Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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– ¿Mitch? -Era Curtis, que hablaba por el walkie-talkie-. ¿Está bien?

– Algunas magulladuras. -Se bajó el calcetín para examinarse el tobillo, que ya se estaba poniendo morado-. Pero no creo que corra más que esa cosa. Le he pegado un par de tiros, pero ni siquiera ha aflojado la marcha. Ahora se ha puesto a fregar el jodido suelo.

– Eso está bien. Que haga lo que tiene que hacer.

– Bueno, y, entre tanto, ¿qué hacemos?

– Poner en práctica una idea que se me ha ocurrido. Vamos a bombardear al hijo de puta ese.

– ¿Cómo?

– Dejaremos caer algo que ensucie el suelo. Y cuando esté debajo de nosotros, le soltamos un bombazo. Lanzaremos algo muy pesado.

– Puede que dé resultado.

– Agache la cabeza, amigo -dijo Curtis, con una risita ahogada-. Le avisaré cuando tengamos preparado el pepinazo.

– Creo que ya sé lo que podemos utilizar -anunció Helen. Los condujo a un cuarto cerca de los ascensores donde un objeto solitario aguardaba en un carrito su destino final.

La cabeza del Buda medía un metro de altura. Era lo único que quedaba de una milenaria estatua de bronce, que debía de haber sido enorme, de la dinastía Tang. Curtis cogió la usnisa, la protuberancia en lo alto de la cabeza del Buda que indicaba el acceso a la suprema sabiduría, y removió suavemente el objeto.

– Tiene razón -le dijo a Helen-. Es perfecto. Debe de pesar cien kilos.

Joan sacudió la cabeza, horrorizada. No sabía qué parte de su ser se sentía más ofendida: la budista o la amante del arte.

– ¡No, no pueden hacerlo! ¡Eso no tiene precio! ¡Díselo, Jenny! ¡Es un objeto sagrado!

– Estrictamente hablando -repuso Jenny-, budismo y taoísmo son dos cosas diametralmente opuestas. No veo nada malo en ello, Joan.

– Ray, díselo.

Richardson se encogió de hombros.

– Yo digo que utilicemos ese Buda para liquidar al robot antes de que el robot liquide a Mitch.

Empujaron el carrito con la estatua hacia la galería y, mientras Curtis y Richardson situaban la cabeza un poco más allá del sitio por donde se había desplomado Arnon, Jenny se dirigió a la cocina, donde el aire ya era respirable, a buscar algo para ensuciar el pulido suelo del robot. Cebo para la bomba, como decía Curtis. Volvió con un par de botellas de ketchup.

– Esto cabreará mucho a esa cosa -anunció.

Mitch vio que el robot daba media vuelta, apartándose del limpio suelo bajo el piano, y enfocaba la cámara hacia el estallido de cristal y ketchup sobre el mármol inmaculado. Se dirigió inmediatamente hacia la nueva mancha, inspeccionando el contorno de la gran tarea de limpieza que le aguardaba.

– Esperad mi señal -dijo Mitch-. Todavía está al borde de la mancha. Dejaremos que el cabrón esté bien en el centro para que podáis acertarle de lleno.

Pero el robot permaneció al borde de la mancha, como si recelase alguna trampa.

– ¿Qué hace? -preguntó Jenny.

– Me parece que…

De pronto, el robot aceleró hacia el centro de la extensa salpicadura de ketchup y Mitch gritó:

– ¡Ahora! ¡Tiradlo ya!

La cabeza del Buda pareció tardar una eternidad en llegar al suelo. Como colgada de hilos invisibles, apenas moviéndose en el aire, cayó con serenidad, como instando a la tierra a ser testigo del acontecimiento decisivo de su último viaje, hasta que, con un tremendo impacto, se estrelló sobre el robot SAM y lo convirtió en una lluvia de metal y plástico.

Mitch se agachó bajo el muro del estanque para protegerse de los restos que volaban por encima de su cabeza. Cuando volvió a mirar, el robot había desaparecido.

En cuanto el aire de la sala de juntas volvió a ser perfectamente respirable, Bob Beech anunció que quería volver al ordenador para seguir sondeando las intenciones de Ismael.

Curtis intentó disuadirle.

