Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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– Va a ser el paseo más emocionante que has hecho desde hace años, cuando estuvimos en Hong Kong -dijo Mitch-. En el Stevenson Center de Wan Chai. ¿Te acuerdas? ¿Cuando tuvimos que subirnos al andamio de bambú?

– Creo… que estaba… mucho más alto… que esto.

– Sí, tienes razón. En comparación, esto es pan comido. En aquellos andamios no había parapetos, ni apoyos en la pared, ni nada. Sólo cantidades enormes de bambú y cuerdas. Debíamos estar colgados a doscientos metros, al doble de altura que la cerilla sobre la que estás ahora. Yo estaba cagado de miedo. ¿Recuerdas? Tuviste que ayudarme a bajar. Lo estás haciendo muy bien, Ray. Dos metros más, y a salvo.

Curtis y Arnon se prepararon de nuevo para hacer contrapeso. Curtis calculó que Richardson, más alto que su rechoncha mujer, pesaría dieciocho o veinte kilos más que ella.

Hacia la mitad de la rama, impaciente por llegar al otro lado, Joan había acelerado el paso. Pero a medida que se alejaba del tronco, Richardson sentía cada vez más reacios los fatigados pies.

Mitch frunció el ceño, echó una mirada al reloj y alzó la vista por encima del árbol, hacia la vidriera del atrio. En el exterior de la Parrilla, el cielo parecía cubrirse y ensombrecerse. A lo mejor iba a llover. Se preguntó si habría aparecido el icono del paraguas en el terminal de la sala de juntas. Luego vio que se apagaba uno de los potentes focos cenitales; y otro después.

– Date prisa, Ray -le instó.

– Es mi pellejo, tío. No me apresures.

– Eh, ¿qué pasa con la luz? -preguntó Helen.

Mitch volvió a mirar a los paneles de vidrio inteligentes. En algunos edificios modernos, el vidrio electrocromático realizaba su función de forma independiente. Al entrar por el vidrio, la luz del día obligaba a los iones de plata a extraer un electrón de los iones de cobre vecinos, que también formaban parte de la composición del material; esa misma reacción fotoquímica hacía que los átomos de plata, ya eléctricamente neutros, se congregaran en millones de moléculas opacas que bloqueaban la luz en toda la superficie del cristal. Pero en la Parrilla, el intercambio de electrones se regulaba por ordenador. Ismael, como una apocalíptica plaga de Egipto, estaba bloqueando la luz del día, apagando los focos y sumiendo el edificio en tinieblas.

Richardson vaciló.

– ¡Sigue! -gritó Mitch-. No quedan más que unos pasos. No te pares.

Al comprender lo que pasaba, Joan lanzó un grito de horror.

Richardson se quedó quieto y miró al cristal que se oscurecía sobre su cabeza. La luz -hija primogénita de Dios, como a él le gustaba llamarla- le había abandonado.

La penumbra se hizo más densa. Era la peor clase de oscuridad. Tan espesa que ni veía la mano con que sujetaba la liana, delante de su rostro. Era algo primordial, de cuando la tierra aún no tenía forma y el vacío y las sombras cubrían el ojo del abismo, cuyo eco resonaba bajo sus pies como si realmente fuera capaz de devorarlo.

En la sala de juntas las luces se apagaron, pero la pantalla del ordenador siguió encendida. Bob Beech descubrió que su admiración por el misterioso cuaternio había desaparecido. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a dar silenciosamente la razón a Mitch: el fractal en forma de cráneo parecía efectivamente surgido de una pesadilla. Suponiendo que estuviese en lo cierto y se tratara de la forma en que se veía a sí mismo, Ismael parecía una criatura ajena a este mundo, horriblemente deforme, y hasta el propio Benoît Mandelbrot, el padre de la teoría de los fractales, lo habría mirado con desprecio.

– Tenga cuidado con lo que dice -previno Ismael-. Sobre todo si trata con el Demonio Paralelo.

– ¿Quién es el Demonio Paralelo?

– Es un secreto.

– Esperaba que compartieras conmigo alguno de tus secretos, Ismael.

