba a otro sospechoso de la lista.
Domingo, 18 de enero de 2010
A Jessie siempre le habían dado pavor las alturas, así que agradeció no ver prácticamente nada. No tenía ni idea de dónde estaba, pero acababa de subir, travesaño a travesaño, lo que suponía que sería una escalerilla de inspección en el interior de la tolva del silo.
Había tardado tanto en subir que daba la impresión de que la escalera ascendía hasta el cielo, y dio gracias de no poder ver nada bajo sus pies. Miró, cada pocos travesaños, pero no vio a su perseguidor (ni lo oyó).
Por fin, una vez arriba, tocó una baranda y un suelo de rejilla metálica al que se subió. Entonces cayó de cabeza sobre un montón de algo que debían de ser viejos sacos de cemento, y trepó a lo alto. Se quedó agazapada, mirando a la oscuridad que la rodeaba y escuchando, intentando no moverse para evitar cualquier ruido al roce con los sacos.
Pero no oía nada más allá de los sonidos normales del lugar en el que estaba recluida. Los golpeteos, crujidos y chirridos se oían mucho más fuertes allí arriba que cuando estaba en la furgoneta, al golpear el viento las diferentes piezas de chapa que tenía alrededor unas con otras.
Pensaba a toda velocidad: ¿cuál sería el plan de aquel hombre? ¿Por qué no usaba la linterna?
¿Habría otro modo de subir hasta allí?
Lo único que veía era la esfera luminosa de su reloj. Apenas eran las nueve y media. De la noche del domingo, supuso. Tenía que ser aquello. Hacía más de veinticuatro horas desde su secuestro. ¿Qué estaría pasando en su casa?
¿Y Benedict? Sus padres lo mantendrían aislado, pensó. ¡Ojalá se lo hubiera presentado antes, para que ahora pudieran hacer algo todos juntos!
¿Estaría avisada la Policía? Seguro que sí. Conocía a su padre. Habría recurrido a todos los servicios de emergencia del país.
¿Cómo estarían? ¿Qué pensaría su madre? ¿Y su padre? ¿Y Benedict?
A lo lejos distinguió el ruido de un helicóptero. Era la segunda vez que lo oía en la última media hora.
A lo mejor estaba buscándola a ella.
Él también volvió a oír el ruido del helicóptero. Una máquina enorme, no como esos pequeños de la escuela cercana al aeropuerto de Shoreham. Y no había muchos helicópteros que volaran de noche. Básicamente los militares, los servicios de rescate, los de emergencias médicas… y los de la Policía.
El helicóptero de la Policía de Sussex tenía su base en Shoreham. Si era el suyo el que oía, no había motivos para alarmarse. Podía ser por cualquier motivo. El ruido ahora iba a menos; se dirigía hacia el este.
Entonces oyó otro sonido que le preocupó mucho más.
Un zumbido penetrante e insistente. Procedía de la parte frontal de la furgoneta. Bajó los binoculares y vio una luz débil e intermitente procedente de aquel mismo lugar.
– ¡Oh, mierda! ¡No, no, no!
Era el teléfono móvil de la zorra (se lo había quitado del bolsillo). Pensaba que había apagado aquella mierda de aparato.
Se subió al asiento delantero y vio la luz que emitía la pantalla del teléfono, lo agarró y lo tiró al suelo hecho una furia. Lo pisoteó y lo aplastó, como si fuera un escarabajo enorme.
Volvió a pisotearlo. Otra vez. Y otra.
Enloquecido por el dolor del ojo, furioso con aquella zorra y consigo mismo, se puso en pie, temblando de rabia. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?
Los teléfonos móviles comunicaban su situación, aunque estuvieran en espera. Sería una de las primeras cosas que cualquier policía espabilado buscaría.
¿Cabía la posibilidad de que los operadores de telefonía no pudieran acceder a información de ese tipo los domingos?
En cualquier caso, no podía correr el riesgo. Tenía que llevarse a Jessie Sheldon de allí lo antes posible. Aquella misma noche. Aprovechando la oscuridad.
La chica no había hecho ningún ruido desde hacía más de una hora. Estaría jugando al escondite. A lo mejor se creía muy lista por haberse hecho con el cuchillo. Pero él tenía dos herramientas mucho más útiles en aquel momento: la linterna y los binoculares.
Nunca había sido aficionado a la literatura y a toda esa mierda. Pero entre tanto dolor había una frase que recordaba de algún sitio: «En el país de los ciegos, el tuerto es el rey».
Eso era él en aquel momento.
Salió de la furgoneta, bajó al suelo de cemento y se llevó los binoculares a la cara. Empezaba la caza.
Domingo, 18 de enero de 2010
A Grace aquella tarde se le estaba haciendo eterna. Sentado en su despacho, examinaba el árbol genealógico de Jessie Sheldon, trazado por uno de los miembros de su equipo. En aquel momento, dos atareados miembros de la Unidad de Delitos Tecnológicos, que habían sacrificado su día libre, examinaban los registros de su ordenador y de su teléfono móvil.
El único informe que había recibido hasta el momento era que Jessie se mostraba muy activa en las redes sociales, algo que tenía en común con la mujer que a punto había estado de convertirse en víctima del Hombre del Zapato el jueves por la tarde, Dee Burchmore.
¿Era así como seguía a sus víctimas?
Mandy Thorpe también escribía mucho en Facebook y en otros dos sitios. Pero ni Nicola Taylor, violada en el hotel Metropole en Nochevieja, ni Roxy Pearce, violada en su casa en The Droveway, tenían un perfil en ninguna red social.
El vínculo que unía a todas aquellas mujeres volvía a ser el mismo: todas acababan de comprarse zapatos caros en alguna tienda de Brighton. Todas menos Mandy Thorpe.
A pesar de la insistencia del doctor Proudfoot, el superintendente seguía creyendo que esta no había sido violada por el Hombre del Zapato, sino por otra persona. Quizás un imitador. O quizá fuera una coincidencia temporal.
Le sonó el teléfono. Era el agente Foreman, desde la SR-1.
– Acabo de recibir un informe de Hotel 900, que va a aterrizar para repostar, señor. Hasta ahora no hay nada destacable, salvo dos posibles anomalías en la vieja cementera.
– ¿Anomalías? -dijo Grace, preguntándose qué podía significar aquello para los pilotos del helicóptero.
Sabía que disponían de equipo de visión térmica a bordo, con el que podían detectar presencia humana en una oscuridad total o entre la densa niebla solo por el calor emitido por los cuerpos. Desgraciadamente, aunque resultaba útil para seguir la pista a los cacos que robaban un coche e intentaban ocultarse en el bosque o en ciertos callejones, muchas veces recibían pistas falsas procedentes de animales o de cualquier otra cosa que desprendiera calor.
– Sí, señor. No pueden asegurar que se trate de seres humanos; podrían ser zorros, o tejones, o gatos o perros vagabundos.
– Vale, envía una patrulla para comprobarlo. Mantenme informado.
Media hora más tarde, Foreman volvió a llamar a Grace. Una patrulla había ido hasta la entrada de la vieja cementera y había informado de que el lugar estaba seguro. Las puertas de entrada eran de tres metros y medio, con alambre de espino por encima y había un amplio dispositivo de vigilancia.
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