– Sí, gracias -dije-. He quedado con una persona en el restaurante. El Walterspiel.
– ¿Un cliente del hotel?
– No creo.
– Debe saber que en este hotel se usa divisa extranjera, señor.
Me gustó que me llamara señor, fue muy amable por su parte. Supongo que lo soltó porque aquella mañana me había dado un baño. Tal vez porque yo era demasiado corpulento para vacilarme.
– Lo sé, señor. No me gusta, ya que lo menciona. Pero lo sé. La persona con la que he quedado también está al tanto. Se lo recordé cuando sugirió este lugar por teléfono. Y cuando me opuse y le dije que conocía cien sitios mejores, me dijo que no habría ningún problema. Así que supuse que dispone de divisa extranjera. En realidad todavía no he visto el color de su dinero, pero cuando llegue, ¿qué le parece si le registramos el bolso para que usted tenga la conciencia tranquila cuando nos bebamos su alcohol?
– Estoy seguro de que no será necesario, señor -comentó con frialdad.
– Y no se preocupe -dije-. No pediré nada hasta que ella aparezca.
– A partir de febrero del año que viene, el hotel aceptará marcos alemanes -aclaró.
– Bueno, esperemos que llegue antes -contesté.
– El Walterspiel está por ahí, señor. A la izquierda.
– Gracias, agradezco su ayuda. Yo también trabajaba en el negocio de la hostelería. Regenté el Adlon de Berlín una temporada. Pero, ¿sabe?, creo que este lugar le gana en eficacia. Nadie en el Adlon hubiera tenido la sensatez de preguntar a alguien como yo si se lo podía permitir o no. No se les hubiera ocurrido. Siga así, está haciendo un buen trabajo.
Me dirigí al restaurante. Había otra salida a Marstallstrasse y una fila de sillas cubiertas de seda para la gente que esperaba coches. Eché un vistazo a la carta y los precios y luego me senté en una de las sillas a esperar llegada de mi cliente con los dólares, o cupones de cambio de divisa o lo que fuera que pretendiera utilizar cuando entregara el rescate que pedían en el Walterspiel. El maître me lanzó una mirada durante un segundo y me preguntó si cenaría aquella noche. Le dije que esperaba que sí y así se acabó todo. La mayoría de la rabia que trasmitía su mirada estaba reservada para una mujer gruesa sentada en otra silla. He dicho gruesa, pero en realidad quiero decir gorda. Eso es lo que pasa cuando llevas casado un tiempo: dejas de decir lo que piensas. Es el único motivo por el que la gente sigue casada. Todos los matrimonios de éxito se basan en algunas hipocresías necesarias. Sólo en los fracasados la gente siempre se dice la verdad.
La mujer sentada enfrente estaba gorda. También tenía hambre. Lo sabía porque no paraba de comer cosas que sacaba del bolso cuando pensaba que el maître no la veía: una galleta, una manzana, una onza de chocolate, otra galleta, un pequeño bocadillo. Salía comida de su bolso igual que algunas mujeres sacan una polvera, un pintalabios y un lápiz de ojos. Tenía la piel muy pálida y blanca, y la carne rosa fláccida por debajo, parecía que la acabaran de desplumar. Unos grandes pendientes de ámbar colgaban del cráneo como dos caramelos de toffee. En caso de emergencia seguramente también se los comería. Verla comer un bocadillo era como observar a una hiena que devora una pata de cerdo. Su hocico parecía atraer la comida.
– Estoy esperando a alguien -explicó.
– Qué coincidencia.
– Mi hijo trabaja para los americanos -dijo la gorda-. Me va a llevar a cenar, pero no me gusta entrar hasta que venga. Es tan caro…
Asentí, no porque estuviera de acuerdo, sino para hacerle saber que podía hacerlo. Se me ocurrió que si dejaba de moverme un rato incluso me comería a mí también.
– Tan caro… -repitió-. Como ahora para no comer tanto cuando entre. Es malgastar el dinero, creo. Sólo por cenar. -Empezó a devorar otro bocadillo-. Mi hijo es el director de American Overseas Airlines, en Karlsplatz.
