Philip Kerr - Si Los Muertos No Resucitan

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Un año después de abandonar la Kripo, la Policía Criminal alemana, Bernie Gunther trabaja en el Hotel Adlon, en donde se aloja la periodista norteamericana Noreen Charalambides, que ha llegado a Berlín para investigar el creciente fervor antijudío y la sospechosa designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos de 1936. Noreen y Gunther se aliarán dentro y fuera de la cama seguirle la pista a una trama que une las altas esferas del nazismo con el crimen organizado estadounidense. Un chantaje, doble y calculado, les hará renunciar a destapar la miseria y los asesinatos, pero no al amor. Sin embargo, Noreen es obligada a volver a Estados Unidos, y Gunther ve cómo, otra vez, una mujer se pierde en las sombras. Hasta que veinte años después, ambos se reencuentran en la insurgente Habana de Batista. Pero los fantasmas nunca viajan solos.

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– ¿Cómo voy a pagarte, si no puedo trabajar? -dijo una voz plañidera.

– Haberlo pensado antes -dijo Goerz-. Hazlo como quieras. Vende a la puta de tu hermana o lo que sea. ¡A mí qué me importa!

Los dos discípulos agarraron al hombre y lo apartaron de la vista de Goerz.

– Tú -le dijo a otro-. ¿Cuánto sacaste de los tubos de cobre?

El hombre al que se dirigía murmuró unas palabras.

– Trae aquí -gruñó Goerz, y le arrebató unos billetes de la mano.

Concluidos por fin todos esos asuntos, empezó a elegir hombres para las cuadrillas de trabajo y, a medida que las iba completando, los que quedaban sin escoger se iban desesperando más y más, cosa que parecía deleitar a Goerz. Me recordó a un escolar caprichoso seleccionando compañeros para un partido de fútbol importante. Cuando completó la última cuadrilla, un hombre dijo:

– Te doy dos más por mi turno.

– Y yo, tres -dijo el que estaba a su lado.

Enseguida recibió uno de los resguardos que el discípulo iba repartiendo entre los afortunados a los que Goerz señalaba para trabajar ese día.

– Queda un día -dijo con una amplia sonrisa-. ¿Quién lo quiere?

Feigenbaum se abrió paso hasta la primera fila de la muchedumbre que todavía rodeaba a Goerz.

– Por favor, Herr Goerz -dijo-. ¡Déme un respiro! Hace una semana que no me toca un solo día. Lo necesito muchísimo. Tengo tres hijos.

– Es lo malo de los judíos. Sois como conejos. No me extraña que la gente os aborrezca.

Goerz me miró.

– Tú, boxeador. -Quitó el último resguardo de la mano a su discípulo y me lo tiró a la mano-. Ahí tienes trabajo.

Me sentí mal, pero cogí el resguardo a pesar de todo y procuré no mirar a Feigenbaum al seguir a los hombres elegidos escaleras abajo, hacia la orilla del río. Eran unos treinta o cuarenta peldaños, tan empinados como la escalera de Jacob; tal vez fuera ésa la intención de Guillermo IV, el emperador prusiano cuyas románticas ideas sobre la caballería habían dado lugar a ese peculiar monumento. Había bajado más de la mitad, cuando divisé el camión que esperaba para llevar la mano de obra ilegal de Eric Goerz a su lugar. Al mismo tiempo, oí unos pasos a mi espalda que se iban acercando. No era un ángel, sino Goerz. Me soltó un golpe con la porra, pero falló e, igual que Jacob, me vi obligado a forcejear un momento con él, hasta que perdí el equilibrio, me caí por las escaleras y me di de cabeza contra la pared de piedra.

Tuve la sensación de haber estado tumbado en un arpa de concierto mientras alguien la golpeaba fuertemente con una almádena. Me vibraba incontrolablemente hasta la última parte del cuerpo. Me quedé allí tumbado un momento, mirando al cielo de la mañana con la certidumbre de que Dios, al contrario que Hitler, tenía sentido del humor. Al fin y al cabo, lo decían los salmos. El que mora en el Cielo se reirá. ¿Qué otra explicación tenía que, para quedarse con el turno que me habían dado a mí, Feigenbaum, un judío, hubiese informado al antisemita de Goerz de que yo le había hecho preguntas sobre Isaac y Joey Deutsch? El que mora en el Cielo se estaba riendo, de acuerdo. Era razón suficiente para desternillarme. Recé con los ojos cerrados. Le pregunté si tenía algo en contra de los alemanes, pero la respuesta era muy evidente y, al abrirlos otra vez, descubrí que no había diferencia perceptible entre tenerlos cerrados o abiertos, salvo que ahora los párpados me parecían lo más pesado del mundo. Me pesaban tanto como si fuesen de piedra. Quizá la piedra fuese una lápida sobre una tumba profunda, oscura y fría, una piedra que ni el ángel de Jacob habría podido apartar. Por los siglos de los siglos. Amén.

