Philip Kerr - Unos Por Otros

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Transcurre el año 1949. Harto de ocuparse del hotel de su suegro situado a un paso del campo de concentración de Dachau, en Alemania, y con su esposa ingresada en una institución mental, el sardónico detective Bernhard Gunther ha decidido ir tras los pasos de un famoso sádico, uno de los muchos espías de las SS capaz de infiltrarse entrelas filas de los aliados y encontrar refugio en América. Pero, por supuesto, nada es lo que parece, y Gunther pronto se encontrará navegando en un mar mortal habitado por ex-nazis que huyen de la persecución y de organizaciones secretas constituidas con el objetivo de facilitar la huída a los verdugos del tercer Reich.

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Yo estaba con el batallón de policías de reserva adjunto al 49.o ejército. Nuestra misión era encontrar a las brigadas de asesinos de la NKVD y poner fin a su actividad. Teníamos información de que un escuadrón de la muerte de Lvov y Dubno había ido hacia el norte, a Lutsk, y, en nuestros carros ligeros Panzer y los coches blindados Puma, intentamos llegar antes que ellos. Lutsk era una pequeña ciudad sobre el río Styr, con una población de diecisiete mil habitantes. Era la residencia de un obispo católico, con toda probabilidad poco querido por los comunistas. Cuando llegamos, encontramos casi a la población entera reunida alrededor de la cárcel de la NKVD con una gran angustia por el destino de sus parientes encarcelados ahí. Un ala de la prisión ya estaba en llamas, pero con nuestros coches blindados conseguimos romper una pared y salvar la vida de un millar de hombres y mujeres. Sin embargo, llegamos tarde para casi tres mil más. Muchos habían recibido un tiro en la nuca. Otros habían muerto por granadas lanzadas a las ventanas de las celdas, pero la mayoría simplemente habían sido quemados vivos. Jamás olvidaré el olor a carne humana quemada mientras viva.

La gente de la ciudad nos contó en qué dirección había ido el escuadrón de la muerte, así que salimos tras ellos, resultó bastante fácil con los Panzer. Las carreteras sucias estaban duras como el cemento. Les dimos caza a tan sólo unos kilómetros al norte, en un lugar llamado Goloby. Se produjo un tiroteo. Gracias al cañón adjunto a nuestro vehículo, lo ganamos con facilidad. Capturamos a treinta de ellos. Ni siquiera habían tenido tiempo de deshacerse de sus documentos rojos de identificación que, algo que les favorecía muy poco, conteníanfotografías. Uno incluso tenía las llaves de la cárcel de Lutsk todavía en el bolsillo, así como multitud de archivos relacionados con algunos de los prisioneros asesinados. Eran veintiocho hombres y dos mujeres. Ninguno tenía más de veinticinco o veintiséis años. La más joven, una mujer, tenía diecinueve y poseía esa belleza eslava de pómulos alzados. Costaba relacionarla con los asesinos de tanta gente. Uno de los prisioneros hablaba alemán, así que le pregunté por qué habían matado a tanta gente de los suyos. Me dijo que la orden había llegado directamente de Stalin y que sus comisarios de partido los habrían fusilado de no haberla cumplido. Muchos de mis hombres estaban a favor de llevarlos con nosotros para que los colgaran en Minsk, pero a mí no me interesaba ese lastre. Así que los fusilamos a todos, en cuatro grupos de siete, y nos dirigimos de nuevo al norte, hacia Minsk.

Me uní al 316º batallón directamente desde Berlín, en un lugar llamado Zamosc, Polonia. Anteriormente, el 316º y el 322º, con los que habíamos operado, habían estado en Cracovia. En aquella época, por lo que yo sabía, ninguno de esos dos batallones policiales había llevado a cabo un asesinato múltiple. Sabía que muchos de mis colegas eran antisemitas, pero había la misma proporción de gente que no lo era, y nada de eso supuso un problema hasta que llegamos a Minsk, donde hice mi informe. También entregué las dos docenas de juegos de papeles de identificación que habíamos confiscado antes de ejecutar a sus propietarios asesinos. Era el 7 de julio.

Mi superior, un coronel de las SS llamado Mundt, me felicitó por nuestra exitosa acción y, al mismo tiempo, me soltó una reprimenda por no haber llevado a las dos mujeres para que fueran colgadas. Parecía que Berlín había emitido una nueva orden: todas las mujeres de la NKVD y partisanas debían ser colgadas, en público, como ejemplo para la población de Minsk.

