Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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– Pero ¿qué clase de pregunta es ésa?

– Allen Grabel sabría contestar.

Mitch sabía que Grabel, judío, también era agnóstico.

– Conque sí, ¿eh? Mitch, eres un tío muy raro, ¿sabes? ¿Que si creo en Dios? Es una pregunta difícil. Bueno, vamos a ver. -Hizo una pausa-. Pienso que si de mi finitud deduzco que no soy el Todo, y de mi imperfección que no soy perfecto, podría decirse que el infinito y la perfección existen, porque la infinitud y la perfección están implícitas, como correlatos, en mis ideas de imperfección y finitud. De manera que podría afirmarse que Dios existe. Sí, Mitch, creo que existe.

– Muy interesante -comentó Mitch-. Pero sabes, a una pregunta tan compleja se suele dar una respuesta muy sencilla.

Mitch soltó el teléfono de servicio y siguió bajando, sólo que mucho más rápido que antes, consciente de que, por lo que fuese, Ismael había querido entretenerlo. Era hora de salir del pozo… y rápido.

– ¡Mitch! -gritó la voz por el teléfono-. ¡No me dejes aquí, por favor!

Pero Mitch ya había quitado los pies de los peldaños y, apretándolos contra los lados de la escalera, recorrió los últimos quince o veinte metros deslizándose como un bombero al oír la llamada de emergencia, mientras los sensores encendían las bombillas en rápida sucesión y él se alejaba del teléfono, bajando cada vez más deprisa. Al pasar por la segunda planta, volvió a agarrarse a la escalera, bajó rápidamente los últimos peldaños y, tras embestir con el hombro contra la puerta del pozo, se derrumbó en el suelo del local técnico de la primera planta. Se le enredó el pie en uno de los muchos cables del pozo y por un breve instante, mientras agitaba la pierna para liberarse, pensó que el cable le había atrapado como el tentáculo de un pulpo gigantesco. Avanzó a gatas por el suelo, apartándose del pozo y, apoyado contra un armario, esperó a recobrar el aliento y la calma.

– Joder, ¿cómo lo has hecho? -preguntó en voz alta, casi con reverencia-. ¿Cómo has imitado la voz de Grabel? ¡Pero si hasta la risa parecía la suya, coño!

Luego comprendió cómo podría haberlo hecho. En algún momento, el ordenador había tomado muestras de la voz de Grabel, convirtiendo cada una de ellas en un número binario que posteriormente podía grabarse como una serie de impulsos. ¿Suficiente para una conversación entera? ¿Y teológica, por añadidura? Era fantástico. Si Ismael era capaz de eso, entonces podía hacer cualquier cosa.

Cualquier cosa, quizá no. Mitch se dijo que, al fin y al cabo, seguía vivo. Entonces, ¿por qué lo había hecho? No para divertirle a él, en todo caso.

Se incorporó, volvió a la puerta abierta del pozo de ventilación y asomó cautelosamente la cabeza. No parecía distinto de antes. Y, sin embargo, había algo. Algo que presentía en la médula de los huesos. Esperaba no tener que subir de nuevo para averiguar lo que Ismael le había preparado.

Se dirigió hacia las luces del atrio. Caminaba con sigilo, medio esperando que se abriera una puerta para encontrarse ante otra sorpresa del ordenador. Llegó al borde de la galería y se asomó por encima de la balaustrada para ver la distancia por la que debería deslizarse a lo largo del tirante.

Había calculado unos cinco metros, pero ahora veía que eran casi diez. No tuvo en cuenta que entre la planta baja y el primer nivel había doble altura. El descenso por el tirante podía resultar bastante brusco. Y llegar a él tampoco iba a ser nada fácil.

