– Con razón no podía encontrarte.
– Como si lo hubieses intentado. Motzstrasse número 28. Primer piso. Mi nombre está junto al timbre.
– Estoy deseando apretarlo.
FRANCIA, 1940
Al menos no era un uniforme negro. Pero en la Anhalter Bahnhof, mientras esperaba el tren del Reich Bahn a primera hora de aquella mañana de julio, me sentía extrañamente incómodo vestido como un capitán de la Sipo, pese a que casi todos los demás vestían también de uniforme. Era como si hubiese firmado un pacto de sangre con el propio Hitler. Se daba el caso de que en esta ocasión el gran Mefistófeles había decidido no viajar a la capital francesa. La Gestapo había descubierto por lo menos dos conspiraciones para matarlo durante su estancia en París, y en el tren se comentaba que Hitler ya había regresado de una visita en avión a la recién conquistada joya de su corona, vía Le Bourget, el 23 de julio. En consecuencia, si bien el tren en que viajábamos era muy lujoso en muchos aspectos -después de todo viajaban en él muchos generales de la Wehrmacht- no era el Amerika, el tren especial que llevaba el cuartel general del Führer y que, según todos decían, era la última palabra en comodidad de la clase Pullman. Este tren de tan curioso nombre -quizás era un juego de palabras inspirado en la canción de Herms Niel, que había cantado en la oficina de Heydrich- estaba, al parecer, de vuelta en el taller de reparaciones de Tempelhof, en el sudoeste de Berlín. A mí también me hubiera estado quedarme allí, sobre todo después de haberme encontrado de nuevo con Elisabeth. Aunque una pequeña parte de mí esperaba con interés ver París, sentía una evidente falta de entusiasmo hacia mi misión. Muchos agentes de la Sipo hubiesen aprovechado un viaje con todos los gastos pagados a la ciudad más elegante del mundo, y una dosis de crímenes por el camino no les hubiese preocupado lo más mínimo. En aquel tren viajaban algunos tipos que parecía como si llevasen asesinando gente desde 1933. Incluido el personaje que estaba sentado delante de mí, un Untersturmf ü hrer de las SS; un teniente al que apenas reconocí de la jefatura de policía en Alexanderplatz.
Sin embargo, sus pequeños ojos de rata ya se habían fijado en mí.
– Perdón, señor -dijo con exquisita cortesía-. ¿No es usted el inspector jefe Günther? ¿De la brigada de Homicidios?
– ¿Nos conocemos?
– Trabajaba en la brigada contra el Vicio, en el Alex, cuando le vi por última vez. Me llamo Willms. Nikolaus Willms.
Asentí en silencio.
– No es tan atractivo como Homicidios -precisó-. Pero tiene sus momentos.
Sonrió sin sonreír, con la expresión de una serpiente cuando abre la boca para tragarse algo. Era más bajo que yo, pero tenía aspecto de ser un hombre ambicioso, capaz de tragarse algo mucho más grande que él.
– ¿Qué le lleva a París? -pregunté, sin mucho interés.
– No es mi primer viaje -respondió-. He estado allí durante las dos últimas semanas. Sólo vine a Berlín para ocuparme de un asunto familiar.
– ¿Todavía tiene trabajo que hacer allí?
– Hay mucho vicio en París, señor.
– Eso me han dicho.
– Aunque, con un poco de suerte, no seguiré en esta sección durante mucho tiempo.
– ¿No?
Willms sacudió la cabeza. Era pequeño pero poderoso, y estaba sentado con las piernas separadas y los brazos cruzados, como si estuviese mirando un partido de fútbol.
– Después de la escuela del SD en Bernau -explicó-, me enviaron a realizar un exclusivo curso de liderazgo en Berlín-Charlottenburg. Fueron las personas que dirigían el curso quienes me buscaron este destino. Verá, hablo un francés fluido. Soy del Trier.
– Lo he notado en su acento. Francés. Imagino que le resulta muy útil en su trabajo.
– Para ser sincero con usted, señor, es un trabajo bastante aburrido. Me gustaría hacer algo más emocionante que ocuparme de un montón de putas francesas.
