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P. James: Sabor a muerte

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P. James Sabor a muerte

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Adam Dalgliesh tendrá que desvelar en esta ocasión el misterio que rodea el asesinato de dos hombres a los que la muerte ha unido pero que en vida raramente habrían coincidido: un barón y un vagabundo alcohólico. Antes de alcanzar su objetivo, no obstante, deberá enfrentarse a un crimen que conmueve la opinión pública e introducirse en las mansiones de la enigmática clase alta londinense.

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– ¡Mira, Darren, qué hermosas! ¡Las primeras dalias! No creía que llegaran a florecer. No, no las cojas. Están muy bonitas aquí.

El niño se había agachado y tendía ya la mano hacia las flores, pero al hablar ella se enderezó y se metió la sucia mano en el bolsillo.

– ¿No las quiere para la Virgen?

– Para Nuestra Señora tenemos ya las rosas de tu tío.

¡Si al menos fueran de su tío! Pensó que debía preguntárselo. No podía seguir con aquello, ofreciendo a Nuestra Señora flores robadas, si es que eran robadas. Pero ¿y si no lo eran y ella le acusaba injustamente? En ese caso, destruiría todo lo que había entre ellos dos. Y ahora no podía perderlo. Por otra parte, eso podría meterle en la cabeza la idea del robo. Surgieron en su mente aquellas frases recordadas a medias: corrupción de la inocencia, ocasión de pecado. Decidió que le convendría pensar profundamente al respecto. Pero ahora no, todavía no.

Buscó en su bolso su llavero de madera, y trató de introducir la llave en la cerradura. Sin embargo, no pudo conseguirlo. Perpleja, pero todavía tranquila, hizo girar el pomo y la pesada puerta de hierro se abrió. Ya estaba abierta, pues había una llave en la cerradura por el otro lado. El pasillo estaba silencioso y a oscuras, y la puerta de roble que conducía a la sacristía pequeña, a la izquierda, estaba bien cerrada. Por consiguiente, el padre Barnes debía de encontrarse allí. Sin embargo, era extraño que hubiera llegado antes que ella. ¿Y por qué no había dejado encendida la luz del pasillo? Cuando su mano enguantada encontró el interruptor, Darren se escabulló junto a ella, en dirección a la reja de hierro forjado que separaba el pasillo de la nave de la iglesia. Le gustaba encender un cirio cuando llegaba, pasando sus delgados brazos a través de la reja para llegar al candelabro y a la caja de las limosnas. Al iniciar su camino, ella le había entregado, como de costumbre, una moneda de diez peniques, y ahora oyó un leve tintineo mientras el niño metía su vela en el soporte y buscaba las cerillas sujetas por una cadenilla al brazo metálico.

Y fue entonces, en aquel preciso momento, cuando notó el primer indicio de inquietud. Cierta premonición alertó su subconsciente; interiores inquietudes y una vaga sensación de intranquilidad se unieron para convertirse en temor. Había un leve olor, extraño pero al mismo tiempo horriblemente familiar; la sensación de una presencia reciente; el posible significado de aquella puerta exterior sin cerrar, la oscuridad del pasillo… De pronto, supo que allí había algo alarmante, e instintivamente exclamó:

– ¡Darren!

El niño se volvió y la miró fijamente, y a continuación, inmediatamente, volvió a su lado.

Poco a poco al principio, y después con un movimiento brusco, ella abrió la puerta. La luz la deslumbró. El largo tubo fluorescente que desfiguraba el techo estaba encendido y su resplandor eclipsaba la suave luz del pasillo. Y pudo ver entonces el horror personificado.

Eran dos, y supo instantáneamente y con absoluta certeza que estaban muertos. La habitación era una especie de caos. Los habían degollado y parecían animales sacrificados en medio de un charco de sangre. Instintivamente, empujó a Darren detrás de ella, pero ya era tarde. Él también lo había visto. No gritó, pero notó que el niño temblaba y profería un leve y patético gruñido, como un cachorro enfadado. Lo empujó hacia el pasillo, cerró la puerta y se apoyó en ella. Notaba perfectamente un frío incontrolable, acompañado por los tumultuosos latidos de su corazón. Parecía como si éste se hubiera hinchado en su pecho, y como si, enorme y caliente, estremeciera su frágil cuerpo con un doloroso tamborileo, como dispuesto a partirla en dos. Y el olor, que al principio había sido insinuante, casi imperceptible, poco más que una tonalidad extraña en el aire, parecía ahora invadir el pasillo con los intensos efluvios de la muerte.