– ¿Va a volver ahí dentro? ¿A jugar al ajedrez?

– Mi posición es mejor de lo que había pensado. El juego de Ismael me parece un tanto vacilante. Sí, de eso estoy seguro.

– Suponga que Ismael prepara otra jugadita como la de antes. Imagínese que le ataca con gases. Y, entonces, ¿qué? ¿Ha pensado en eso?

– Mire, creo que en realidad sólo quería matar a Willis Ellery.

– ¿Y eso le parece bien?

– No, claro que no. Lo único que digo es que no me pasará nada mientras siga jugando con él. Además…, no creo que lo entienda.

– Pruebe -le desafió Curtis.

– Es algo más que un juego. Yo he creado a ese monstruo, Curtis. Si tiene alma, me parece que tengo derecho a conocerla. Al creador le gustaría hablar con su criatura, si lo prefiere. Al fin y al cabo, soy yo quien ha sacado a Ismael de las tinieblas. Pese a todo lo que ha hecho, no puedo considerarlo mi enemigo. Quiero que Ismael me hable, que se explique. Podemos establecer un diálogo. A lo mejor encuentro la manera de desarmar la bomba de relojería.

Curtis se encogió de hombros.

– Allá usted.

Cuando Beech se sentó de nuevo frente a la pantalla, el cuaternio se volvió hacia él. Luego se inclinó, como saludando la continuación de la partida. Aunque había memorizado el tablero y ya sabía el movimiento que iba a hacer, Beech estudió las piezas durante unos momentos. Tenía la impresión de que Ismael había cometido un error.

Pulsó el ratón, moviendo el rey a b1.

Se alegraba de que los demás tuviesen miedo de volver. Ahora tendría ocasión de estar a solas con su Prometeo electrónico. Además, tenía su propia lista de prioridades para presentar a su criatura.

La cabeza estaba hueca, como un gigantesco huevo de chocolate: el rostro se había desprendido en un solo trozo. Mitch vio que, por la otra cara del metal, se reconocían con todo detalle los labios y los ojos del Buda. Echó a andar, cojeando, entre los revueltos restos del Buda y del robot SAM, preguntándose cuál sería la premonición del feng shui por haber profanado la imagen del mayor santo de Extremo Oriente.

Tras el mostrador en forma de herradura, de cerámica resistente al calor, no había ni rastro del holograma de Kelly Pendry. Mitch casi sintió alivio. Al menos no tendría que soportar su incansable jovialidad. Pero el holograma debía activarse cada vez que alguien penetraba en el plano inclinado que limitaba el ámbito de interacción de Kelly Pendry. Si el holograma no funcionaba, la puerta de entrada tenía que estar abierta.

– Demasiada suerte -dijo en alta voz, pero siguió hasta la puerta de todos modos, para asegurarse.

Seguía cerrada. Apoyó la nariz en el cristal tintado, tratando de ver si había alguien en la plaza, pero convencido de que no era probable. Apenas distinguió los bloques hidráulicos del Pavimento Disuasorio, que formaban altibajos para mantener a la gente alejada de la plaza. Un par de veces vio pasar las destellantes luces de un coche patrulla por Hope Street, y aquello fue suficiente para que empezara a golpear la puerta con la palma de la mano, al tiempo que daba gritos de auxilio. Pero sabía que era una pérdida de tiempo. El panel de vidrio apenas se estremecía bajo sus puños. Era igual que golpear un muro de hormigón.

– ¿Mitch? -graznó el walkie-talkie-. ¿Estás bien? ¿Qué ocurre? -Era Jenny otra vez-. Te he oído gritar.

– No es nada -contestó él-. He perdido un momento la cabeza, eso es todo. Supongo que ha sido el hecho de estar cerca de la puerta. -Tras lo cual, en tono optimista, añadió-: Te llamaré cuando haga funcionar el láser.

Volvió a colocar el aparato en el cinturón de Dukes y regresó al mostrador, preguntándose si realmente sabía lo que se hacía.

Su experiencia con aparatos de láser era escasa, por no decir nula. Quizá tuviese razón Ray Richardson. Era bastante probable que sólo consiguiera quedarse ciego. O algo peor. Pero ¿qué podía hacer, si no?

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