Philip Kerr - Unos Por Otros

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Transcurre el año 1949. Harto de ocuparse del hotel de su suegro situado a un paso del campo de concentración de Dachau, en Alemania, y con su esposa ingresada en una institución mental, el sardónico detective Bernhard Gunther ha decidido ir tras los pasos de un famoso sádico, uno de los muchos espías de las SS capaz de infiltrarse entrelas filas de los aliados y encontrar refugio en América. Pero, por supuesto, nada es lo que parece, y Gunther pronto se encontrará navegando en un mar mortal habitado por ex-nazis que huyen de la persecución y de organizaciones secretas constituidas con el objetivo de facilitar la huída a los verdugos del tercer Reich.

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– Las he visto peores -contesté. Encendí un cigarrillo-. Diría que lo siento pero no parece muy adecuado. Por muchos motivos.

– Pobre, pobre Friedrich -volvió a decir.

Acabó la bebida y pidió otra ronda. Tenía los ojos llorosos.

– Lo dice casi como si lo pensara de verdad -dije-. Casi.

– Digamos que tenía sus momentos, ¿de acuerdo? Sí, al principio, no cabe duda de que tenía sus momentos. Y ahora está muerto.

Sacó el pañuelo y, con gran parsimonia, se secó el contorno de los ojos.

– Saberlo es una cosa, frau Warzok. Probarlo para convencer a un tribunal eclesiástico es muy distinto. Los de la Com pañía, la gente que intentó ayudar a su marido, no son de los que juran encima de nada excepto tal vez un puñal de las SS. El hombre que conocí me lo dejó muy claro en términos inequívocos.

– Repugnante, ¿eh?

– Como una verruga común.

– Y peligroso.

– No me sorprendería en absoluto.

– ¿Le amenazaron?

– Sí, supongo que sí -dije-. Pero yo no me preocuparía por eso. Las amenazas son gajes del oficio para alguien como yo. Casi ni me di cuenta.

– Por favor tenga cuidado, herr Gunther -rogó-. No me gustaría cargar con usted en la conciencia.

Llegó la segunda ronda de bebidas. Me acabé la primera y coloqué la copa vacía en la bandeja del camarero. La señora gorda y su hijo que trabajaba para las American Overseas Airlines entraron y se sentaron en la mesa de al lado. Me comí la cebolla rápido, antes de que me la pidiera. El hijo era alemán, pero la gabardina color burdeos que llevaba parecía sacada de la revista Esquire. O tal vez de un club nocturno de Chicago. Le iba grande, tenía las solapas amplias y hombros aún más anchos, llevaba unos pantalones holgados, con el tiro bajo y muy ajustados al tobillo, como para resaltar los zapatos marrones y blancos. La camisa era de color blanco puro y la corbata una sombra eléctrica rosa. Remataba el conjunto una cadena doble para las llaves de una longitud exagerada que colgaba de un estrecho cinturón de piel. Suponiendo que no se la hubiera comido, pensé que para su madre era la niña de sus ojos. Él no se habría dado ni cuenta, ya que repasaba a Britta Warzok con la mirada como una lengua invisible. Al instante retiró su silla, tomó la servilleta del tamaño de una funda de almohada, se levantó y se acercó a nuestra mesa como si la conociera. Sonriendo como si le fuera la vida en ello y con una vehemente reverencia, que no encajaba con el traje informal que llevaba, dijo:

– ¿Cómo está, señorita? ¿Le gusta Múnich?

Frau Warzok lo miró sin comprender. Él volvió a inclinarse casi como si esperara que aquel movimiento le refrescara la memoria.

– ¿Félix Klingerhoefer? ¿No se acuerda? Nos conocimos en el avión.

Ella empezó a sacudir la cabeza.

– Creo que me confunde con alguien, herr…

Casi suelto una carcajada. La idea de que a Britta Warzok la confundieran con alguien, excepto tal vez con una de las tres Gracias, era demasiado absurda. Sobre todo con esas tres cicatrices en la cara. Eva Braun habría sido más fácil de olvidar.

– No, no -insistió Klingerhoefer-. No me equivoco.

Por dentro estaba de acuerdo, pensé que era una torpeza por parte de ella fingir haber olvidado un nombre así, sobre todo cuando él acababa de mencionarlo. Me quedé en silencio, a la espera del desenlace.

Entonces, sin hacerle caso, Britta Warzok me miró y dijo:

– ¿De qué hablábamos, Bernie?

