¿Qué hora sería? ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Cuánto tiempo habría pasado desde…
Debería estar en la cena-baile. Benedict iba a conocer a sus padres. Iba a ir a buscarla. ¿Qué estaría pensando en aquel momento? ¿Qué estaría haciendo? ¿Estaría frente a su casa, llamando al timbre? ¿Llamándola por teléfono? Unos nuevos faros iluminaron el interior. Miró a su alrededor y vio lo que parecía un pequeño mueble de cocina: una puerta se abría y se cerraba, dando golpes contra el mueble pero sin cerrarse. Ahora estaban frenando. Oyó que cambiaba de marcha y el ruido del intermitente.
Sintió un miedo aún más profundo. ¿Adónde iban?
Entonces oyó una sirena, primero muy débil y luego más fuerte. Estaba detrás de ellos. ¡Ahora la oía aún más fuerte! Y de pronto sintió un arranque de euforia. ¡Sí! Benedict habría ido a buscarla y, al ver que no estaba allí, habría llamado a la Policía. ¡Ya llegaban! Estaba a salvo. ¡Oh, gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!
Unos reflejos de luz azul, como si fueran los de una lámpara de araña rota en pedazos, inundaron el interior de la furgoneta y el aire se llenó con el aullido de la sirena. Entonces, un instante después, las luces azules habían desaparecido. Jessie oyó alejarse la sirena en la distancia.
«No, idiotas, no, no, no, no. ¡Por favor, volved! ¡Por favor, volved aquí!»
La furgoneta tomó una curva cerrada a la derecha y ella salió despedida por el suelo hacia la izquierda. Dos virajes bruscos e inesperados y paró. Se oyó el ruido del freno de mano. «¡Por favor, volved!» Entonces una linterna le enfocó la cara, lo que la dejó mareada por un momento.
– Ya casi estamos -dijo él.
Lo único que Jessie pudo ver cuando él apartó el haz de la linterna fueron sus ojos a través de las ranuras del pasamontañas. Intentó hablar con él: «Por favor, ¿quién eres? ¿Qué es lo que quieres? ¿Adónde me has traído?». Pero lo único que le salió fue un gemido que reverberaba en la cinta, como una bocina ahogada.
Oyó que se abría la puerta del conductor. El motor, al ralentí, emitía un murmullo constante. Entonces oyó un ruido metálico que parecía el repiqueteo de una cadena y luego el de unas bisagras oxidadas. ¿Una puerta que se abría?
A aquello le siguió un sonido familiar. Un zumbido suave. De pronto la esperanza aumentó en su interior. ¡Era su teléfono móvil! Lo había puesto en modo silencioso, con vibración, para su clase de kick-boxing. Sonaba como si estuviera en algún sitio, por delante. ¿Estaría en el asiento del acompañante?
Por Dios, ¿quién sería? ¿Benedict, que se preguntaba dónde estaba? A los cuatro tonos se paró y se conectó automáticamente el buzón de voz.
Un momento más tarde aquel tipo volvió a ponerse al volante, avanzó unos metros y volvió a salir de la furgoneta, dejando una vez más el motor al ralentí. Jessie oyó el mismo crujido metálico y el ruido de la cadena otra vez. Se dio cuenta de que ahora estaban al otro lado de alguna puerta cerrada con llave, y el pánico se apoderó aún más de ella. Era algún lugar privado. Algún sitio donde no llegarían las patrullas de la Policía. Tenía la boca seca y la sensación de estar a punto de vomitar, con el sabor de la bilis en la garganta, amarga y penetrante. Tragó saliva.
La furgoneta dio un bote y luego otro más -debían de ser bandas limitadoras de la velocidad-, bajó una cuesta que hizo que saliera despedida hacia delante y se golpeara el hombro con algo; luego subió otra que la mandó hacia atrás sin que pudiera hacer nada por evitarlo. A continuación avanzaron por una superficie lisa, con unos ruiditos periódicos cada pocos segundos, como los que producen las uniones entre losas de hormigón. Allí dentro reinaba una oscuridad total; daba la impresión de que conducía con las luces apagadas.
