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P. James: Sabor a muerte

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P. James Sabor a muerte

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Adam Dalgliesh tendrá que desvelar en esta ocasión el misterio que rodea el asesinato de dos hombres a los que la muerte ha unido pero que en vida raramente habrían coincidido: un barón y un vagabundo alcohólico. Antes de alcanzar su objetivo, no obstante, deberá enfrentarse a un crimen que conmueve la opinión pública e introducirse en las mansiones de la enigmática clase alta londinense.

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– Hace mucho frío, Darren -dijo ella-. ¿No deberías ponerte la capucha?

Él encogió sus delgados hombros y meneó la cabeza. A la señorita Wharton la sorprendía lo poco que llevaba el pequeño como ropa de abrigo, y la indiferencia que demostraba ante el frío. A veces, le parecía que el niño prefería vivir sometido a un escalofrío perpetuo. A lo mejor, abrigarse en una fría mañana de otoño era algo considerado poco viril, y por otra parte tenía muy buen aspecto con su tabardo provisto de capucha. Se sintió aliviada la primera vez que apareció con él; era una prenda de un azul chillón con rayas rojas, cara y evidentemente nueva. Un signo tranquilizador de que la madre a la que ella nunca había visto y de la que él nunca hablaba, trataba de prodigarle los debidos cuidados.

El miércoles era el día que ella destinaba a cambiar las flores, y aquella mañana llevaba un ramito de rosas, envuelto en papel de seda, y otro de pequeños crisantemos blancos. Los tallos estaban húmedos y notaba cómo se filtraba la humedad a través de sus guantes de lana. Las flores estaban todavía en capullo, pero una de ellas empezaba a abrirse y eso le produjo una evocación transitoria del verano, que traía consigo una antigua ansiedad. Darren solía llegar a aquellas citas matinales en la iglesia con un obsequio floral. Le dijo que las flores procedían de la casa de campo del tío Frank, en Brixton. Sin embargo, ¿sería verdad? Y además, estaba aquel salmón ahumado, su obsequio del último viernes, que le entregó directamente poco antes de la hora de la cena. Le explicó que se lo había dado el tío Joe, que era el propietario de un café en el camino de Kilburn. Sin embargo, aquellas lonchas, tan jugosas y deliciosas, así como la bandeja blanca en que estaban depositadas, tenían completa semejanza con todo lo que ella había contemplado, con un anhelo sin la menor esperanza, en Marks and Spencer, con la excepción de que alguien había arrancado la etiqueta. El niño se sentó ante ella, observándola mientras comía, haciendo una mueca extravagante de disgusto cuando ella sugirió que compartieran el manjar, pero mirándola fijamente, con una satisfacción concentrada, casi airada; algo semejante, pensó ella, a la madre que observa a su hijo convaleciente cuando éste toma sus primeros bocados sólidos. Sin embargo, ella se lo comió todo, y, con aquel sabor delicioso todavía presente en su paladar, le había parecido una ingratitud interrogarlo a fondo. Sin embargo, los obsequios se estaban sucediendo cada vez con mayor frecuencia. Si le traía más cosas, sería preciso tener una breve charla con él.

De pronto, el niño lanzó un grito, echó a correr con todas sus fuerzas hacia adelante y de un salto se plantó en la orilla. Ahí se quedó balanceándose, temblorosas sus delgadas piernas, con aquellas zapatillas de deporte, blancas y de suela gruesa, que ofrecían un aspecto incongruentemente pesado para aquellas piernecillas huesudas. Solía mostrar esos repentinos brotes de actividad, adelantándose a la carrera para ocultarse entre las matas y saltar después hacia ella, brincando sobre los charcos de agua, buscando botellas rotas y latas de conserva en la cuneta y arrojándolas al agua con una energía desesperada. Ella fingía asustarse cuando él se presentaba pegando un brinco, le aconsejaba que tuviera cuidado cuando trepaba por alguna de las ramas más inclinadas y cuando se colgaba de ella, casi rozando el agua. Sin embargo, en realidad disfrutaba con aquella vitalidad. Resultaba menos preocupante que el letargo que tan a menudo parecía apoderarse de él. Ahora al contemplar su cara, con aquellas muecas de mono, mientras se balanceaba con los dos brazos, retorciendo frenéticamente el cuerpo y mostrando el blanco plateado de su delicada caja torácica bajo la pálida piel, allí donde la chaqueta se separaba de sus pantalones vaqueros, la señorita Wharton experimentó una sensación de cariño tan dolorosa como una lanzada en su corazón. Y con el dolor volvió aquella antigua ansiedad. Cuando el niño se dejó caer junto a ella, le preguntó:

– Darren, ¿estás seguro de que a tu madre no le importa que vengas a Saint Matthew para ayudarme?

