Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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– Cálmate, ¿quieres? -insistió Mitch-. Ella se refiere a la manera en que está plantado, no en dónde.

– ¿Y no es lo mismo? -inquirió Arnon.

– Jenny Bao…

– ¡Bau, bau, bau! -ladró Arnon-. ¡Maldita perra!

– … me ha dicho que plantar un árbol grande en una isla situada en un estanque es mal feng shui porque, enclavado en el rectángulo del perímetro, el árbol dibuja el ideograma chino que significa reclusión y dificultad.

Pasó por la mesa las fotocopias del dibujo que había hecho Jenny del ideograma chino kun:

картинка 2

Richardson miró el símbolo con desprecio.

– Oye -dijo-, si mal no recuerdo, me aseguró que sería buena idea hacer un estanque rectangular, porque se parecía a otro ideograma que significaba boca y simbolizaba…, ¿qué era…?, ah, sí, gente y prosperidad. Kay, quiero que lo mires en el ordenador, busca el acta de la reunión. A ver si jodemos de una vez a esa zorra.

Mitch sacudió la cabeza.

– Te refieres al ideograma kou. Pero con el signo mu, que significa árbol, en el medio, el kou se convierte en kun. ¿Entiendes lo que quiero decir? Jenny lo dejó muy claro, Ray: no firmará el certificado de feng shui a menos que lo cambiemos.

– ¿Cambiarlo? ¿Cómo? -exclamó Levine.

– Bueno, pues se me ha ocurrido una idea -contestó Mitch-. Podríamos construir otro estanque redondo dentro del cuadrado. De ese modo el círculo representaría el cielo, y el cuadrado, la tierra.

– ¡No lo puedo creer! -dijo Richardson-. El edificio más inteligente de Los Ángeles y nos ponemos a hablar de vudú. La próxima vez tendremos que sacrificar un gallo y salpicar la puerta con su sangre.

Suspiró y se pasó la mano por el corto cabello gris.

– Lo siento, Mitch. ¡Qué coño, tu idea me parece buena!

– La verdad es que ya se la he propuesto, y parece que le gusta.

– Bien hecho, amigo -comentó Richardson-. Dibújalo, ¿quieres? ¿Habéis oído, los demás? Mitch es de los que hacen falta aquí. Soluciona cosas. Próximo punto.

– Me temo que aún no hemos terminado con éste -prosiguió Mitch-. Jenny Bao también tiene un problema con la planta cuarta. En chino, la palabra cuatro significa muerte. O algo así.

– A lo mejor tiene razón -dijo Richardson-. Porque cuatro es el número de balas que le voy a meter en la jodida cabeza a esa zorra. Y luego le arrancaré todos los miembros y se los meteré hasta el fondo de su descomunal…

– ¡Cojonudo! -gritó Aidan Kenny.

Levine soltó una estrepitosa carcajada.

– ¿No se puede dejar un espacio donde estaba el cuarto piso? -sonrió Helen Hussey- Ya sabéis, suprimiéndolo del todo. Hacer que el quinto piso quede flotando por encima del tercero.

– ¿Tienes alguna solución, Mitch? -preguntó Joan.

– Esta vez me temo que no.

– A ver qué os parece ésta -terció Aidan Kenny-. La cuarta planta es donde hemos instalado el centro de informática. Allí están la sala principal de ordenadores, la estafeta del correo electrónico, la sala de tratamiento de imágenes, la sala de vídeo, la biblioteca multimedia con almacenaje de seguridad y el puente de mando, aparte de los diversos pasillos de servicio. Así que, ¿por qué no la llamamos centro de datos o algo así? Entonces tendríamos: segunda planta, tercera planta, centro de datos, quinta planta, lencería, complementos…

– No es mala idea, Aid -observó Richardson-. ¿Qué te parece, Mitch? ¿Lo aprobará Madame Blavatsky?

– Supongo que sí.

– ¿Willis? Has puesto mala cara. ¿Tienes alguna objeción?