Mundt hablaba ruso mejor que yo en aquella época, y también podía leerlo. Antes de enrolarse en el Grupode Acción Especial B de Minsk, había estado en la Ofi cina Judía de la RSHA. Y él fue quien se percató de algo acerca de los prisioneros de la NKVD que habíamos ejecutado. Pero incluso al leer en voz alta sus nombres no lo comprendí.

– Kagan -dijo-. Geller, Zalmonowitz, Polonski. ¿No lo capta, Obersturmführer Gunther? Todos son judíos. Habéis ejecutado a un escuadrón de la muerte judío de la NKVD. Eso lo demuestra, ¿no? Que el Führer tiene razón al decir que los bolcheviques y los judíos son el mismo veneno.

Ni siquiera entonces me parecía tan importante. Incluso entonces me dije que yo no sabía que todos eran judíos cuando los fusilamos. Me convencí de que probablemente eso no habría cambiado nada, que habían asesinado a miles de personas a sangre fría y merecían morir. Pero aquello sucedió el 7 de julio. Por la tarde empecé a mirar la acción policial que dirigía con otros ojos. Por la tarde había oído lo del «registro», cuyo resultado fue que dos mil judíos fueron identificados y fusilados. Luego, al día siguiente, acabé en un pelotón de fusilamiento de las SS, dirigido por un policía joven que había conocido en Berlín. Seis hombres y mujeres fueron fusilados y sus cuerpos cayeron en una fosa común, donde tal vez descansaban ya cien cadáveres. En ese momento me di cuenta del verdadero propósito de los batallones policiales. Entonces mi vida cambió, para siempre.

Tuve suerte de que el general que comandaba el Grupo de Acción Especial B, Arthur Nebe, fuera un viejo amigo mío. Antes de la guerra era el jefe de la policía criminal de Berlín, un detective de carrera, como yo. Así que fui a pedirle un traslado a la Weh rmacht para realizar tareas en primera línea. Me preguntó mis motivos. Le dije que si me quedaba sería sólo cuestión de tiempo que me fusilaran por desobedecer una orden. Le dije que una cosa era disparar a un hombre porque era miembro de un escuadrón de la muerte de la NKVD, pero otra muy diferente dispararle sólo porque era judío. Nebe pensó que era extraño.

– Pero el Obersturmbannführer Mund me dijo que las personas que fusilasteis eran judías -replicó.

– Sí, pero no los fusilé por eso, señor -contesté.

– La NKVD está llena de judíos -dijo-. Lo sabes, ¿no? Si hay opción de que atrapes a otro escuadrón de la muerte, serán judíos. ¿Y entonces qué?

Me quedé en silencio. No sabía qué contestar.

– Sólo sé que no me voy a pasar esta guerra asesinando a gente.

– La guerra es la guerra -dijo, impaciente-. Y, francamente, puede que hayamos intentado abarcar demasiado en Rusia. Tenemos que ganar en este terreno lo antes posible si queremos ponernos a salvo en invierno. Eso significa que no hay lugar para los sentimientos. Sinceramente, ya tenemos suficiente con ocuparnos de nuestro propio ejército para hacerlo también con los prisioneros del Ejército Rojo y la población local. Tenemos un arduo trabajo por hacer, no te equivoques. No todo el mundo sirve. A mí no me importa mucho, Bernie. ¿Me he explicado bien?

– Con suficiente claridad -dije-. Pero preferiría disparar a gente que me devuelva los disparos. Soy así de raro.

– Eres demasiado mayor para estar en primera línea. No durarías ni cinco minutos.

– Probaré, señor.

Me miró un segundo más y luego se acarició la larga nariz imponente. Tenía cara de policía. Astuto, duro, de buen talante. Hasta entonces nunca había pensado en él como un nazi. Sabía que sólo tres años antes había formado parte de una conspiración militar para derrocar a Hitler en cuanto los británicos declararon la guerra a Alemania tras la anexión de los Sudetes. Por supuesto, los británicos jamás declararon la guerra. No en 1938. En cuanto a Nebe, era un superviviente. Y de todas formas, en 1940, cuando Hitler derrotó a los franceses en sólo seis semanas, muchos de sus opositores en el ejército cambiaron de opinión sobre él. Aquella victoria les pareció una especie de milagro a muchos alemanes, incluso a los que no les gustaba Hitler y todo lo que defendía.Suponía que Nebe era uno de ellos.

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