La señorita Wharton oprimió su espalda contra la puerta, agradeciendo el apoyo que le ofrecía aquella sólida madera de roble tallada. Sin embargo, ni esta solidez ni sus ojos estrechamente cerrados podían ahuyentar el horror. Tan vivamente iluminados como si estuvieran en un escenario, seguía viendo los cadáveres, bajo una luz más brillante e intensa que cuando sus ojos horrorizados los hablan visto por primera vez. Uno de ellos se había deslizado desde el bajo camastro situado a la derecha de la puerta y yacía en el suelo, mirándola, con la boca abierta y la cabeza casi separada del tronco. Volvía a ver las venas y arterias seccionadas, asomando como tuberías retorcidas a través de los coágulos de sangre. El otro estaba apoyado torpemente, como un muñeco de trapo, en la pared más distante. Su cabeza había caído hacia adelante, y sobre su pecho se había extendido una gran mancha de sangre, como un babero. Todavía llevaba en la cabeza un gorro de lana marrón y azul, pero lo llevaba de través. El ojo derecho quedaba oculto, pero el izquierdo la miraba con una espantosa familiaridad. Así mutilados, le parecía a ella como si todo lo humano se hubiera vaciado junto con la sangre: vida, identidad y dignidad. Ya no parecían dos hombres. Y había sangre en todas partes. Tuvo la sensación de que ella misma se estaba ahogando en sangre. La sangre se agolpaba en sus oídos, la sangre gorgoteaba como un vómito en su garganta, la sangre salpicaba, en forma de glóbulos brillantes, las retinas de sus ojos cerrados. Aquellas imágenes de muerte, que no le era posible disipar, flotaban ante ella en un torbellino de sangre, se disolvían, volvían a formarse y después se disolvían de nuevo, pero siempre entre un mar de sangre. Y entonces oyó la voz de Darren y notó la mano de éste que tiraba de su manga.

– Es mejor que nos larguemos de aquí antes de que llegue la poli. ¡Vamos! Nosotros no hemos visto nada. ¡Nada! No hemos estado aquí.

Había en su voz la nota aguda del miedo. Se aferraba al brazo de ella. A través de la delgada tela de mezclilla, sus dedos mordían, agudos como dientes. Suavemente, ella se soltó. Cuando habló, le sorprendió la tranquilidad que había en su voz.

– No digas tonterías, Darren. Desde luego, nadie sospechará de nosotros. En cambio, huir… eso sí que parecería sospechoso.

Le empujó a lo largo del pasillo.

– Yo me quedo aquí. Tú irás a buscar ayuda. Debemos cerrar la puerta con llave. Yo esperaré aquí mientras vas a buscar al padre Barnes. ¿Sabes dónde está la vicaría? Es el piso de la esquina, en aquella manzana de Harrow Road. Él sabrá lo que hay que hacer. Él avisará a la policía.

– Pero usted no puede quedarse sola aquí. ¿Y si él está todavía aquí? ¿En la iglesia, esperando y vigilando? Es mejor que nos marchemos los dos, ¿vale?

La autoridad que había en aquella voz infantil la desconcertó.

– Pero es que no me parece bien, Darren, dejarlos aquí. Los dos no. Me parece… bueno, desacertado. Yo debería quedarme.

– Tonterías. Usted no puede hacer nada. Están muertos, un par de fiambres. Ya los ha visto.

Hizo un rápido gesto como si pasara la hoja de un cuchillo a través de su garganta, puso los ojos en blanco y carraspeó. El sonido fue horriblemente real, como un vómito sanguinolento en su boca, y ella gritó:

– ¡Por favor, Darren, no hagas eso!

Inmediatamente, él se mostró conciliador, con una voz más tranquila. Puso su mano sobre la de ella.

– Será mejor que venga conmigo a ver al padre Barnes.

Ella bajó la vista y le miró, compungida, como si fuera ella la menor de los dos.

– Si lo crees así, Darren.

Él había asumido ya el mando y su cuerpecillo casi vibraba.

– Sí, es lo que yo creo. Venga conmigo.

Estaba excitado. Ella lo oyó en el temblor de su voz, y lo vio en aquellos ojos brillantes. Ya no estaba asustado y, en realidad, ni siquiera trastornado. Había sido una tontería pensar que había que protegerlo contra aquel horror. Aquel brote de temor al pensar en la policía se había desvanecido. La señorita Wharton llegó a preguntarse si, criado entre aquellas impresionantes y fugaces imágenes de violencia, el niño sabría distinguir entre ellas y la realidad. Tal vez fuese una suerte que, protegido por su propia inocencia, no consiguiera hacerlo. Darren apoyó su delgado brazo en los hombros de ella acompañándola hacia la puerta, y ella se apoyó en el niño, notando aquellos duros huesecillos bajo su brazo.

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