Por un momento, el terror se convirtió en rabia, y luego en una furia salvaje y desatada. «¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí! ¡Desátame! ¡No tienes derecho a hacer esto, cabrón!» Forcejeó, tirando de las muñecas, de los brazos con todas sus fuerzas, agitándose, sacudiéndose. Pero lo que fuera que la tenía atada no se movió.
Dejó de moverse y tomó aire, con los ojos llenos de lágrimas. En ese momento debería estar en la cena. Con su bonito vestido y sus zapatos nuevos, del brazo de Benedict, mientras él charlaba con sus padres, haciendo gala de su ingenio y ganándoselos, como estaba segura de que ocurriría. Últimamente Benedict estaba nerviosísimo. Había tenido que tranquilizarle, asegurándole que quedarían prendados con él. Su madre le adoraría, y su padre…, bueno, la primera impresión que daba era la de tipo duro, pero en realidad era un buenazo. Lo adoraría, se lo había prometido.
«Sí, bueno, hasta que se enteren de que no soy judío.»
La furgoneta siguió su trayecto. Ahora giraban a la izquierda. Los faros se iluminaron por un momento. Jessie vio lo que parecía el muro de una vieja estructura alta, como una fachada lisa con ventanas rotas. Aquella visión le provocó un escalofrío, como si una ráfaga de aire gélido le recorriera todo el cuerpo. Era como uno de los edificios donde estaba ambientada aquella película de terror, Hostal. El edificio donde llevaban a gente inocente para que un grupo de sádicos ricos se ensañaran con ellos.
Su imaginación iba en caída libre. Siempre había sido aficionada a las películas de terror. Ahora pensaba en todos los asesinos perturbados que había visto en las películas, que secuestraban a sus víctimas, las torturaban y luego las mataban impunemente. Como en El silencio de los corderos, La matanza de Texas o Las colinas tienen ojos.
El terror la estaba bloqueando. Respiraba rápido y profundo, dominada por el pánico, con el corazón golpeándole el pecho, y por dentro estaba hecha una furia.
La furgoneta se detuvo. Él volvió a salir. Jessie oyó el ruido de una puerta metálica corredera y luego el terrible chirrido del metal contra otra superficie dura. El tipo volvió a subir, cerró su puerta y siguió adelante, encendiendo de nuevo los faros.
«Tengo que hablar con él, de alguna manera.»
A través del parabrisas podía ver que se encontraban en el interior de algún enorme edificio industrial en desuso, de la altura de un hangar de aviación o de varios hangares. Por un momento, los faros le mostraron una pasarela de acero con barandillas en lo alto de las paredes y, a lo lejos, una red de algo parecido a enormes y polvorientos cilindros de combustible de algún cohete Apolo, apoyados en enormes soportes de acero y hormigón. Al girar, vio unas vías que desaparecían entre el polvo y los escombros, y una vagoneta oxidada, cubierta de grafitos, que daba la impresión de que no se había movido desde hacía décadas.
La furgoneta se detuvo.
Jessie temblaba tanto del miedo que no podía pensar con claridad.
El hombre salió y apagó el motor. Le oyó alejarse. Luego el gruñido del metal, un sonoro golpe que resonó, seguido del repiqueteo de algo que sonaba como una cadena. Oyó los pasos que volvían hacia la furgoneta.
Un momento más tarde la puerta trasera se abrió y allí estaba él. Enfocó la linterna hacia ella, primero a la cara y luego al cuerpo. Ella se quedó mirándole a la cara, cubierta con el pasamontañas, temblando de terror.
Podría darle una patada, pensó. Aunque tenía las piernas atadas una con otra, podría flexionar las rodillas y soltar las piernas contra él, pero a menos que pudiera desatarse los brazos, ¿de qué serviría? Solo para enfurecerle.
Necesitaba hablar con él. Recordó consejos que había leído en los periódicos sobre los rehenes que habían sobrevivido a una captura. Había que intentar conectar con los captores. Les resultaba más difícil hacerte daño si establecías un vínculo. De algún modo tenía que conseguir que le destapara la boca para poder hablar con él. Razonar con él. Descubrir qué quería.
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