Philip Kerr - Unos Por Otros

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Transcurre el año 1949. Harto de ocuparse del hotel de su suegro situado a un paso del campo de concentración de Dachau, en Alemania, y con su esposa ingresada en una institución mental, el sardónico detective Bernhard Gunther ha decidido ir tras los pasos de un famoso sádico, uno de los muchos espías de las SS capaz de infiltrarse entrelas filas de los aliados y encontrar refugio en América. Pero, por supuesto, nada es lo que parece, y Gunther pronto se encontrará navegando en un mar mortal habitado por ex-nazis que huyen de la persecución y de organizaciones secretas constituidas con el objetivo de facilitar la huída a los verdugos del tercer Reich.

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Henkell me pilló lamiéndome los labios y sonrió mientras me ayudaba a salir del Mercedes.

Te dije que te gustaría esto -dijo. Entramos en la casa, donde Henkell me presentó. El hombre de la silla de ruedas era Eric Gruen. La enfermera se llamaba Engelbertina Zehner. Engelbertina significa «ángel brillante». En cierto modo le encajaba. Ambos parecían muy nerviosos de verme. Luego, una vez más, la casa no era exactamente un lugar donde entrarías sin más sin ser anunciado. A menos que llevaras un paracaídas. Probablemente estaban contentos de tener nueva compañía, aunque ésta estuviera recluida en sí misma. Todos nos dimos un apretón de manos. Gruen tenía las manos finas y un poco húmedas, como si algo lo pusiera nervioso. Engelbertina tenía la mano fuerte y áspera como una hoja de papel de lija, lo que me sorprendió un poco y me hizo pensar que el ejercicio de la enfermería privada tenía su lado duro. Me senté en un gran sofá muy cómodo y dejé escapar un gran suspiro de comodidad.

– Ha sido un buen paseo -dije, mirando el enorme salón.

Engelbertina ya estaba colocándome un cojín en la espalda. Entonces divisé el tatuaje en la parte superior del antebrazo izquierdo. Algo que aclaraba mucho por qué tenía las manos tan ásperas. El resto de su cuerpo también debía de ser bastante áspero, pero de momento lo aparté de mis pensamientos. Intentaba escapar de cosas como ésa. Además, en la cocina se estaba guisando algo bueno y, por primera vez en semanas, tenía hambre. Apareció otra mujer en el umbral. También era atractiva, con el mismo atractivo de mujer madura, más grande y un poco más desgastada que yo. Se llamaba Raina, era la cocinera.

– Herr Gunther es detective privado -dijo Henkell.

– Eso tiene que ser interesante -dijo Gruen.

– Cuando se pone interesante, normalmente es el momento de coger una pistola -contesté.

– ¿Cómo llega uno a desempeñar ese tipo de trabajo? -preguntó Gruen, al tiempo que volvía a encender su pipa.

A Engelbertina no parecía gustarle el humo y se lo apartaba de la cara. Gruen no le hacía caso y pensé que yo no debía hacerlo, sino fumar fuera un rato.

– Era policía en Berlín. Detective en la brigada criminal, antes de la guerra.

– ¿Alguna vez atrapó a un asesino? -preguntó ella.

Por lo general me hacía el sueco ante una pregunta así, pero quería impresionarla.

– Una vez -respondí-. Hace mucho tiempo. Un estrangulador llamado Gormann.

– Lo recuerdo -dijo Gruen-. Fue un caso famoso.

Yo me encogí de hombros.

– Como he dicho, fue hace mucho tiempo.

– Tendremos que llevar cuidado, Engelbertina -dijo Gruen-. De lo contrario, herr Gunther descubrirá nuestros secretos más terribles. Supongo que ya ha empezado a examinarnos.

– Relájense -les dije-. La verdad es que nunca fui del todo policía. Tengo un problema con la autoridad.

– Eso no es muy alemán por su parte, amigo -dijo Gruen.

– Por eso estaba en el hospital -contesté-. Me dieron un aviso por un caso que estaba investigando, y no tuvo efecto.

– Supongo que debe de ser muy observador -dijo Engelbertina.

– Si lo fuera, tal vez no me hubieran dado una paliza.

– Bien pensado -admitió Gruen.

Durante un minuto, Engelbertina y él comentaron su historia de detectives preferida, que me dio pie para desconectar brevemente. Odio las historias de detectives. Miré a mi alrededor. Las cortinas de cuadros rojos y blancos, los postigos verdes, los armarios pintados a mano, las gruesas alfombras de piel, las vigas de roble de doscientos años de antigüedad, la chimenea, los cuadros de vides y flores y, ninguna casa alpina estaba completasin él, un arnés de buey. La sala era grande pero acogedora como una rebanada de pan en una tostadora.

