Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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»Un día, en septiembre de 1939, poco después de que estallara la guerra y de que la Sipo se convirtiese en parte de la RSHA, fui a ver al general Heydrich a su despacho en la Prinz Albrechstrasse. Le dije que estaba desperdiciando mi tiempo y solicité permiso para abandonar mis funciones. Me escuchó con paciencia pero continuó escribiendo durante unos minutos cuando yo acabé de hablar, y después fijó su atención en unos sellos de goma que había sobre la mesa. Debía de haber unos treinta o cuarenta. Cogió uno, lo apretó sobre una almohadilla de tinta y, con mucho cuidado, selló la hoja que había estado escribiendo. Luego, siempre en silencio, se levantó y cerró la puerta. Había un piano de cola en su despacho, un Blüthner negro, y, para mi sorpresa, se sentó al teclado y comenzó a tocar, y diría que lo hacía muy bien. Mientras tocaba, movió su gran culo en el taburete -había ganado algo de peso desde la última vez que le había visto- y señaló con un gesto el espacio que había dejado para indicarme que me sentase a su lado.

»Me senté sin saber a qué atenerme. Durante un rato ninguno de los dos dijo una palabra, mientras sus delgadas y huesudas manos de Cristo muerto se movían por encima del resplandeciente teclado. Yo escuchaba y mantenía mis ojos en la foto que descansaba sobre la tapa del piano. Era una foto de Heydrich de perfil, vestido con la ropa blanca de un maestro de esgrima; tenía el aspecto de un dentista que te podría provocar pesadillas, de ésos que son capaces de arrancarte todos los dientes para mejorar tu higiene dental.

– Ghuan Zhong era un filósofo chino del siglo VII -dijo Heydrich en voz baja-. Escribió un gran libro de proverbios chinos, y uno de ellos era: «Incluso las paredes tienen oídos». ¿Entiende lo que le digo, Günther?

– Sí, mi general -respondí, y miré alrededor intentando adivinar dónde podría haber un micrófono oculto.

– Bien. Entonces continuaré tocando. La pieza es de Mozart, que fue instruido por Antonio Salieri. Salieri no era un gran compositor. Hoy lo conocemos mejor como el hombre que asesinó a Mozart.

– Ni siquiera sabía que había sido asesinado, señor.

– Oh sí. Salieri tenía celos de Mozart, como ocurre muchas veces con los hombres inferiores. ¿Le sorprendería saber que alguien está intentando asesinarme?

– ¿Quién?

– Himmler, por supuesto. El Salieri de nuestro tiempo. Himmler no es una mente brillante. Sus pensamientos más importantes son aquellos que aún no le he dado yo. Es un hombre que, cuando va al lavabo, con toda probabilidad se pregunta qué le gustaría a Hitler que hiciese mientras está allí. Sin duda, uno de nosotros destruirá al otro, y con un poco de suerte será él quien pierda en ese juego. Sin embargo, no hay que subestimarlo. Ésa es la razón por la que le mantengo a usted en la Sipo, Günther. Porque si por casualidad Himmler ganara nuestra pequeña partida, quiero que alguien encuentre las pruebas que ayudarán a destruirlo. Un hombre con antecedentes demostrados en la Kripo como detective investigador, inteligente y con recursos. Ese hombre es usted, Günther. Usted es el Voltaire de mi Federico el Grande. Quiero tenerle cerca por su honradez y por su mente independiente.

– Me siento halagado, Herr general. Y también horrorizado. ¿Qué le hace suponer que yo podría ser capaz de destruir a un hombre como Himmler?

– No sea tonto, Günther, y escuche, he dicho que ayudará a destruir. Si Himmler triunfa y yo soy asesinado, seguramente parecerá un accidente, o bien habrá indicios que señalarán a algún otro como responsable de mi muerte. En tales circunstancias, tendrá que abrirse una investigación. Como jefe de la Kripo, Arthur Nebe tiene el poder de designar a la persona que dirija la investigación. Y esa persona será usted, Günther. Contará con la ayuda de mi esposa, Lina, y de mi más leal confidente, un hombre llamado Walter Schellenberg, del Servicio de Inteligencia Extranjera de las SS. Puede confiar en Schellenberg, que le indicará el mejor camino político para elevar las pruebas de mi asesinato a la atención del Führer. Tengo enemigos, es verdad. Pero también los tiene ese cabrón de Himmler. Algunos de sus enemigos son mis amigos.