Me pareció raro que escogiera aquel preciso instante para utilizar mi nombre de pila por primera vez. No la miré. En cambio, mantuve la vista clavada en Klingerhoefer con la intención de que eso lo animara a decir algo más. Incluso le sonreí, creo. Sólo así descartaría la idea de que me iba a envalentonar con él. Pero se había quedado atascado como un perro en un témpano de hielo. Tras una tercera reverencia, murmuró una disculpa y volvió a su mesa con la cara del mismo color que su extravagante atuendo.

– Creo que le estaba hablando de la gente extraña con la que me pone en contacto este trabajo -dije.

– ¿Verdad que lo es? -susurró, al tiempo que lanzaba una mirada nerviosa en dirección a Klingerhoefer-. Sinceramente, no sé de dónde ha sacado la idea de que nos conocíamos. Nunca lo había visto.

Sinceramente. Me encanta cuando los clientes hablan así, sobre todo las mujeres. Todas mis dudas sobre su honestidad se disiparon al instante, claro.

– Con ese traje, creo que lo recordaría -añadió, redundante.

– Sin duda -dije, mientras observaba a aquel hombre-. Seguro que lo recordaría.

Ella abrió el bolso, sacó un sobre y me lo dio.

– Le prometí una bonificación. Aquí está.

Vi algunos billetes en el interior del sobre. Había diez, todos rojos. No eran cinco mil marcos. Aun así, era más que generosa. Le dije que era demasiado generosa.

– Al fin y al cabo, las pruebas no ayudan mucho a su causa -comenté.

– Al contrario, me ayuda mucho. -Se dio un golpecito en la frente con una uña inmaculada-. Aquí dentro. Aunque no ayude a mi causa, como dice, no tiene ni idea del peso que me quita de encima. Saber que no volverá. -Me agarró de la mano, la levantó y la besó con lo que parecía sincera gratitud-. Gracias, herr Gunther. Muchas gracias.

– Ha sido un placer -dije.

Puse el sobre en el bolsillo de dentro y lo cerré para más seguridad. Me gustó cómo me besó la mano. También me gustaba la bonificación, y el hecho de que me la pagara en billetes de cien marcos, bonitos y nuevos, con esa señora leyendo un libro junto a un globo terráqueo. Incluso me agradaba su sombrero, y las tres cicatrices de la cara. Todo en ella me gustaba bastante, excepto la pistolita del bolso.

Me desagradan las mujeres que llevan pistola casi tanto como los hombres. El arma y el pequeño incidente con herr Klingerhoefer, por no hablar de su evasiva para que no volviera a su casa, me hacían pensar que había mucha más Britta Warzok de lo que parecía a simple vista. Y como a simple vista parecía Cleopatra, eso me provocó un calambre en un músculo que de repente sentí que debía estirar.

– Es usted una católica bastante estricta, frau Warzok -dije-. ¿Tengo razón?

– Por desgracia, sí. ¿Por qué lo pregunta?

– Porque hablé con un cura sobre su dilema y me recomendó que empleara el viejo recurso de la evasiva de los jesuitas -contesté-. Significa decir una cosa mientras piensa otra, por una buena causa. Al parecer lo recomendaba el fundador de los jesuitas, Ulrich Zwingli. Según este cura con el que hablé, Zwingli escribe sobre el tema en un libro llamado Ejercicios espirituales. Tal vez debería leerlo. Dice que sería un pecado más grave que la mentira en sí misma la acción malvada que resultaría de no decirla. En este caso, usted es una jovenatractiva que quiere casarse y fundar una familia. El cura cree que si se olvidara usted del hecho de que vio a su marido vivo en la primavera de 1946 sólo tendría que declarar oficialmente que estaba muerto, y así no habría necesidad de implicar a la Ig lesia. Y ahora que sabe que realmente está muerto, ¿qué tiene de malo?

Frau Warzok se encogió de hombros.

– Es interesante lo que dice, herr Gunther -dijo-. Tal vez hablemos con un jesuita para ver qué nos recomienda. Pero no podría mentir en algo así, y menos a un cura. Me temo que, para una católica, no hay atajos fáciles.

Terminó su copa y luego se dio unos toquecitos con la servilleta.

– Sólo es una sugerencia -dije.

Volvió a echar mano del bolso, dejó cinco dólares sobre la mesa y luego hizo un amago de irse.

– No, por favor, no se levante -dijo-. Me siento fatal por haberle estropeado la cena. Quédese y pida algo. Hay suficiente para pagar más o menos lo que quiera. Por lo menos acábese la copa.

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