Pasaban los días. Me recuperé un poco. Llegó el fin de semana y el doctor Henkell dijo que estaba listo para viajar. Tenía un Mercedes sedán nuevo de color granate, de cuatro puertas, había recorrido todo el camino hasta la fábrica de Sindelfingen para recogerlo, y estaba muy orgulloso de él. Me dejó sentarme en la parte de atrás para que estuviera más cómodo en el trayecto de noventa kilómetros a Garmisch-Partenkirchen. Salimos de Munich por la autovía número 2, una carretera bien trazada que nos llevó por Starnberg, donde le hablé a Henkell sobre el eponimo barón y la fantástica casa donde vivía en el Maybach Zeppelin, que usaba para agotar las tiendas. Y, como le gustaban mucho los coches, también le hablé de la hija del barón, Helene Elisabeth, y del Porsche 356 que conducía.
– Es un coche bonito -dijo-. Pero a mí me gustan los Mercedes.
Y procedió a hablarme de otros coches guardados en su garaje de Ramersdorf. Ahora incluía mi Hansa, que Henkell había tenido la amabilidad de quitarlo del lugar donde lo dejé la noche en que me atraparon los compañeros.
– Los coches son como una afición para mí -me confesó mientras íbamos hacia Traubing y los Alpes-. Igual que el alpinismo. He subido todos los grandes picos de los Alpes Ammergau.
– ¿Incluido el Zugspitze?
El Zugspitze, la montaña más alta de Alemania, era el motivo principal por el que la mayoría de la gente iba a Garmisch-Partenkirchen.
– Eso no es alpinismo -contestó-. Es un paseo. Tú lo estarás subiendo en unas semanas. -Sacudió la cabeza-. Pero mi verdadero interés es la medicina tropical. En Partenkirchen hay un pequeño laboratorio que los americanos me dejan usar. Mantengo una buena relación con uno de los oficiales de alto rango. Viene a jugar al ajedrez con Eric una o dos veces por semana. Te gustará. Habla alemán a la perfección, y juega muy bien al ajedrez.
– ¿Cómo os conocisteis?
Henkell se echó a reír.
– Yo era su prisionero. Había un campo de prisioneros de guerra en Partenkirchen. Yo dirigía el hospital, ellaboratorio formaba parte de él. Los americanos tienen su propio médico, por supuesto. Un buen tipo, pero no hace mucho más que endosar pastillas. Nada quirúrgico, normalmente me lo piden a mí.
– ¿No es un poco extraño investigar la medicina tropical en los Alpes? -comenté.
– Al contrario -dijo Henkell-. Ya ves, el aire es muy seco y puro. Como el agua. Eso lo convierte en el lugar ideal para evitar la contaminación de las muestras.
– Eres un hombre de muchas caras -le dije.
Parecía que le gustaba.
Justo después de Murnau, nuestra carretera atravesó la zona pantanosa de Murnauer. Más allá de Farchant, la ensenada de Garmisch-Partenkirchen se abría y vimos por primera vez el Zugspitze y el resto de las montañas de Wetterstein. Natural de Berlín, más bien me desagradaba la montaña, sobre todo los Alpes. Siempre parecían medio derretidas, como si alguien las hubiera dejado por descuido al sol demasiado tiempo. Tres o cuatro kilómetros más adelante la carretera se dividió, yo agudicé el oído, y estábamos en Sonnenbichl, a poca distancia al norte de Garmisch.
– La verdadera acción está abajo, en Garmisch -explicó-. Todas las instalaciones son olímpicas, por supuesto del 36. Hay algunos hoteles, la mayoría requisados por los americanos, algunas boleras, el club de los funcionarios, uno o dos bares y restaurantes, el Teatro Alpino, y la estación de teleférico hacia el Wank y el Zugspitze. Todo lo demás está bajo control del Comando del Sudeste del 3.er Ejército de Estados Unidos. Incluso hay un hotel que lleva el nombre del general Patton. De hecho hay dos, ahora que lo pienso. A los yanquis les gusta esto. Vienen aquí de toda Alemania para lo que llaman un D and R, descanso y recreo. Juegan al tenis, al golf, practican el tiro al plato y en invierno esquían y patinan sobre hielo. Vale la pena ver la pista de patinaje de Wintergarten. Las chicas del lugar son simpáticas, e incluso proyectan películas americanas en dos de los cuatrocines. Así que, ¿cómo no les iba a gustar? Muchos son de ciudades de Estados Unidos no muy distintas de Garmisch-Partenkirchen.
