– ¿Es una observación basada en la experiencia personal?
– En eso y en un montón de vanas ilusiones.
– No eres un soltero alegre; de eso doy fe, Van.
Notó su mano en la base de la espalda mientras subían las escaleras. Cuando casi estaban arriba, él se detuvo y bajó un peldaño.
– Creo que necesito ir al baño -confesó.
– Pensaba que eso sería después de ver la película.
– Entra tú. Volveré dentro de un minuto.
– ¿Un minuto? ¿En una película de éstas? Te podrías perder toda la historia.
– Mientras tenga un final feliz, no me importa.
Kate empezó a subir de nuevo.
– De finales felices es de lo que va esta mierda. Muchos finales felices. En un primer plano resbaladizo.
Dave calculó que tenía unos diez minutos antes de que Kate empezara a desconfiar. Salió del Jade por la popa, subiendo directamente al Juarista y luego al Carrera. Un minuto después de dejar a Kate en la fiesta estaba bajando por la escalera de caracol que conectaba el salón y comedor del Carrera con la cubierta de alojamientos en la zona central del barco.
La suite principal ocupaba todo el ancho del barco y consistía en una sala de estar, un gran vestidor y un amplio baño con jacuzzi. Dave supuso que ése era el camarote ocupado por Kent Bowen. Tiradas por el suelo del vestidor había algunas camisas de colores chillones que le parecía recordar haberle visto a Bowen. Y el dulce olor antiséptico de la loción Brut para después del afeitado que siempre anunciaba su presencia era inconfundible. Rápidamente, Dave abrió algunos cajones y casi enseguida encontró lo que andaba buscando: una Magnun 357 de alcance medio en una pistolera ProPak secreta y una cartera con tarjetas. Dave sacó una y la leyó rápidamente. La redonda insignia dorada grabada en relieve era fácilmente reconocible. Lo identificaba como funcionario del Ministerio de Justicia con tanta seguridad como la infor mación impresa al lado. Bent Bowen era Agente especial adjunto al mando en la central del FBI, en la Segunda Avenida de Miami.
– Joder -exclamó.
Devolvió la tarjeta a su sitio, cerró el cajón con cuidado y luego fue a la sala de al lado para registrar el camarote de Kate. Estaba más ordenado que el de Bowen. La cama estaba hecha, con cojines esparcidos por encima de la colcha de brocado de seda. La ropa estaba colgada ordenadamente en el vestidor, pero no había nada en los cajones empotrados que pudiera interesar a Dave; aparte de alguna ropa interior muy sexy.
– Sólo los hechos, señora -murmuró y, cerrando el cajón, retrocedió para salir del vestidor.
Con el talón chocó con algo duro por debajo de la colcha. Pensando que podía haber un cajón para ropa blanca bajo la cama, igual que el que él tenía en su propio camarote, Dave se arrodilló, retiró la colcha y agarró el cajón por el asa. Al abrirlo encontró todo lo que cabría esperar en un cajón de ropa blanca. Tuvo que meter el brazo hasta el fondo para tocar la forma bien conocida que medio estaba esperando. Al momento estaba mirando una Smith & Wesson Airweight 38, alojada en una bonita Vega de piel, aunque el percutor oculto de la pistola hacía que fuera perfecta para el bolso. Unido a la pistolera había una cartera con una placa del FBI y una tarjeta que identificaba a Kate, no como Kate Parmenter, sino como Kate Furey, Agente Especial. Parecía más joven en la foto y llevaba el pelo diferente. Pero era imposible confundir aquella cara inquieta.
Dave asintió con amarga satisfacción. No sabía si gritar de alegría o aullar de dolor.
– Una agente federal -musitó-. Es una jodida agente federal.
Lo que no acababa de entender era qué estaban haciendo ella, Bowen y el otro tipo, que probablemente también era un federal, en el Duke. No había forma alguna de que pudieran estar enterados de los planes de Dave. A menos que estuvieran siguiendo la pista del dinero.
– Federales de mierda.