Se dirigió al borde de la galería, pasó la pierna sobre la balaustrada y puso el pie en el travesaño que salía de la enorme columna de sostén que llegaba al techo. El tirante salía del otro lado de la columna, y llegaba al suelo formando un ángulo de cuarenta y cinco grados. Cruzó el travesaño como un funámbulo y, rodeando la columna con una pierna y un brazo, fue tanteando para encontrar la continuación del travesaño al otro lado, por encima del tirante. La columna era ancha, aunque quizá no demasiado. Estirando la pierna buscó un saliente donde apoyar el pie y dar la vuelta. Al cabo de unos momentos lamentó que se le hubiera ocurrido aquello. Estaba claro que para llegar al otro lado tenía que abandonar por completo la seguridad del travesaño y meter el borde del zapato en el centímetro de grieta que se abría entre la juntura de una sección de la columna y la siguiente. Sería imposible volver atrás. No era mucho margen para arriesgar la vida. Una vez, cuando escalaba un acantilado frente al mar en sus tiempos de boy-scout, se había caído quizá sólo a la mitad de aquella altura y se había roto varios huesos. Guardaba un recuerdo muy vivo de la sensación de chocar contra las rocas y, ya inconsciente, de estar muerto. Sabía la suerte que había tenido entonces, y no pensaba tener tanta la segunda vez.

Tomando impulso, se apartó del travesaño y, agarrándose fuerte a la columna, como una mosca humana, fue avanzando centímetro a centímetro con el borde de los zapatos metidos en la minúscula fisura. No tardó más de un minuto, pero tuvo la impresión de que se había pasado toda la vida pegado a la columna y de que nunca llegaría a la otra parte.

Vista su situación de desventaja, Beech se decidió por un juego cerrado, con una apertura poco convencional, peón de f2 a f4, renunciando de momento a cualquier iniciativa. Desde el punto de vista de la simple aritmética, sabía que era mejor peón de e2 a e4, porque así despejaba cuatro escaques para la reina, pero al mismo tiempo dejaba un peón indefenso y Beech consideró que eso podría convertirse fácilmente en una fuente de problemas. Pensó, además, que Ismael conocería todos los análisis existentes sobre el juego abierto a partir de e2-e4. El hecho de que él jugase con exagerada prudencia no tenía, en su opinión, nada de extraño. Pero sí le pareció raro que Ismael demostrara una cautela semejante jugando con negras. Al cabo de veinte movimientos, Beech se sintió más que satisfecho con su posición. Al menos no sufriría una derrota en toda regla.

– ¿Qué tal está? -preguntó Jenny a Curtis.

Willis Ellery yacía con el pálido rostro vuelto hacia la pared, y sólo algún esporádico acceso de tos confirmaba que aún estaba vivo.

– Se pondrá bien, creo.

Jenny miró el reloj y luego el walkie-talkie que tenía en las manos.

– Casi ha pasado una hora -comentó.

– Nos quedan diez -murmuró Beech.

– Supongo que tardará más de lo que pensaba. Pero lo conseguirá, ya verá.

– Espero que tenga razón.

Marty Birnbaum, que tenía apoyada la cabeza en los antebrazos, alzó la vista, observó un momento a Bob Beech con ojos vidriosos y luego se inclinó hacia Curtis.

– Inspector -musitó.

– ¿Qué ocurre?

– Algo horrible.

– ¿Qué?

Birnbaum se pasó nerviosamente la mano por el rostro sin afeitar y se dio unos golpecitos en un lado de la nariz.

– Beech -explicó-. Bob Beech está ahí sentado, jugando al ajedrez. ¿Y sabe con quién juega?

– Con el ordenador. ¿Y qué?

– No, no juega con el ordenador. Eso es precisamente lo que quería decirle. -Birnbaum cogió su copa de vino vacía y se quedó mirándola-. Antes no me lo creía. Pero ahora que llevo pensándolo un rato, me doy cuenta de que ella sólo pretende hacernos creer que Beech está jugando con el ordenador.

– ¿Quién es ella?

– La Muerte. Beech está jugando al ajedrez con la Muerte.

– ¿Quién es ahora el supersticioso? -dijo Helen en tono desdeñoso.

– No, en serio. Estoy seguro.

Curtis cogió del suelo una botella de vino vacía y la puso en la mesa. Inmediatamente, Birnbaum la volcó sobre la copa.

– ¿Cuánto ha bebido? -preguntó Curtis.

Birnbaum miró la copa vacía con aire vacilante, tosió y sacudió la cabeza.

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