Kate salió del vestidor y se sentó en el borde de la cama. Si al menos hubiera hecho el curso para forzar cajas fuertes en lugar del de psicología… Distraída, fijó la mirada en la librería de Dave. Era como una lista de lectura de una escuela de verano. Muchos de los títulos eran clásicos. Tolstoi, Turgénev, Dostoievski, Nabokov. Incluso unos cuantos guiones de cine, como un saludo al modernismo. Algo de filosofía también: Wittgenstein, Kierkegaard, Gilbert Ryle y George Steiner. Pero cuanto más miraba los libros, más sentía que, pese a que parecían abarcarlo todo, faltaba algo, como cuando falta una pieza de una cubertería. Sí, eso era. Y no sólo una pieza; quizás un juego completo. Como el juego de cuchillos de pescado. Poco a poco, comprendió lo que era. No había ningún libro de economía. Ni uno. Y eso le pareció curioso. A los millonarios les interesaba el dinero, ¿o no? Especialmente si trabajaban para el Centro Financiero de Miami. Howard estaba siempre leyendo libros sobre cómo hacer dinero: Beating the Dow, One Up on Wall Street, El toque de Midas, El ejecutivo al minuto. Éste debió de comprarlo por la misma época en que estaba leyendo El amante al minuto.
Kate cogió la manoseada edición de bolsillo de Crimen y Castigo. No había vuelto a leer la novela desde que estudiaba Derecho, y entonces le pareció uno de esos libros que te cambian la vida. O como mínimo, que cambian tu forma de pensar en los criminales. Distraída, estaba volviendo la página de la portada cuando algo le llamó la atención. Allí había algo impreso, en el interior, en una brillante tinta azul.
Había un sello.
Lo miró sin creerse lo que veía, como si estuviera admirando algún raro ex libris, leyendo las palabras impresas dentro del sencillo círculo con más atención que si hubiera sido un visado en el pasaporte que había estado buscando.
Pero esto era mucho más revelador.
Musitó las palabras, como si necesitara oírlas para comprender plenamente lo que implicaban.
– Propiedad del Centro Penitenciario de Miami en Homestead.
¿Sería posible que Dave fuera realmente un ladrón? Y no sólo un ladrón, un ex presidiario, además.
Al oír que Dave acababa de ducharse, cerró el libro y lo colocó rápidamente en el estante. Luego, envolviéndose en el otro albornoz, salió del camarote y subió a la cocina. Quizás consiguiera preparar una cara relajada, amorosa y tranquila junto con algo para desayunar.
En la cocina, Kate puso el agua a hervir y empezó a freír jamón y huevos, sin dejar de pensar ni un momento en las pruebas que tenía delante de ella: la ropa nueva; los libros, más propios de un recluso autodidacta que de un millonario; la propuesta de los cinco ases al estilo Cary Grant que él le había hecho. No parecía haber más que una conclusión lógica. Dave era realmente un ladrón y además había estado preso. Comprendió que había hablado completamente en serio y que era lo que había dicho ser.
Al, atraído a la cocina por el olor del café recién hecho y de las salchichas y el jamón, la convenció de que no se trataba de una película de Cary Grant. Al era Luca Brazzi, Tony Montana y Jimmy Conway embutidos en una única arma repetidora de cañón corto; incluyendo la mira del rifle, la actitud de tipo duro y la mandíbula de metal azulado.
– ¿Qué hora es? -gruñó Al.
– Poco más de las seis -respondió Kate, simpática como una azafata de líneas aéreas contestando a un pasajero de primera clase. Uno se tropieza con todo tipo de gente en primera clase hoy día.
– ¿Las seis? Joder, ¿qué estamos haciendo: abandonando el barco o algo así? Las seis de la mañana.
– ¿Quiere desayunar algo?
Al suspiró, incómodo, y se inclinó a mirar por la ventana de la cocina para comprobar qué tiempo hacía. Husmeó con fuerza, como si estuviera inclinado sobre un par de líneas de coca, y dijo:
– No consigo decidir si es mejor comer algo para tener algo que vomitar o no comer y no vomitar nada en absoluto.