Sirvieron la comida. Comí más de lo que esperaba, y luego me dormí en una butaca. Cuando me desperté, estaba a solas con Gruen. Parecía que llevaba ahí un rato, me miraba de una forma curiosa que sentí que merecía una explicación.

– ¿Quería algo, herr Gruen?

– No, no -contestó-. Y, por favor, llámame Eric. -Retiró la silla un poco-. Sólo es que tengo la sensación de que nos conocíamos de antes, usted y yo. Su cara me resulta muy familiar.

Me encogí de hombros.

– Supongo que tengo ese tipo de cara -dije, al recordar que el americano del hotel de Dachau hizo un comentario parecido-. Supongo que tuve suerte de hacerme policía. De lo contrario, mi fotografía podría estar colgada por algo que no hubiera hecho.

– ¿Alguna vez ha estado en Viena? -preguntó-. ¿O Bremen?

– En Viena, sí. Pero en Bremen no.

– Bremen. No es una ciudad interesante -comentó-. No como Berlín.

– Parece que hoy en día no hay ningún lugar tan interesante como Berlín. Por eso no vivo ahí, es demasiado peligroso. Si vuelve a haber una guerra, empezará en Berlín.

– Pero difícilmente será más peligrosa que Munich -dijo Gruen-. Para usted, me refiero. Según Heinrich, los hombres que le pegaron casi le matan.

– Casi -contesté-. Por cierto, ¿dónde está el doctor Henkell?

– Ha ido al laboratorio, en Partenkirchen. No le veremos hasta la cena, tal vez ni siquiera entonces. Ahora que está aquí no, herr Gunther.

– Bernie, por favor.

Hizo un gesto educado con la cabeza.

– Lo que quiero decir es que no se sentirá obligado a cenar conmigo, como es habitual. -Se inclinó, me agarró de la mano y la apretó en un gesto amistoso-. Estoy muy contento de que esté aquí. A veces esto es muy solitario.

– Tiene a Raina y a Engelbertina. No me pida que le compadezca.

– Oh, las dos son muy amables, por supuesto. No me malinterprete, no sabría qué hacer sin que Engelbertina me cuidara. Pero un hombre necesita a otro hombre con quien hablar. Y a ella no le gusta mucho la conversación. Diría que no es de extrañar, ha tenido una vida dura. Supongo que se lo explicará en el momento oportuno. Cuando esté preparada.

Asentí mientras recordaba el número tatuado en el antebrazo de Engelbertina. Con la posible excepción de Erich Kaufmann, el abogado judío que me pasó el primer caso en Múnich, nunca había conocido un judío de los campos de concentración nazis. La mayoría estaban muertos, claro. El resto estaban en Israel o Estados Unidos. Y el único motivo por el cual sabía lo del número era porque había leído un artículo de revista sobre los prisioneros judíos que eran tatuados y, en aquel momento, me impresionó que siquiera un judío pudiera llevar ese tatuaje con cierto orgullo. Mi número de las SS, tatuado bajo el brazo, había desaparecido, con bastante dolor, con la ayuda de un mechero.

– ¿Es judía? -pregunté.

No sabía si Zehner era un apellido judío. Pero no veía otra explicación para los números azules del brazo. Gruen asintió.

– Estuvo en Auschwitz-Birkenau. Era uno de los peores campos. Está cerca de Cracovia, en Polonia.

Sentí que arqueaba las cejas.

– ¿Lo sabe? ¿Lo de usted y Heinrich? ¿Y lo mío? ¿Que todos estábamos en las SS?

– ¿Usted qué cree?

– Creo que si lo supiera se iría en el primer tren al campo de desplazados de Landsberg -contesté-. Y luego en el primer barco para Israel. ¿Por qué diablos iba a quedarse? -Sacudí la cabeza-. No creo que me guste esto, después de todo.

– Bueno, pues se va a llevar una sorpresa -dijo Gruen, casi con orgullo-. Lo sabe. Lo mío y lo de Heinrich, en cualquier caso. Es más, no le importa.

– Por Dios, ¿por qué? No lo entiendo.

– Porque después de la guerra -explicó Gruen- se convirtió al catolicismo. Cree en el perdón y en el trabajo que se realiza en el laboratorio. -Frunció el ceño-. Oh, no ponga esa cara de sorpresa, Bernie. Suconversión tiene precedentes. Los judíos son los primeros cristianos, ya lo sabe. -Hizo un gesto de asombro-. La admiro por cómo lleva lo que le ha ocurrido.

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