– Qué va, ya le dije que no pasa nada.

– Es que vienes a mi casa muy a menudo. A mí me gusta, pero ¿estás seguro de que a ella no le importa?

– Mire, ya se lo he dicho muchas veces. No pasa nada.

– Sin embargo, ¿no sería mejor que fuese a verla, sólo para conocerla y para que sepa con quién estás?

– Ya lo sabe. Además, no está en casa. Ha ido a visitar a mi tío Ron, de Romford.

Otro tío. Ya no sabía ni cómo llevar la cuenta de ellos. Entonces, surgió en ella nueva ansiedad.

– ¿Quién cuida de ti, Darren? ¿Quién hay en tu casa?

– Nadie. Duermo con una vecina hasta que ella regrese. Estoy la mar de bien.

– ¿Y la escuela de hoy?

– Ya se lo he dicho. No tengo que ir. Es fiesta, ¡hoy es fiesta! ¡Ya se lo he dicho!

Su voz había alcanzado un tono alto, casi histérico. Entonces, al ver que ella no hablaba, se puso a su lado y le explicó con más calma:

– Hoy venden Andrex a cuarenta y ocho peniques la doble ración de panecillos, en Notting Hill. En aquel supermercado nuevo. Si le interesa, puedo conseguirle un par de panecillos.

Ella pensó que el niño debía de pasar mucho tiempo en los supermercados, comprando para su madre, en su camino de regreso a casa al salir de la escuela. Tenía una habilidad especial para encontrar gangas, y siempre le hablaba de ofertas especiales en los artículos más baratos. Contestó:

– Procuraré ir allí yo misma, Darren. Se trata de un precio muy interesante.

– Sí, eso es lo que pensé. Es un buen precio. Es la primera vez que veo venderlos a menos de cincuenta peniques.

Durante casi todo el camino, el objetivo de ambos había estado a la vista: la cúpula de cobre verdoso del campanario de aquella extraordinaria basílica románica de Arthur Blomfield, construida en 1870, junto a aquella indolente arteria urbana acuática, con tanto aplomo como si la hubiera erigido junto al Gran Canal de Venecia. En su primera visita a Saint Matthew, nueve años antes, la señorita Wharton había decidido que convenía admirarla, puesto que era su iglesia parroquial y ofrecía lo que ella describía como privilegios católicos. A partir de entonces, había apartado con firmeza de su mente la arquitectura del edificio, junto con sus recuerdos de arcos normandos, retablos de talla y las familiares torres del estilo inglés primitivo. Creía que se había acostumbrado ya a él, pero todavía se sentía levemente sorprendida cuando veía al padre Barnes acompañar a grupos de visitantes, expertos interesados en la arquitectura victoriana, que no ocultaban su entusiasmo ante el baldaquino, admiraban las pinturas prerrafaelitas en los ocho paneles del púlpito, o plantaban sus trípodes para fotografiar el ábside, y comparaban el templo, con un tono confiado y poco eclesiástico (incluso los expertos debieran aprender a bajar sus voces en la iglesia), con la catedral de Torcello, cerca de Venecia, o con la basílica similar que Blomfield había construido en Jericho, en Oxford.

Y ahora, como siempre, con aquella presencia impresionante, se erguía ante ellos. Atravesaron la verja entre las barandillas del canal y enfilaron el camino de grava que conducía al pórtico de la puerta sur, cuya llave obraba en poder de la señorita Wharton. Esta puerta conducía a la sacristía pequeña, donde ella colgaba su abrigo, y a la cocina, donde limpiaba los jarrones y disponía las flores frescas. Cuando llegaron ante la puerta, ella contempló el pequeño parterre de flores que los jardineros de la parroquia trataban de cultivar, con más optimismo que éxito, en la poco agradecida tierra junto al camino.

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