21

Hedda Adlon siempre decía que, para llevar un hotel grande de verdad, ella necesitaría que los huéspedes pasasen dieciséis horas durmiendo y las otras ocho descansando tranquilamente en el bar. Por mí, estupendo. Quería dormir mucho y, preferiblemente, en la cama de Noreen. Y lo habría hecho, de no haber sido porque ella estaba apagando un cigarrillo en mi rabadilla o, al menos, eso me pareció. Intenté apartarme, pero entonces algo me golpeó la cabeza y los hombros. Abrí los ojos y descubrí que estaba sentado en un suelo de madera, cubierto de serrín y atado de espaldas a una estufa de porcelana: un calentador de cerámica con forma de fuente pública, de los que suelen verse en un rincón en muchas salas de estar alemanas, como si fuera un familiar senil sentado en una mecedora. Puesto que yo apenas paraba en casa, la estufa de mi sala apenas se encendía y, por lo tanto, prácticamente nunca estaba caliente, pero, incluso a través de la chaqueta, noté que ésta lo estaba… y más que el tubo de la chimenea de un remolcador en plena faena. Arqueé la espalda para reducir la zona de contacto con la ardiente cerámica, pero sólo conseguí quemarme las manos; al oírme gritar de dolor, Eric Goerz volvió a azotarme con la correa de perro. Al menos ahora sabía para qué la llevaba. Sin la menor duda, se consideraba todo un supervisor, como el egipcio conductor de esclavos a quien mató Moisés en el Éxodo. No me habría importado matar a Goerz con mis propias manos.

Cuando dejó de fustigarme, levanté la cabeza, vi que tenía en las manos mi tarjeta de identidad y me maldije por no haberla dejado en el hotel, en el bolsillo del traje. Detrás de mí, a poca distancia, se encontraban el alto y cadavérico chófer de Goerz y el tipo cuadrado del monumento. Su cara parecía una escultura de mármol inacabada.

– Bernhard Gunther -dijo Goerz-. Aquí dice que eres empleado de hotel, pero que antes eras poli. ¿Qué hace aquí un empleado de hotel preguntando por Isaac Deutsch?

– Desátame y te lo cuento.

– Cuéntamelo y a lo mejor te desato.

No vi motivo para no decirle la verdad, ninguno en absoluto. Es un efecto frecuente de la tortura.

– En el hotel se aloja una periodista americana -dije-. Está escribiendo un artículo sobre los judíos en el deporte alemán y sobre Isaac Deutsch en particular. Se propone conseguir que los Estados Unidos boicoteen las Olimpiadas y me paga por ayudarla a investigar.

Hice una mueca y procuré no pensar en el calor de la espalda, aunque era como estar en el infierno e intentar no hacer caso de un diablillo armado con una horca candente y mi nombre en su parte del día.

– Mentira -dijo Goerz-, eso es mentira, porque casualmente leo la prensa y por eso sé que el Comité Olímpico de los Estados Unidos ha votado en contra del boicot. -Levantó la correa del perro y empezó a azotarme otra vez.

– ¡Es judía! -grité a pesar de los golpes-. Cree que si cuenta la verdad sobre lo que ocurre en este país a gente como Isaac Deutsch, los Amis tendrán que cambiar de opinión. Deutsch es el centro de su artículo. Cuenta que lo expulsaron de su asociación regional de boxeo y acabó trabajando aquí y que sufrió un accidente. No sé lo que pasó con exactitud. Se ahogó, ¿verdad? En el túnel del suburbano, ¿no es eso? Y después lo arrojaron al canal, en la otra punta de la ciudad.

Goerz dejó de fustigarme. Parecía haberse quedado sin aliento. Se apartó el pelo de los ojos, se enderezó la corbata, se colgó la correa del cuello y la agarró con las dos manos.

– ¿Y cómo has averiguado lo que le pasó?

– Un ex colega, un gorila del Alex, me enseñó el cadáver en el depósito y me dio el expediente. Nada más. Es que yo trabajaba en Homicidios, ¿sabes? Se quedaron sin ideas sobre las circunstancias de la muerte y creyó que yo podría enfocarlo de otra manera.

Goerz miró a su chófer y se rió.

– ¿Quieres que te diga lo que pienso? -dijo-. Creo que fuiste poli y que sigues siéndolo. Un agente secreto, de la Gestapo. No he visto a nadie en mi vida que se parezca menos a un empleado de hotel, amigo mío. Apuesto a que no es más que una tapadera para poder espiar a la gente y, lo que es más importante, a nosotros.

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