Ella le echó otra mirada, con la cara iluminada por la luz de una farola. En ella vio miedo.
Estaban dirigiéndose a otra oscura calle residencial, hacia las intensas luces del paseo marítimo, Marine Parade. Yac no llegó a oír los pasos que se le acercaban por detrás. No vio a los dos hombres con vaqueros y anoraks que aparecieron frente a la chica al final de la calle. Él estaba concentrado en su dinero.
En sus veinticuatro libras.
Esa no se iba a ir de rositas.
¡Cada vez más cerca!
¡Ya la tenía!
Alargó la mano y se la plantó en el hombro. La oyó chillar de miedo.
Luego, de pronto, unos brazos como tenazas le agarraron por la cintura. Cayó de bruces sobre el asfalto, sin poder respirar por la presión del tremendo peso que le había caído sobre la columna.
Entonces le tiraron de los brazos hacia atrás con fuerza. Sintió el frío acero alrededor de las muñecas. Oyó un chasquido y luego otro.
Lo pusieron en pie tirando bruscamente de él. La cara le ardía y le dolía todo el cuerpo.
Alrededor tenía a tres hombres, jadeando, sin aliento. Uno de ellos le agarraba el brazo tan fuerte que le hacía daño.
– John Kerridge -dijo este-. Queda detenido como sospechoso de agresión sexual y violación. No está obligado a hacer declaraciones, pero cualquier información que omita en su interrogatorio y declare luego ante un tribunal puede tener consecuencias perjudiciales para su defensa. Todo lo que diga puede ser utilizado en su contra. ¿Está claro?
Sábado, 17 de enero de 2010
De pronto la vio. Estaba doblando la esquina corriendo a ritmo suave: vista con sus binoculares de visión nocturna era una esbelta figura verde contra los tonos grises de la oscuridad.
Se giró, aterrado ante la posibilidad de que pudiera suceder algo, y echó una rápida mirada a ambos lados de la calle. Aparte de Jessie, que se le acercaba rápidamente, estaba desierta.
Corrió la puerta lateral, agarró la falsa nevera con ambos brazos y bajó al bordillo dando un paso atrás y tambaleándose; luego soltó un grito de dolor:
– ¡Ay, mi espalda, mi espalda! ¡Dios mío, ayuda!
Jessie se paró de golpe al ver a alguien vestido con anorak, vaqueros y gorra de béisbol que parecía tener problemas para sostener una nevera a medio sacar de una furgoneta Volkswagen.
– ¡Ay, Dios! -volvió a gritar.
– ¿Puedo ayudarle? -preguntó ella.
– Por favor, rápido. ¡No puedo con ella!
Ella se acercó a toda prisa para ayudarle, pero cuando tocó la nevera el tacto le resultó extraño, para nada el de una nevera.
Una mano la agarró por la nuca, tirando de ella hacia el interior de la furgoneta. Ella cayó revolviéndose y se golpeó la cabeza contra algo duro y sólido. Antes de que pudiera recuperar la conciencia, le cayó un gran peso en la espalda que la aplastó; a continuación le colocaron algo dulce y húmedo contra la cara, algo que le irritaba la nariz y la garganta y que la hacía llorar.
El pánico se apoderó de ella.
Intentó recordar los movimientos que había aprendido. Aún llevaba poco tiempo yendo a clases de kick-boxing, era una novata, pero había aprendido un concepto básico: «Cúrvate antes de golpear». El golpe, por si solo, no desarrolla suficiente energía. Primero había que acercar las rodillas al cuerpo y luego lanzar las piernas. Tosiendo, escupiendo, intentando no aspirar aquel vapor tóxico y penetrante, aunque ya algo mareada, pegó los codos al cuerpo y rodó hacia un lado, intentando liberarse. Ya veía borroso, pero flexionó las rodillas y luego soltó una fuerte patada.
Sintió que había dado contra algo. Oyó un gruñido de dolor, y algo que caía por el suelo. Volvió a golpear, se quitó aquellas manos de la cabeza, se revolvió, cada vez más mareada y débil. Volvía a tener aquella cosa húmeda y dulce pegada al rostro, irritándole los ojos. Se echó hacia un lado, liberándose, golpeando duro con ambos pies a la vez, aún más mareada.