Como ingeniero mecánico del proyecto, Willis Ellery debía planificar todo el complejo sistema de conducciones del edificio, cables, tubos y huecos de ascensores. Era un hombre corpulento, rubio y con un bigote manchado en las puntas por los muchos puros que fumaba fuera de la oficina. Se aclaró la garganta y asintió levemente con la cabeza, como tratando de entrar en la conversación a embestidas. Pese a la fuerza física que irradiaba, era un hombre de lo más apacible.

– Pues sí, creo que sí. ¿Qué vamos a hacer con los ascensores? -preguntó-. En las cabinas, todos los paneles indicadores llevan el número cuatro.

Richardson se encogió de hombros con aire impaciente.

– Habla con la Otis, Willis, que te hagan unos nuevos. No tiene que ser muy difícil hacer un panel indicador con una letra D en vez de un cuatro. -Señaló a Kay Killen, que estaba levantando acta de la reunión en su portátil-. Notifícaselo al cliente, Kay. Todas estas modificaciones vudú correrán a su cargo, no al nuestro.

– Hmm…, bueno…, organizar todo eso puede llevar cierto tiempo -intervino Ellery.

Richardson miró a Aidan Kenny con aire divertido.

– Aid, tú eres quien se va a pasar la mayor parte del tiempo en la cuarta planta de la Yu Corp. ¿Qué te parece? ¿Estás dispuesto a correr el riesgo? ¿Crees que tendrás suerte, gamberro?

– Soy irlandés, no chino -rió Kenny-. Nunca he tenido problemas con el cuatro. Mi padre decía que el afortunado poseedor de un trébol de cuatro hojas tendría suerte en el juego y no le afectaría el mal de ojo.

– De todos modos -apuntó Mitch-, será mejor que no se lo menciones ni a Cheech ni a Chong.

– ¿Quién coño son ésos? -inquirió Richardson.

– Bob Beech y Hideki Yojo -explicó Kenny-. De la Yu Corporation. Los que han instalado el superordenador y me han ayudado a poner a puntó los sistemas de gestión del edificio. En realidad, son mis damas de compañía. Están aquí para que no les joda los aparatos.

– ¿Crees que su presencia significa que hemos terminado y que el cliente puede ocupar el edificio? -bromeó David Arnon, sabiendo que, con arreglo a los pactos suscritos, eso habría permitido que su empresa, Elmo Sergo, abandonara la obra.

Mitch sonrió, consciente de lo ansioso que estaba Arnon por concluir el trabajo y, más concretamente, por perder de vista a Ray Richardson.

– Ah, Mitch -dijo Richardson-. Eso me recuerda una cosa. ¿Ya tienes fecha para la inspección previa a la entrega de llaves?

En el contrato para la construcción de un edificio, ésa era la fase en que el arquitecto reconocía que la obra estaba terminada y lista para su ocupación.

– Todavía no, Ray. Estamos haciendo las últimas comprobaciones de servicios y aparatos para la obtención del certificado provisional de habitabilidad.

– No lo dejes para muy tarde. Ya sabes cómo se me llena la agenda.

– Ah, se me olvidaba -dijo Kenny-. A propósito de fechas y agendas, hoy es el Big Bang. Nuestro ordenador se conecta a los terminales de todos nuestros proyectos en América.

– Aidan hace muy bien en recordárnoslo -comentó Ray Richardson-. Que estemos conectados es importante. Pronto haremos nuestras inspecciones de obra en circuito cerrado de televisión vía módem. Eso evitará que os manchéis esos zapatos detrescientos dólares, cabroncetes.

– A lo mejor podemos utilizar el sistema en la próxima reunión de proyecto -aventuró Kenny-. La mayor parte del SGE ya está en funcionamiento.

– Buen trabajo, Aid.

– ¿Y qué hay de la seguridad? -inquirió Tony Levine-. Mitch dice que han vuelto esos manifestantes.

– ¿Cómo es que han vuelto? -preguntó Richardson-. Hace seis meses que no los veíamos.

– No son ni la mitad que la última vez -dijo Mitch-. Sólo unos cuantos. Estudiantes en su mayoría. Supongo que es porque acaban de terminar el curso en la universidad.

– Ya sabes, Mitch, si hay problemas, da un telefonazo a Morgan Phillips, al Ayuntamiento. Que haga algo. Me debe un favor.

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