– Lo sé -dije.
– ¿A qué se dedica?
– Soy detective privado.
Se le iluminó la mirada, y por un instante pensé que me iba a contratar para buscar un pastel perdido. Así que tuve suerte de que fuera el momento que Britta Warzok eligió para atravesar la puerta de Marstallstrasse.
Llevaba una falda larga negra, una chaqueta blanca a medida ajustada en la cintura, guantes negros y largos, zapatos de tacón blancos y un sombrero que parecía prestado de un trabajador asiático bien vestido. Cubría las cicatrices de la mejilla con mucha eficacia. Iba envuelta en un collar de perlas de cinco vueltas y llevaba enganchado al brazo un bolso con el mango de bambú, lo abrió mientras todavía me estaba saludando y rescató un billete de cinco marcos. Éste fue a parar al maître, que la saludó con una sumisión digna de un miembro de la corte de la archiduquesa de Hannover. Mientras él se humillaba aún más, miré por encima de su antebrazo el contenido del bolso. Tenía la longitud suficiente para contener una botella de Miss Dior, un talonario de cheques del Hamburger Kreditbank y una automática del calibre 25 que parecía la hermana pequeña de la que llevaba yo en el bolsillo del abrigo. No sabía qué me preocupaba más, el hecho de que tuviera la cuenta en Hamburgo o la carraca cubierta de níquel que llevaba.
La seguí al restaurante dejando una estela de perfume, saludos deferentes y miradas de admiración. No culpaba a nadie por mirar. Además del Miss Dior, desprendía un aire de seguridad y elegancia, como una princesa camino de ser coronada. Supuse que era la altura lo que la convertía automáticamente en el centro de atención. Es difícil parecer majestuoso cuando apenas llegas al pomo de las puertas. Pero también podría ser su cuidadosa forma de vestir lo que llamaba la atención. Eso y su belleza natural. En efecto, no tenía nada que ver con el chico que caminaba tras ella y se agarraba al ala del sombrero como si fuera la cola del vestido.
Nos sentamos. El maître, que parecía conocerla, nos dio una carta del tamaño de la puerta de la cocina. Ella dijo que no tenía mucha hambre. Yo sí, pero por ella dije que yo tampoco. Es difícil decirle a una clienta que sumarido está muerto con la boca llena de salchicha y chucrut. Pedimos la bebida.
– ¿Viene mucho por aquí? -le pregunté.
– Bastante, antes de la guerra.
– ¿Antes de la guerra? -Sonreí-. No parece que tenga edad para eso.
– Oh, pues sí -dijo-. ¿Adula a todos sus clientes, herr Gunther?
– Sólo a los feos. Lo necesitan, usted no. Por eso no la estaba adulando, constataba un hecho. No parece mayor de treinta años.
– Tenía sólo dieciocho años cuando me casé con mi marido, herr Gunther -dijo-. En 1938. Ahí lo tiene, ya le he dicho mi edad. Y espero que se avergüence de haberme puesto un año de más, sobre todo a esta edad. Durante cuatro meses más, todavía estoy en la veintena.
Llegó la bebida. Ella tomó un coñac Alexander que combinaba con el sombrero y la chaqueta. Yo tomé un Gibson para comerme la cebollita. La dejé beber un poco de la copa antes de contarle lo que había averiguado. Se lo dije sin tapujos, sin eufemismos ni evasivas por educación, directo a los detalles sobre la brigada de asesinos judíos que obligaron a Willy Hintze a cavar su propia tumba y arrodillarse en el borde antes de dispararle en la nuca. Después de lo que me había explicado en la oficina de que ella y su prometido esperaban que si Warzok estaba vivo fuera arrestado y extraditado a un país donde colgaran a la mayoría de criminales de guerra nazis, estaba bastante seguro de que lo podía soportar.
– ¿Y cree que eso fue lo que le sucedió a Friedrich?
– Sí. El hombre con el que hablé está más o menos seguro de ello.
– Pobre Friedrich -comentó-. No es una muerte muy agradable, ¿verdad?
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