El peso que tenía sobre la espalda cedió. Oyó algo que se deslizaba, y luego el ruido de la puerta al cerrarse. Intentó levantarse. Una cara enmascarada la miraba a través de unas ranuras practicadas a la altura de los ojos. Intentó gritar, pero su cerebro iba a cámara lenta y había perdido la conexión con su boca. No pudo emitir ningún sonido. Se quedó mirando el pasamontañas negro. Lo veía todo borroso. Su cerebro intentaba procesar lo que estaba pasando, pero en el interior de su cabeza todo daba vueltas. Sentía un profundo torpor y unas terribles náuseas.
Entonces notó de nuevo aquella cosa húmeda, viscosa y penetrante.
Se quedó sin fuerzas, atrapada en un vórtice negro, cayendo cada vez más hondo. Sumiéndose en un abismo insondable.
Sábado, 17 de enero de 2010
En la sala de operaciones de la comisaría central de Brighton había un ambiente casi de fiesta. Grace ordenó al equipo de vigilancia que se retirara; podían volverse a casa. Pero no estaba de humor para compartir su euforia, y tardaría aún un rato en volverse a casa.
El tal John Kerridge -Yac- le había tocado las narices desde el principio. Le habían soltado demasiado rápido, sin interrogarlo e investigarlo a fondo. Menos mal que habían pillado a aquel monstruo antes de que pudiera hacer daño a otra víctima, o habrían quedado aún peor ante la opinión pública.
Tal como estaban las cosas tendrían que responder a unas cuantas preguntas difíciles, y él tendría que encargarse de buscar respuestas convincentes.
Se maldecía a sí mismo por haber permitido que Norman Potting llevara el interrogatorio inicial, y por haber accedido enseguida a su petición de liberar a Kerridge. A partir de aquel momento participaría activamente, tanto en su planificación como en los interrogatorios en sí.
Concentrado en sus pensamientos, salió de la comisaría y se dirigió hacia el centro de custodia, tras la Sussex House, donde se habían llevado a Kerridge. Se esperaba que en cualquier momento le llamara Kevin Spinella, del Argus.
Eran poco más de las siete de la tarde cuando aparcó el Ford Focus frente a la sede central del D.I.C., un edificio largo de dos plantas. Llamó a Cleo para decirle que, con un poco de suerte, podría llegar a casa antes de lo que pensaba; en cualquier caso, antes de medianoche. Luego salió del coche. Justo en aquel momento le sonó el teléfono. Pero no era Spinella.
Era el inspector Rob Leet, el Golf 99: el responsable de turno de todos los incidentes graves de la ciudad. Leet era un oficial muy tranquilo y capaz.
– Señor, no sé si estará relacionado, pero acabo de recibir un informe del Sector Este: una unidad ha asistido al incendio de una furgoneta en un campo, algo lejos, al norte de Patcham.
Grace frunció el ceño.
– ¿Qué información tiene?
– Parece que ha ardido mucho tiempo: está muy consumida. La brigada de bomberos va de camino. Pero he pensado que podría interesarle porque es un modelo actual de Ford Transit, como el de la alerta que tiene puesta.
A Grace aquella noticia le inquietó.
– ¿Hay muertos?
– Parece que está vacía.
– ¿No han visto a nadie saliendo de ella?
– No.
– ¿Hay algo de la matrícula?
– Me han dicho que las matrículas están tan quemadas que resultan irreconocibles, señor.
– Bueno, gracias. Tenemos a nuestro hombre bajo custodia. Puede que no esté relacionado. Pero manténgame informado.
– Así lo haré, señor.
Grace colgó y entró en la Sussex House, saludando con un gesto de la cabeza al guardia de noche.
– Hola, Duncan. ¿Cómo van las carreras?
El guardia, un tipo alto y atlético de cuarenta y cuatro años, le sonrió, orgulloso.
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