Kate sonrió con dulzura, tratando de dominar los nervios. ¿Quiénes eran aquellos tipos? ¿Y qué estaban haciendo en el buque? ¿Tendrían algo que ver con Rocky Envigado?
– Al -dijo-, ¿conoce la expresión «a la cocinera no le iría mal un abrazo»? Esta cocinera se conforma con un «sí, gracias» o un «no, gracias». El destino final de la comida que estoy cocinando, sea la taza del váter o el mar, me es absolutamente indiferente.
Al gruñó, descompuesto. Miró con indecisión el desayuno que Kate estaba cocinando. Frotándose la barriga desnuda, porque sólo iba vestido con un pantalón corto, dijo:
– Me parece que tomaré sólo unos cereales.
– ¿Tiene resaca o algo así?
– No. Tengo náuseas sólo de pensar que voy a tener náuseas por culpa del tiempo.
Al llenó un cuenco con cereales, luego añadió leche y empezó a engullir la mezcla.
– ¿El tiempo? ¿Qué pasa con el tiempo?
– A usted no le afecta, ¿eh? -comentó con la leche chorreándole por la barbilla sin afeitar-. Debe de ser otro buen marino. Como el jefe.
Kate echó una mirada hacia fuera. Entre que había estado haciendo el amor y la impresión de su descubrimiento sobre Dave, apenas se había fijado en el oleaje que agitaba el mercante. Afuera, el cielo estaba gris y amenazador y una fuerte brisa azotaba la bandera de la popa del Jade frente a ellos. Parecía que la tormenta los estaba alcanzando después de todo.
– Yo, yo no soy muy buen marinero -confesó Al-. Me mareo hasta mirando un vaso de agua salada.
– Sí que parece bastante agitado -admitió Kate.
– ¿Estás hablando de Al o del tiempo? -preguntó Dave entrando en la cocina.
Al gruñó despectivo, metió el cuenco vacío en el fregadero y estiró el brazo para coger la cafetera. Kate se apartó, incómoda, como si se tratara de un perro grande y maloliente.
Al observar su gesto de desagrado ante el torso desnudo de Al, Dave dijo:
– ¿No podrías ponerte una camisa o algo, Al? Es como tener un coco gigante dando vueltas arriba y abajo aquí dentro.
– A algunas mujeres les gustan los hombres peludos -dijo Al sorbiendo un poco de café.
– Da la casualidad de que Dian Fossey y Fay Wray no nos acompañan en este viaje -replicó Dave.
– Déjeme que le cuente algo sobre eso de los gorilas -dijo Al-. Los tipos peludos tienen más inteligencia que los que tienen menos pelos que la mierda, como usted mismo, jefe. Es un hecho. Lo decía en el Herald. Los científicos han hecho un estudio y lo han demostrado. Los tipos listos tienen pechos peludos. Un montón de médicos, un montón de profesores universitarios; no muchos abogados, ningún policía; muchos escritores. Y los tíos listos de verdad, de verdad, esos tienen también la espalda peluda.
– ¿Decía algo sobre cerebros peludos en ese estudio, Al? – preguntó Dave riendo. Miró a Kate, que le devolvió apenas la sonrisa-. Bueno eso es algo nuevo para mí. Le da un giro diferente a la historia de Sansón, supongo. No es su relación con Dios lo que ella jode cuando le corta el pelo, sino su C.I.
– Puede reírse tanto como quiera -dijo Al, marchándose de la cocina-, pero es un hecho.
Kate carraspeó nerviosa y continuó esforzándose por mantener la sonrisa, incluso cuando Dave le sonrió disculpándose. Ahora que lo veía de nuevo, sí que parecía que pudiera ser un ladrón de joyas de alto nivel. Probablemente, llevaba a Al para conducir el coche en el que huía o para disponer de sus músculos si era necesario.
Cuando Al se hubo marchado, Dave sacudió la cabeza.
– Ese Al -dijo sencillamente-, vaya tipo, ¿eh? Ya te dije que era un animal.
– Me parece que es la primera vez que os veo juntos.
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