– Con una diferencia fundamental -dije-. Esas ciudades no tienen un ejército de ocupación.
Henkell se encogió de hombros.
– No son tan malos cuando los conoces.
– Tampoco lo son algunos perros policía -dije, con amargura-. Pero no me gustaría tener a uno rondando la casa todo el día.
– Por fin hemos llegado -anunció, mientras salía de la carretera.
Fue por un camino de grava que llevaba entre dos grupos de majestuosos pinos y por un campo verde vacío al final del cual había una casa de madera de tres plantas con el techo tan alto como el famoso salto de esquí de noventa metros de Garmisch. Lo primero en lo que me fijé es que una pared estaba cubierta con un enorme escudo de armas heráldico. Era una insignia de oro con manchas negras, y tres emblemas principales: una luna decreciente, un cañón con algunas balas y un cuervo. Todo significaba que a la armadura de la que probablemente descendía Henkell le gustaba disparar a los cuervos, a la luz de la luna plateada, con un arma de artillería. Bajo todo este sinsentido decorativo había una inscripción. Decía «Sero sed serio», en latín, que significaba «Somos más ricos que tú». La casa gozaba de una ubicación agradable en el límite de otro campo que descendía de forma abrupta hacia el valle y proporcionaba a sus habitantes magníficas vistas. Eran lo importante en esta zona, y esta casa en concreto gozaba de ese tipo de vistas que normalmente sólo se obtienen desde el cuello de un águila. Nada las entorpecía, a excepción de una nube o dos. Y tal vez el extraño arco iris.
– Supongo que tu familia jamás padeció de acrofobia -dije. Ni pobreza, tuve ganas de añadir.
– Es una bonita imagen, ¿verdad? -contestó, al tiempo que tiraba de la puerta principal-. Nunca me canso de contemplar esas vistas.
Montañas ordenadas de troncos enmarcaban la puerta principal, además de multitud de cigarrillos. Encima dela puerta había una versión más pequeña del escudo de armas de la pared exterior. La puerta era robusta, como si la hubieran tomado prestada del castillo de Odín.
Se abrió y dejó al descubierto a un hombre en silla de ruedas con una manta en el regazo y una enfermera uniformada a su lado. Ella parecía más cálida que la manta, y supe por instinto cuál de las dos habría preferido tener en el regazo. Me estaba recuperando.
El hombre de la silla era grande, con el pelo largo y rubio y una barba que hacía pensar que mantenías una charla importante con Moisés. Llevaba el bigote encerado y hacía que la cara pareciera la incrustación de un sable. Llevaba una chaqueta de ante azul Schliersee con botones de coral, una camisa de estilo rural, y un collar de edelweiss hecho de trozos de cuerno, peltre y perla. Calzaba unos zapatos negros Miesbacher, típicos de Baviera, de tacón alto y la lengüeta doblada. Era el tipo de calzado que llevas cuando quieres pegar a alguien que lleva pantalones cortos. Fumaba una pipa de madera de brezo que desprendía un fuerte olor a vainilla y me recordaba a helado quemado. Parecía el abuelo de Heidi.
Si Heidi hubiera crecido, podría parecerse un poco a la enfermera del hombre de la silla de ruedas. Llevaba una falda rosa con peto hasta las rodillas, una blusa blanca escotada de manga corta ancha, un delantal blanco de algodón, calcetines de encaje hasta las rodillas, y el mismo tipo de zapatos cómodos que su carga barbuda. Sabía que se suponía que era enfermera, porque tenía un pequeño reloj del revés en la blusa y una gorrita blanca en la cabeza. Era rubia, pero no de ese rubio soleado, o dorado, sino ese rubio enigmático, nostálgico que encontrarías perdido en un claro nemoroso. Tenía la boca ligeramente enfurruñada, y los ojos de una especie de color lavanda. Intenté no fijarme en sus pechos. Y luego lo volví a probar, pero seguían llamándome como si estuviera posada en una roca del Rin y yo fuera un pobre marinero tonto con oído para la música. Todas las mujeres sonenfermeras en el fondo. Su naturaleza les lleva a cuidar. Algunas parecen más enfermeras que otras. Y algunas mujeres consiguen parecer enfermeras como la última táctica de Dalila. La enfermera de casa de Henkell era del segundo tipo. Con un rostro y una silueta como la suya haría parecer mi viejo abrigo del ejército un camisón de seda.
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