Me encogí de hombros.

– Así que ya ve, él hizo que me resultara imposible dejar la Kripo.

– Y ésa es la verdadera razón por la que Nebe le ordenó que regresase de Minsk a Berlín -señaló el americano de la pipa-. Lo que le dijo a Silverman y a Earp, acerca de que Nebe estaba preocupado porque usted podría arrojarlo a la mierda, sólo era una parte de la historia, ¿no? Lo protegía a usted siguiendo órdenes directas de Heydrich, ¿no es así?

– Eso creo, sí. Cuando volví a Berlín y me encontré con Schellenberg recordé lo que Heydrich había dicho, y por supuesto, también me acordé de ello cuando fue asesinado en 1942.

– Volvamos a Mielke -dijo el americano con las gafas que le quedaban mal-. ¿Fue Heydrich quien lo convirtió en su paloma?

– Sí.

– ¿Cuándo pasó?

– Después de la conversación junto al piano -respondí-. Un par de días después de la caída de Francia.

– O sea, en junio de 1940.

– Así es.

15

ALEMANIA, 1940

Fui llamado de nuevo a Prinz Albrechstrasse. El ambiente era frenético, por decir algo. El personal corría de aquí para allá con expedientes, los teléfonos sonaban sin cesar, y los correos iban por los pasillos cargados con despachos importantes. Incluso sonaba la canción Erika en un tocadiscos, como si fuéramos las SS motorizadas avanzando hacia la costa de Normandía. Y, cosa rara, todos estaban sonrientes. Nadie sonreía nunca en aquel lugar, pero aquel día lo hacían. Incluso yo tenía una sonrisa en mi rostro. Derrotar a Francia tan rápido como lo habíamos hecho parecía un milagro. Tengan en cuenta que muchos de nosotros habíamos pasado cuatro años empantanados en las trincheras del norte de Francia. Cuatro años de matanzas y de inmovilidad. ¡Y ahora habíamos alcanzado la victoria sobre nuestro más viejo enemigo en sólo cuatro semanas! No hacía falta ser nazi para sentirse contento. Y para ser sincero, en el verano de 1940 estuve muy cerca de pensar bien de los nazis. Por cierto, en aquel momento ser nazi parecía no tener demasiada importancia. De pronto, todos nos sentíamos orgullosos de ser alemanes.

Por supuesto, la gente también se sentía contenta porque creía -nosotros creíamos- que la guerra se había acabado prácticamente antes de haberse iniciado. Casi nadie había muerto, comparado con los millones que habían caído en la Gran Guerra. Inglaterra tendría que firmar la paz. La puerta trasera rusa estaba segura. Y Estados Unidos no tenía interés en verse involucrado, como siempre. En conjunto, parecía algo milagroso. Yo esperaba que los franceses se sentirían de un modo muy diferente, pero en Alemania reinaba el júbilo nacional. Sinceramente, en la última persona en la que habría pensado aquella mañana, cuando entré en el despacho de Heydrich, era en aquel estúpido gilipollas de Erich Mielke.

Sentado a la mesa, junto a Heydrich, había otro hombre con el uniforme de las SS al que no reconocí. Tendría unos treinta años, era delgado, con una gran cabellera castaña clara, una boca casi femenina y el par de ojos más agudos que hubiese visto fuera de la jaula del leopardo en el Zoo de Berlín. El ojo izquierdo se parecía más que el otro al de un felino. Al principio creí que lo mantenía entrecerrado para protegerse del humo de su cigarrillo al final de una boquilla de plata, pero al cabo de un rato vi que el ojo siempre estaba en ese estado, como si hubiese perdido el monóculo. Sonrió cuando Heydrich nos presentó, y vi que tenía algo más que un ligero parecido con el joven Bela Lugosi, suponiendo que Bela Lugosi hubiera sido joven alguna vez. El nombre del oficial de las SS era Walter Schellenberg, y creo que por aquel entonces era comandante -más tarde ascendió a general-, pero en realidad no presté mucha atención a los galones en el cuello. Me interesaba más el uniforme de Heydrich, de comandante de la reserva de la Luftwaffe. Aún más interesante era el hecho de que llevara el brazo en cabestrillo, y durante varios minutos de inquietud supuse que mi presencia allí tendría algo que ver con algún atentado contra su vida que querría que investigase.

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