Philip Kerr - Si Los Muertos No Resucitan

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Un año después de abandonar la Kripo, la Policía Criminal alemana, Bernie Gunther trabaja en el Hotel Adlon, en donde se aloja la periodista norteamericana Noreen Charalambides, que ha llegado a Berlín para investigar el creciente fervor antijudío y la sospechosa designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos de 1936. Noreen y Gunther se aliarán dentro y fuera de la cama seguirle la pista a una trama que une las altas esferas del nazismo con el crimen organizado estadounidense. Un chantaje, doble y calculado, les hará renunciar a destapar la miseria y los asesinatos, pero no al amor. Sin embargo, Noreen es obligada a volver a Estados Unidos, y Gunther ve cómo, otra vez, una mujer se pierde en las sombras. Hasta que veinte años después, ambos se reencuentran en la insurgente Habana de Batista. Pero los fantasmas nunca viajan solos.

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Serían unos veinte, de entre diez y dieciséis años. Todos rubios, con cara infantil, gesto duro y la cabeza llena de cosas absurdas que oían decir a nazis como Richard Bömer. Tenían en las manos el futuro de Alemania, además de unas piedras grandes. A unos diez metros de ellos, enseñé brevemente la placa de la llave con la esperanza de que, desde esa distancia, pudiese parecerles una chapa policial. Oí que uno decía en voz baja: «Es poli». Sonreí: el truco había dado resultado. Al fin y al cabo, no eran más que un puñado de mocosos.

– En efecto, soy policía -dije, sin soltar la placa-. Comisario Adlon, de la brigada criminal de Westend Praesidium. Sabed que habéis tenido mucha suerte por no haber herido gravemente a ninguno de esos otros agentes de policía.

– ¿Agentes de policía?

– Pero si parecen judíos. Algunos sí, desde luego.

– ¿Qué clase de policías van por ahí vestidos de judíos?

– Los de la secreta, para que lo sepas -dije, y sacudí un buen bofetón al muchacho pecoso que parecía el mayor. Se puso a llorar-. Son oficiales de la Gestapo y están buscando a un criminal despiadado que ha matado a unos cuantos niños en este bosque. Sí, eso es, chicos como vosotros. Les corta el cuello y los despedaza. El único motivo por el que no ha salido en la prensa es porque no queremos que cunda el pánico, pero resulta que ahora llegáis vosotros, pandilla de bobos, y casi echáis a perder la operación.

– Pero nosotros no tenemos la culpa, señor. Es que parecen judíos.

También a él le solté un bofetón. Me pareció muy bien que se hiciesen una idea certera de lo que en realidad era la Gestapo. Quizás así hubiera alguna esperanza de futuro para Alemania, a pesar de todo.

– ¡Cállate! -le espeté-. Y no hables si no te preguntan. ¿Entendido?

Resentidos, los miembros de las juventudes hitlerianas asintieron en silencio.

Agarré a uno por el pañuelo del cuello.

– ¡Tú!, ¿tienes algo que decir?

– Que lo siento, señor.

– ¿Lo sientes? Podías haber sacado un ojo a aquel agente. Será buena idea decir a vuestros padres que os den unos buenos cintarazos o, mejor aún, que os detengan y os metan en un campo de concentración. ¿Os gustaría? ¿Eh?

– Por favor, señor, no queríamos hacer daño.

Solté al chico. Ya se les había puesto cara de arrepentimiento a todos. No parecían de las juventudes hitlerianas, sino, más bien, un grupo de escolares. Los había puesto donde quería. Era como si estuviese entrenando a una patrulla en el Alex. Al fin y al cabo, los policías hacen las mismas tonterías juveniles que los escolares, salvo los deberes del colegio.

– De acuerdo. Por esta vez, lo dejaremos así. Y va por todos. No se lo contéis a nadie. A nadie, ¿entendido? Se trata de una operación encubierta. La próxima vez que tengáis ganas de tomaros la ley por vuestra cuenta, no lo hagáis. No todo el que parece un judío lo es de verdad. Metéoslo en la cabeza. Ahora, volved a casa antes de que me arrepienta y os detenga por atacar a un agente de policía. Y no olvidéis lo que os he dicho: hay un criminal despiadado rondando por estos bosques, conque más vale que os larguéis y no volváis hasta que os enteréis por la prensa de que lo han cogido.

– Sí, señor.

– Así lo haremos, señor.