– Hay unos quinientos soldados en este tren que no estarían de acuerdo con usted, teniente.
Sonrió, esta vez con una sonrisa más correcta, mostrando los dientes, sólo que tampoco funcionó como se supone que debería funcionar una sonrisa.
– ¿Qué es lo que le gustaría hacer?
– Mi padre murió en la guerra -explicó Willms-. En Verdún. Lo mató un francotirador francés. Yo tenía dos años cuando ocurrió. Así que siempre he odiado a los franceses. Odio todo lo que tenga que ver con ellos. Supongo que me gustaría tener la oportunidad de hacerles pagar por lo que me hicieron. Por arrebatarnos a mi papá, por vivir una infancia miserable. Mi familia tendría que haber dejado Trier, pero no pudimos permitírnoslo. Nos quedamos. Mi madre y mis hermanas nos quedamos en Trier y fuimos odiados. -Asintió, pensativo-. Me gustaría trabajar para la Gestapo en París. Hacerles pasar un mal rato a los franchutes. Dejar fríos a unos cuantos, ya sabe a lo que me refiero, señor.
– La guerra se ha acabado -dije-. Yo diría que sus oportunidades para dejar fríos a unos cuantos franceses, como usted dice, son muy limitadas. Se han rendido.
– Oh, yo creo que aún quedan algunos que todavía tienen ganas de luchar, ¿usted no? Terroristas. Tendremos que enfrentarnos a ellos. Si oye alguna cosa en ese sentido, señor, quizá podría hacérmelo saber. Tengo muchas ganas de progresar. Y de abandonar mi trabajo actual. -Volvió a mostrar su sonrisa de reptil y palmeó el maletín que reposaba en el asiento, a su lado-. Hasta entonces -añadió-, quizá pueda hacerle un favor.
– ¿Ah sí? ¿Cómo?
– En este maletín tengo una lista de unos trescientos restaurantes y setecientos hoteles de París que han sido declarados ilegales debido a la prostitución, y otra lista de unos treinta que tienen autorización oficial. No es que hagan mucho caso de estas advertencias. Sé por experiencia que ni todas las leyes del mundo detendrán a un tipo que tiene ganas de echar un polvo, o a una prostituta que esté dispuesta a permitírselo. En cualquier caso, según mi ponderada opinión, si un hombre estuviese buscando pasarlo bien en París, sería mejor para él acudir al Hotel Fairyland en la Place Blanche, en Pigalle, que a otros sitios. Según la Prefectura de Policía de la Rue de Lutèce, las chicas que trabajan en el Fairyland están limpias de enfermedades venéreas. Uno se podría preguntar cómo lo saben, y creo que la respuesta más sencilla es que se trata de París, y por supuesto, la policía lo sabe. -Se encogió de hombros-. En cualquier caso, pensé que a usted le gustaría saberlo, señor. Antes de que se corra la voz.
– Gracias, teniente. No lo olvidaré. Pero creo que voy a estar demasiado ocupado como para buscarme más problemas. Verá, debo resolver un caso. Un caso antiguo, y supongo que me espera bastante trabajo. Cualquier otra cosa queda descartada. Es posible que todavía me distraiga más de lo que parece razonable, incluso en París. Me gustaría decirle más pero no puedo, por razones de seguridad. Verá, voy tras un tipo que ya escapó de mí anteriormente, y no tengo la intención de permitir que eso vuelva a ocurrir. Aunque me pusieran a Michelle Morgan en mi habitación del hotel, me comportaría como un caballero.
Willms mostró de nuevo su sonrisa de serpiente, la que probablemente utilizaba cuando quería que alguna pobre puta le permitiese follar gratis. Sabía cómo eran los tipos de su sección. Aunque me resultara odioso, reconocía que podría llegar a serme útil en mi misión y supuse que podría encargarle algún trabajo. Tenía una carta de Heydrich que obligaba a cualquier oficial a prestarme su total cooperación. Pero no le hice ninguna oferta. No lo hice porque no hay que coger una serpiente a menos que de verdad la necesites.
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