Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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– El Oberkommissar Günther es uno de los mejores detectives de la Kripo -le dijo Heydrich a Schellenberg-. En la nueva Alemania es una profesión que tiene sus riesgos. La mayoría de los filósofos discuten si en última instancia el mundo es mente o materia. Schopenhauer afirma que la realidad final es la voluntad humana. Pero cada vez que veo a Günther me acuerdo de la suprema importancia que tiene para el mundo la curiosidad humana. Como un científico o un inventor, un buen detective debe ser curioso. Debe establecer sus hipótesis. Y debe tratar de demostrarlas siempre, contrastándolas con los hechos observables. ¿No es así, Günther?

– Sí, Herr general.

– Sin duda, ahora mismo se estará preguntando por qué visto este uniforme de la Luftwaffe, y confiando en secreto que eso significa mi partida de la Sipo, de manera que él podrá disfrutar de una vida más plácida y tranquila. -Heydrich sonrió ante su propia broma-. Vamos, Günther, ¿no es lo que está pensando?

– ¿Va a dejar la Sipo, Herr general?

– No. -Sonrió como un escolar muy listo.

No dije nada.

– Intente contener su evidente alivio, Günther.

– Muy bien, general. Haré todo lo posible.

– ¿Ve lo que le digo, Walter? Sigue siendo él mismo en todo momento.

Schellenberg se limitó a sonreír, siguió fumando y me observó con sus ojos de gato sin decir nada. Al menos teníamos una cosa en común. Con Heydrich lo más seguro era no decir nada.

– Desde la invasión de Polonia -explicó Heydrich-, me he estado ofreciendo como voluntario para tripular bombarderos. Fui artillero de cola en un ataque aéreo sobre Lublin.

– Parece algo arriesgado, Herr general -opiné.

– Lo es. Pero créame, no hay nada como volar sobre una ciudad enemiga a trescientos veinte kilómetros por hora con una MG17 en las manos. Quería demostrarles a algunos de esos soldados burócratas de qué estamos hechos en las SS. No somos un puñado de soldados de café.

Me dije que seguramente se refería a Himmler.

– Muy loable, señor. ¿Es así como se hirió en el brazo?

– No. No, fue un accidente -respondió-. También me he estado preparando como piloto de caza. Me estrellé durante el despegue. Un error estúpido por mi parte.

– ¿Está seguro de eso? -La sonrisa satisfecha de Heydrich se detuvo, a medio vuelo, y por un momento me pregunté si había ido demasiado lejos.

– ¿Qué quiere decir? ¿Que no fue un accidente?

Me encogí de hombros.

– Sólo digo que me imagino que querrá descubrir si algo salió mal antes de volver a volar. -Intentaba apartarme de la idea que, debido a mi imprudencia, había instaurado en su mente-. ¿Qué clase de avión era, señor?

Heydrich titubeó como si estuviese debatiendo la idea en su mente.

– Un Messerschmitt -dijo en voz baja-. El Bf no. No está considerado un avión muy ágil.

– Bien, pues ya lo tiene. No se me ocurre por qué he mencionado algo así. Desde luego no pretendía insinuar que no es usted un buen piloto, general. Estoy seguro de que no le habrían dejado ponerse a los mandos sin estar seguros de que el aparato estaba en condiciones. Yo nunca he despegado del suelo, pero aun así me gustaría estar bien seguro de que no hubo algún fallo mecánico antes de subir de nuevo.

– Sí, quizá tenga razón.

Ahora Schellenberg asentía.

– Desde luego no hará ningún daño comprobarlo, Herr general. Günther tiene razón.

Tenía una curiosa voz aguda con un ligero acento que me resultaba difícil identificar; y había algo muy pulcro y distinguido en él que me recordaba a un mayordomo, o a un dependiente de una tienda para hombres.

Una atractiva secretaria de las SS -a las que solíamos llamar ratita gris- entró llevando una bandeja con tres tazas de café y tres vasos de agua, como si estuviésemos en un café de la Kudamm, y por fortuna nos olvidamos del tema del accidente de Heydrich; Schellenberg dedicó su atención a la mujer en sí misma y Heydrich distraído por la música del disco que llegaba a través de la puerta abierta. Por un momento golpeó con los tacones en el suelo al ritmo de la canción y sonrió feliz.