Volví a las tiendas de la orilla del lago. Atardecía. Las ranas se preparaban para el concierto nocturno, los peces saltaban en el agua y uno de los judíos estaba tirando la caña hacia una onda en expansión. La herida del hombre del sombrero no era grave; estaba fumando un cigarrillo de los míos para tranquilizarse.

– ¿Qué les ha dicho para deshacerse de ellos? -preguntó el Turco.

– Les he dicho que eran ustedes policías de incógnito -respondí.

– ¿Y se lo han creído? -preguntó Mistress Charalambides.

– A pie juntillas.

– Pero, ¿por qué? -dijo-. Es una mentira flagrante.

– ¿Acaso ha detenido eso a los nazis alguna vez? -Señalé la lancha con un gesto de la cabeza-. Suba -le dije-, nos vamos.

Cogí de detrás de la oreja el último cigarrillo que me quedaba y lo encendí con una astilla de la hoguera que me acercó el Turco.

– Creo que los dejarán en paz -le dije-. No les he metido en el cuerpo el temor de Dios, sólo el de la Gestapo; para ellos es más importante, me parece.

El Turco se rió.

– Gracias, mister -dijo, y me estrechó la mano.

Desamarré y subí a la lancha con Mistress Charalambides.

– Si algo he aprendido en estos últimos años -dije, al tiempo que ponía el motor en marcha- es a mentir como si fuera verdad. Si uno está previamente convencido de algo, por estrafalario que sea, nunca se sabe hasta qué punto puede salirse con la suya, con los tiempos que corren.

– Es usted tan cínico que lo he tomado por nazi -dijo ella.

Creo que quiso hacer una broma, pero no me gustó oírselo decir. Naturalmente, al mismo tiempo sabía que tenía razón. Soy cínico. Podría haber alegado en mi defensa que había sido poli y que para los polis sólo hay una verdad: todo lo que te cuentan es mentira; pero tampoco me pareció apropiado. Ella tenía razón y no era cuestión de burlarme de ella con otro comentario cínico sobre la posibilidad de que los nazis pusieran algo en el agua, como bromuro, por ejemplo, para que todos los alemanes pensásemos lo peor de los demás. Era cínico. ¿Y quién no, que viviese en Alemania?

Nunca habría desconfiado de Noreen Charalambides y, desde luego, tampoco quería que fuese a la inversa. Como no tenía a mano un bozal, me tapé un labio con el otro para dominar la lengua un rato y apreté el acelerador. Una cosa es morder al enemigo y otra muy distinta que parezcas capaz de morder a tus amigos, por no hablar de la mujer de la que te estás enamorando.

16

Devolvimos la lancha y regresamos al coche. Partimos en dirección este y entramos en Berlín, en calles llenas de gente silenciosa que probablemente no querían saber nada los unos de los otros. Nunca había sido una ciudad muy cordial. La hospitalidad no es una característica destacable de los berlineses, pero ahora parecía Hamelín sin niños. Todavía quedaban las ratas, claro.

Hombres respetables, con sombrero de fieltro bien cepillado y cuello de tirilla, volvían rápidamente a casa después de pasar un día respetable más procurando no ver a los gamberros que se empeñaban en plantar sus sucias botas en los mejores muebles del país. Los cobradores de los autobuses sacaban como podían medio cuerpo fuera de la plataforma para evitar la menor posibilidad de conversación con los pasajeros. En esa época nadie quería manifestar su opinión. Eso no lo especificaba en las guías Baedeker.

En la parada de taxis de la esquina de Leibnizstrasse, los conductores cerraban la capota de cuadros de sus vehículos: señal inequívoca de que la temperatura descendía. Sin embargo, el frío todavía no era tanto como para desalentar a un trío de hombres de las SA, que, con gran valentía, no cejaba en su vigilante boicot a una joyería de propiedad judía que había cerca de la sinagoga de Fasanenstrasse.

«¡Alemanes, defendeos! ¡No compréis en comercios judíos! ¡Consumid sólo productos alemanes!»

Con sus botas marrones de cuero, sus cinturones cruzados marrones de cuero y sus caras marrones de cuero, iluminados por el neón verde de Kurfürstendamm, los tres nazis parecían reptiles prehistóricos, peligrosos como cocodrilos hambrientos que se hubieran escapado del acuario del parque zoológico.

Noté frío en la sangre, yo también. Como si necesitase un trago.

– ¿Está enfadado? -me preguntó ella.

– ¿Enfadado?

– A modo de protesta silenciosa.

– Es la única forma segura de protestar, con los tiempos que corren. De todos modos, se arregla con un trago.

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