Philip Kerr - Unos Por Otros

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Transcurre el año 1949. Harto de ocuparse del hotel de su suegro situado a un paso del campo de concentración de Dachau, en Alemania, y con su esposa ingresada en una institución mental, el sardónico detective Bernhard Gunther ha decidido ir tras los pasos de un famoso sádico, uno de los muchos espías de las SS capaz de infiltrarse entrelas filas de los aliados y encontrar refugio en América. Pero, por supuesto, nada es lo que parece, y Gunther pronto se encontrará navegando en un mar mortal habitado por ex-nazis que huyen de la persecución y de organizaciones secretas constituidas con el objetivo de facilitar la huída a los verdugos del tercer Reich.

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Podría haberme fusilado, aunque nunca oí que fusilaran a nadie por desobedecer la llamada Orden de Comisario, que se convirtió en poco más que una licencia para matar civiles rusos. Me podría haber enviado a un batallón de castigo. Existían. En cambio, Nebe me envió a unirme a la Sec ción de Inteligencia del Este de Ejércitos Extranjeros de Gehlen, donde pasé varias semanas organizando registros de la NKVD. Y después fui trasladado a Berlín, al Servicio de Crímenes de Guerra del Alto Comando Alemán. Supongo que era la idea que tenía Arthur Nebe de una broma. Siempre tuvo un extraño sentido del humor.

Pensé en todo tipo de excusas para lo que sucedió en Lutsk. Que yo no sabía que eran judíos. Que eran asesinos. Que habían matado casi a tres mil personas, probablemente a más. Que seguro que habrían matado a muchos más prisioneros políticos si no les hubiéramos fusilado.

Pero siempre me parecía lo mismo.

Había ejecutado a treinta judíos. Ellos habían matado a todos aquellos prisioneros sólo para evitar que colaboraran con los invasores nazis, algo que era casi seguro. Stalin había reclutado grandes cantidades de judíos para la NKVD porque sabía que se jugaban más. Yo había participado en el mayor crimen de la historia oficial.

Me odiaba por ello, pero más a las SS. Odiaba la manera en que me había convertido en cómplice de su genocidio. Nadie sabía mejor que yo lo que se había hecho en nombre de Alemania, y ése era el verdadero motivo por el que entraba en esa iglesia con el asesinato en mente. No se trataba sólo de una dura paliza y la pérdida de mi dedo meñique. Era algo mucho más importante. En todo caso, la paliza me había despertado los sentidos en cuanto quién era esa gente y lo que habían hecho, no sólo a millones de judíos, sino a millones de alemanes como yo. A mí. Valía la pena matar por eso.

21

Me senté en la nave lateral de la iglesia del Espíritu Santo, del siglo xv, cerca del confesionario, y esperé a que estuviera libre. Estaba más o menos seguro de que Gotovina estaba dentro porque tenía a la vista a los otros dos curas que había visto en mi visita anterior. Uno de ellos, un auténtico cura comprensivo con una sonrisa de aguantar a los niños pequeños, mantenía una discreta conversación con una mujer grandecita que iba al mercado justo en el interior de la puerta principal. El otro, de aspecto delicado, con el pelo oscuro y bigote de proxeneta, que sujetaba un bastón con el mango de plata, renqueaba hacia el altar mayor como un insecto de sólo tres patas, como si algo le hubiera dado un fuerte manotazo y se encaminara a rezar por ellos.

En aquel lugar reinaba un fuerte olor a incienso, madera recién cortada y mortero de construcción. Un hombre con un parche afinaba un piano espléndido de una forma que hacía pensar que probablemente perdía el tiempo. Unas seis o siete filas delante de mí, había una mujer arrodillada rezando. Una gran cantidad de luz entraba por las altas ventanas arqueadas y, por encima de ellas, las ventanitas redondas. El techo parecía la tapa de una caja de galletas muy elaborada. Alguien movió una silla y, en el cavernoso interior de la iglesia, sonó como un asno que soltaba un fuerte rebuzno de discrepancia. Ahora que volvía a verlo, el altar, de mármol negro y oro, me recordaba a una sofisticada góndola funeraria veneciana. Era de ese tipo de iglesias donde casi esperas que haya un botones que te ayude a llevar el cantoral.