– ¿No es un sonido maravilloso?

– Maravilloso, Herr general -dijo Schellenberg, que todavía estaba mirando a la secretaria de Heydrich, y el comentario bien podía referirse a ella tanto como a la música.

Le comprendí. Ella se llamaba Bettina, y parecía demasiado bonita para estar al servicio de un demonio como Heydrich.

Cuando ella salió, los tres comenzamos a cantar. Era una de las pocas canciones de las SS que no me molestaba cantar, puesto que no tenía nada que ver con las SS ni con luchar en una guerra. Y por un momento, olvidé quién era y con quién estaba.

En el prado crece una florecilla

Y su nombre es Erika

Cien mil abejas

Vuelan alrededor de Erika

Porque su coraz ó n est á colmado de dulzura

Y su vestido floreado despide un suave perfume

En el prado crece una florecilla

Y su nombre es Erika

Cantamos las tres estrofas, y cuando acabamos estábamos de un humor tan alegre que Heydrich le pidió a Bettina que nos trajese brandy. Unos pocos minutos más tarde estábamos brindando por la caída de Francia, y entonces Heydrich me explicó la verdadera razón de mi presencia en su despacho. Me entregó un expediente, esperó a que lo abriese y me dijo:

– Recordará el nombre en el expediente, por supuesto.

– Erich Mielke -asentí-. ¿Qué pasa con él?

– Usted le salvó la vida, y luego él y un cómplice asesinaron a dos policías. Después, su arresto fue entorpecido por el judío que estaba a cargo de la investigación.

– Se refiere al Kriminal-Polizeirat Heller -dije-. Sí, lo recuerdo. ¿No fue Heller quien investigó con éxito el asesinato de aquel joven miembro de las SA en Beussellkeitz? Aquel que fue apuñalado mortalmente por unos matones comunistas. ¿Cuál era su nombre? ¿Herbert Norkus?

– Gracias por la lección de historia, Günther -manifestó Heydrich, con paciencia-. Ninguno de nosotros olvidará a Herbert Norkus.

Esto no tenía nada de sorprendente, porque el asesinato de Norkus había sido el tema de la primera película de propaganda nazi, sobre la juventud hitleriana. No la vi, pero me parecía poco probable que el guión aludiera a la participación de Heller. En cualquier caso, me pareció conveniente no insistir más en ese detalle.

– Le agradará saber que el Servicio de Inteligencia Extranjera consiguió seguirle el rastro a Mielke desde que usted y Heller le permitieron escapar -continuó Heydrich-. Walter, ¿porque no pones al inspector jefe al día de lo que hemos sabido de él hasta ahora?

– Con mucho gusto, señor -dijo Schellenberg-. En Moscú averiguamos que Mielke asistió a la Escuela Lenin con el nombre de Walter Scheuer. Luego le dieron el nombre de Paul Bach, y suponemos que es el mismo Paul Bach que prestó declaración contra muchos de los cuadros comunistas alemanes después de la purga estalinista en el Hotel Lux en mayo de 1935. Como es natural, la Gestapo, al mismo tiempo, vigilaba la casa de la familia Mielke; y poco después de los asesinatos de Anlauf y Lenck la familia se trasladó del apartamento en la Stettiner Strasse a una nueva dirección en la Grünthaler Strasse, donde, en septiembre de 1936, la hermana menor de Mielke, Gertrud recibió una tarjeta postal de Madrid. Esto pareció confirmar lo que ya sospechábamos, que Mielke había sido enviado a España como chekista. Durante la guerra civil utilizó el nombre de capitán Fritz Leissner y fue asignado al servicio de un tal general Gómez, a quien conocemos mejor como Wilhelm Zaisser, otro comunista alemán. Al parecer estos cabrones dedicaron más tiempo a eliminar a otros republicanos que a matar nacionalistas, y no fue ninguna casualidad que la decimotercera Brigada Internacional, también conocida como la Brigada Dabrowski, se amotinase poco después de la batalla de Brunete, en julio de 1937, debido a las tremendas bajas sufridas como resultado de la incompetencia de sus oficiales.

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