Hurgó de nuevo en el cajón buscando algo que pudiera desvelarle algo más, pero no encontró nada. Cerró el cajón y entró en el baño. Sus ojos tomaron nota de la marca de perfume de Kate para un uso futuro, una pequeña botella de gotas para los ojos Murine, una loción para el sol y un impresionante surtido de elixir dental, seda dental, palillos y tabletas antisarro que ayudaban a explicar la sonrisa de modelo de Kate. Los cajones estaban vacíos, pero en un armario debajo del lavabo encontró una grabadora de carrete TEAC. Una clase de grabadora que no se usa precisamente para escuchar Música Acuática de Händel cuando estás en el baño. Dave sabía que estaba preparada para grabar desde algún tipo de micrófono oculto. Pero, ¿dónde lo había colocado?, ¿en qué barco?
Apretando un botón rebobinó la cinta un par de segundos. Lo menos que podía hacer era verificar que los federales no estaban interesados en él o en el dinero ruso.
La cinta empezó a sonar.
Estaba escuchando las voces de un hombre y una mujer. El hombre era americano, pero la mujer sonaba como si fuera australiana. El acento ayudaría a concretar más. Aunque en realidad no tenía importancia. Ninguno de los barcos rusos llevaba mujeres. Y estos dos no decían nada interesante. Sólo bobadas sobre esto y aquello. Dave apagó la grabadora y empezó a sonreír. Los federales estaban vigilando el barco de otro. Alguien de quien Dave no sabía nada en absoluto. Todo iba bien. Su plan a cinco años podía continuar más o menos como estaba previsto. Siempre que el submarino lo permitiera. Y el ver aquellas placas y tarjetas de identificación del FBI le había dado una idea.
Durante diez minutos Kate estuvo demasiado escandalizada para notar la ausencia de Dave. Su imaginación se había visto bruscamente trasladada a algún otro lugar, ya que ni el más mínimo aspecto de la anatomía humana escapaba la atención de la cámara: cada conducto mucoso, cada pliegue subcutáneo y cada folículo sebáceo. Pero lo que más le sorprendía no era la explícita intimidad de lo que se representaba, sino que todavía hubiera mujeres dispuestas a tener relaciones anales sin protección. ¿Pero dónde habían estado esas mujeres durante los últimos diez años, tan llenos de ansiedad por los virus? ¿Se imaginaban que sólo porque lo estaban haciendo en una película el departamento de efectos especiales las protegería?
Casi tan fascinante para Kate como lo que sucedía en la pantalla eran las caras del público. Bowen, sonriendo como un mono. Sam Brockman limpiándose las gafas cada dos por tres y emitiendo un silencioso sonido sibilante de cuando en cuando. Rachel Dana observando a Jellicoe y disfrutando con su aspecto estupefacto. Dos de los blancos del Britannia, Nicky Vallbona y Webb Garwood, riendo a carcajadas y soltando los chistes de peor gusto. Kate se preguntaba si Bowen se había dado siquiera cuenta de que estaban allí.
Había oído decir a algunos hombres -Howard entre ellos- que el porno era aburrido, pero por alguna razón nunca los había creído. El aspecto de Bowen era cualquier cosa menos aburrido. Incluso en la penumbra de la sala del Jade podía ver el ligero velo de sudor que brillaba por encima de su labio superior, sudor que secaba periódicamente con el dorso de la mano. Pero, al cabo de un rato, se dio cuenta de que ella sí que se aburría. No era tanto la ausencia de argumento lo que encontraba tedioso como la monotonía de la acción, como si lo que se ponía en escena fuera un ritual. La chica siempre se la chupaba a él antes de que él hiciera lo mismo con ella; luego, él la penetraba por la vagina como preludio a la sodomía, antes de que, finalmente, eyaculara encima de su cara como si mediante este acto final de degradación se desvelara la realidad de lo que estaba sucediendo. Para Kate este acto final del ritual ponía de relieve lo irreal del porno: ningún hombre había eyaculado nunca encima de su cara y, si eso llegara a suceder -pobre del tío que pensara que podía hacerlo impunemente- no estaría en absoluto dispuesta a tratar aquella descarga como si fuera el más exquisito Beluga.
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