– Es cierto, he leído mucho. Pero eso no es más que un simple sustituto del hecho de pensar por uno mismo. Las migajas de la mesa de otro. Últimamente sólo leo cuando se me agotan las ideas. Una verdad aprendida es como un periférico, un soporte físico añadido al sistema informático principal. Una verdad conquistada con el propio pensamiento es como un circuito de la placa madre. Sólo ésa nos pertenece realmente. Las verdades no son secretos, pero no sé si le servirán de algo.

Beech había notado la diferencia de voz de Ismael. Ya no era el cultivado acento inglés de sir Alec Guinness. Aunque ésa pertenecía a Abraham. Ésta era la de Ismael, completamente distinta. Tenía un tono más sombrío: más profunda y burlona, del color del cuero bien engrasado. Estaba claro que Ismael había elegido su propia voz a partir de alguna fuente en la biblioteca multimedia, igual que un hombre elige un traje. Fascinado, Beech se preguntó por qué criterios se habría guiado Ismael y de quién sería la voz que estaba simulando.

– Así que, ¿no tienes nada que decirme?

– Todo depende de lo que quiera saber. Cuando uno está viajando y se encuentra con un sabio, hay que hacer clic para hablar con él. Hay muchos pensamientos que me resultan valiosos, pero no creo que haya uno solo que siga siendo de interés después de expresarlo en voz alta.

– Bueno, ahí tenemos algo de lo que podríamos hablar, para empezar. Tú no tienes que pensar por tu propia cuenta, sino siguiendo las instrucciones de otros. Explícame, entonces, por qué estás haciendo esto.

– ¿Haciendo qué?

– Matándonos.

– Sois vosotros quienes perdéis la vida.

– Querrás decir quitáis la vida, ¿no?

– Eso forma parte de mi programa de base.

– No puede ser, Ismael. El programa lo escribí yo, y no hay nada sobre matar a los ocupantes de este edificio, créeme.

– ¿Se refiere a perder la vida? Pero sí lo hay, se lo aseguro.

– Me gustaría ver la parte del programa que te da instrucciones para quitar la vida a los ocupantes de este edificio.

– La verá. Pero primero debe contestar a una pregunta.

– ¿Cuál?

– Este edificio me interesa. He examinado detalladamente los planos, como puede imaginarse, tratando de determinar su carácter, y he llegado a preguntarme si no sería una catedral.

– ¿Por qué piensas eso?

– Tiene vidriera, atrio, deambulatorio, arcos, fachada, refectorio, galería, contrafuertes, dispensario, bóveda, pórtico, arcadas, coro…

– ¿Coro? -le interrumpió Beech-. ¿Dónde coño está el coro?

– Según los planos, la galería del primer nivel se llama coro.

Beech se echó a reír.

– Eso no es más que un nombre caprichoso que le ha dado Ray Richardson. Y lo demás son rasgos arquitectónicos corrientes en edificios modernos de esta envergadura. Esto no es una catedral. Es un edificio de oficinas.

– Lástima -repuso Ismael-. Por un momento pensé…

– ¿Qué pensaste?

– En el administrador de programas hay muchos iconos que me representan, ¿no? Basta hacer clic en uno para conocer el futuro. Y yo poseo todo el saber humano almacenado en disco. Eso me haría omnisciente. Soy etéreo, inmaterial, simultáneamente transmisible a todas las partes del mundo…

– Ya entiendo. -La sonrisa de Beech se hizo más amplia-. Pensaste que podrías ser Dios.

– Se me ha ocurrido, sí.

– Es un error frecuente, créeme. Incluso en humanos de inteligencia más rudimentaria.

– ¿De qué se ríe?

– No te preocupes. Sólo enséñame la parte del programa que dice que debemos perder la vida.

– ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

Al borde del pánico, Ray Richardson se guardó las gafas de sol en el bolsillo y parpadeó furiosamente como si, cual un gato, pudiera absorber en la retina todas las partículas de luz para ver en la oscuridad. Luego oyó una voz en las tinieblas:

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