El efecto de la anfetamina empezaba a pasarse un poco. Quería estirarme. El banco de madera pulida en el que estaba sentado comenzaba a tener un aspecto muy cómodo y tentador. Entonces la cortina verde del confesionario se movió, la corrieron del todo y salió una mujer atractiva de unos treinta años. Sujetaba un rosario, se santiguaba más como formalidad que por otra cosa. Llevaba un vestido rojo ajustado y era fácil ver por qué había pasado tanto tiempo en el confesionario. Por su mirada, ninguno de los pecados veniales la hubiera retenido. Estaba hecha para un solo tipo de pecado, el pecado mortal que profería un fuerte grito a los cielos cuando conseguías tocarla en el lugar adecuado. Cerró los ojos un momento e inspiró hondo de tal manera que disparó mi libido hasta realcanzar la cúspide de las columnas rococó y la volvió a calmar. Los guantes de terciopelo iban a juego con el bolso, que a su vez conjuntaba con los zapatos, que iban a conjunto con el pintalabios, que combinaba con el velo del sombrerito que cumplía con su función. El escarlata era un color muy adecuado para ella. Parecía la palabra hecha carne, mientras la palabra fuera «sexo». Una especie de epifanía. La campeona de peso pesado de todas las mujeres de vida disoluta vestidas de escarlata. Cuando la veías, pensabas que el Libro de las Revelaciones probablemente tenía un nombre adecuado. Era Britta Warzok.

Ella no me vio. No hizo ningún acto de contrición ni penitencia. Sólo se volvió sobre sus tacones altos, caminó rápido por la nave lateral y salió de la iglesia. Por un momento me quedé demasiado sorprendido parareaccionar. Si no me hubiera asombrado tanto, hubiera llegado al confesionario a tiempo para volarle los sesos al padre Gotovina. Pero para cuando hube recobrado la compostura, el cura estaba fuera del confesionario y caminaba hacia el altar. Habló un momento con el cura de mirada tímida y luego desapareció por una puerta en la parte trasera de la iglesia.

No me había visto. Por un momento pensé en perseguir al cura croata hasta la sacristía, si es que iba hacia allí, y matarle. Pero ahora había preguntas que necesitaban una respuesta, para las que todavía no tenía la fuerza suficiente. Preguntas sobre Britta Warzok, que tendrían que esperar hasta que me sintiera con fuerzas. Preguntas que requerían un poco más de reflexión antes de formularlas.

Recogí mi bolsa de herramientas y salí lentamente de la iglesia hacia Viktualienmarkt, donde el aire fresco me hizo revivir un poco. La campana de la iglesia tocaba la media hora. Di unos pasos y luego me apoyé en la chica de Nivea que adornaba una columna de pósteres.

Podría haber usado todo un bote de Nivea en mi alma. Aún mejor, un bote entero de la chica.

El escarabajo de Stuber vino rápido hacia mí. Durante un minuto pensé que iba a atropellarme. Pero se detuvo con brusquedad, se inclinó sobre el asiento del copiloto y abrió la puerta. Me preguntaba por qué tenía tanta prisa. Luego recordé que probablemente estaba trabajando con la hipótesis de que había disparado y matado a alguien en la iglesia. Sujeté la puerta del coche.

– No pasa nada -dije-. No hay prisa, no lo he hecho.

Puso el freno y salió, más calmado, para ayudarme a entrar en el coche como si fuera su anciana madre y me encendió otro cigarrillo cuando por fin me acomodó. De nuevo en el asiento del conductor, aceleró el coche, esperó que un pequeño grupo de ciclistas pasara pedaleando, y luego nos pusimos en camino.

– ¿Por qué has cambiado de opinión? -preguntó.

– Una mujer.

– Supongo que eso buscan -dijo-. Suena a que era una enviada de Dios.

– Ésta no -contesté. Di una calada al cigarrillo y esbocé una mueca de dolor cuando el calor golpeó en la cicatriz más reciente-. No sé quién demonios la envía, pero voy a descubrirlo.

– Una mujer misteriosa, ¿eh? Sabes, tengo una teoría: el amor es sólo una forma transitoria de enfermedad mental. En cuanto lo sabes, puedes enfrentarte a él. Enfrentarte a él, medicarte contra él.

Stuber continuó hablando sobre una novia que tuvo que lo trató mal y yo dejé de escucharlo un rato. Estaba pensando en Britta Warzok.

Una pequeña parte de mi cerebro me decía que tal vez era mejor católica de lo que yo pensaba. En tal caso, su reunión con el padre Gotovina podría haber sido una mera coincidencia. Tal vez la suya fuera una auténtica confesión y siempre había sido trigo limpio. Presté atención a esta parte de mi cerebro un minuto o dos y luego lo dejé. Al fin y al cabo, esa parte aún creía en la capacidad de perfección del ser humano. Gracias a Adolf Hitler, todos sabemos de qué sirve.

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