– Me refiero a en qué posición la deja para la Ig lesia católica.
Gotovina se encogió de hombros.
– Que espere un poco más y luego solicite un proceso judicial formal para determinar si se considera libre para contraer segundas nupcias.
– ¿Un proceso judicial? -exclamé-. ¿Quiere decir con testigos y todo eso?
Gotovina apartó la mirada, indignado.
– Olvídelo, Gunther -dijo-. El arzobispo pediría mi cabeza si supiera una décima parte de lo que le acabo de contar. Así que de ninguna manera le repetiré jamás nada de lo que le he explicado. Ni ante un tribunal canónico ni a ella. Ni siquiera a usted. -Se levantó y me miró. Con el sol a sus espaldas, parecía que no estuviera allí, como la silueta de un hombre-. Le daré un consejo gratis. Abandone ahora. Deje el caso. A la Com pañía no le gustan las preguntas ni los sabuesos, ni siquiera los que creen que pueden salir airosos porque una vez tuvieron un tatuaje bajo el brazo. La gente que hace demasiadas preguntas sobre la Com pañía acaba muerta. ¿Me he explicado, sabueso?
– Hacía mucho que no me amenazaba un cura -dije-. Ahora sé cómo se sentía Martín Lutero.
– De Lutero nada. -Gotovina empezaba a sonar más furioso-. Y no vuelva a ponerse en contacto conmigo. Ni siquiera si David Ben-Gurion le pide que cave un agujero en su jardín a medianoche. ¿Lo haentendido, sabueso?
– Como si viniera de la San ta Inquisición con un bonito lazo y un sello de plomo con la cara de san Pedro.
– Sí, ¿pero funcionará?
– Por eso es de plomo, ¿verdad? ¿Para que la gente quede advertida?
– Eso espero. Pero tiene cara de hereje, Gunther. Es una mala imagen para alguien que tiene que sacar las narices de asuntos en los que no debería meterlas.
– No es la primera persona que me lo dice, padre -dije al levantarme. Me siento en mejor posición para ser amenazado cuando estoy de pie. Pero Gotovina estaba justo encima de mi cara. Al ver su cabeza de basílica, la cruz y el cuello de la sotana me daban ganas de ir directo a casa y escribir noventa y cinco tesis para clavarlas en la puerta de su iglesia. Intenté parecer agradecido por lo que me había contado, incluso algo arrepentido, pero sabía que sólo conseguiría parecer irreverente y temerario-. Pero gracias de todos modos. Le agradezco su ayuda y buenos consejos. A todos nos va bien un poco de guía espiritual. Hasta a los no creyentes como yo.
– Sería un error no creerme -dijo con frialdad.
– No sé en lo que creo, padre -contesté. Sólo estaba siendo deliberadamente obtuso-. De verdad, no lo sé. Sólo sé que la vida es mejor que todo lo que he visto antes. Y probablemente mejor que lo que vea cuando esté muerto.
– Eso suena a ateo, Gunther, siempre es peligroso en Alemania.
– No es ateísmo, padre. Sólo es lo que los alemanes llamamos cosmovisión.
– Deje eso a Dios. Olvídese del mundo y ocúpese de sus asuntos, si sabe lo que le conviene.
Le seguí con la mirada hasta el límite del parque. La ardilla volvió, las flores se relajaron. La paloma sacudió la cabeza e intentó recobrar la compostura. La nube se desplazó y la hierba se iluminó.
– No es san Francisco de Asís, que digamos -les dije a todos-. Pero seguramente ya lo sabéis.
Volví a la oficina y marqué el número que frau Warzok me había dado. Una voz suave, tal vez femenina y poco menos sigilosa que en la cárcel de Spandau, contestó con un gruñido y dijo que frau Warzok no estaba en casa. Dejé mi nombre y mi número. La voz me los repitió sin cometer errores. Le pregunté si hablaba con la empleada del hogar. Colgué el teléfono e intenté imaginármela, y siempre aparecía como Wallace Beery con vestido negro, con un guardapolvo de plumas en una mano y el cuello de un hombre en la otra. Había oído hablar de mujeres alemanas que se disfrazaban de hombres para evitar que los Ivanes las raparan. Pero era la primera vez que se me ocurría la idea de que un extravagante luchador pudiera disfrazarse de criada de una señora por la razón contraria.
Pasó una hora con mucho tráfico fuera de la ventana de mi oficina. Muchos coches, algunos camiones, una moto. Todos iban despacio. La gente entraba y salía de la oficina de correos, al otro lado de la calle. Tampoco nada iba muy rápido allí dentro, cualquiera que hubiera esperado una carta en Múnich lo sabía muy bien. Para el taxista de la parada de enfrente el tiempo pasaba aún más lento de lo que era. En cambio, por lo menos podía arriesgarse a ir a buscar tabaco y un periódico al quiosco. Yo sabía que si lo hacía me perdería la llamada. Un rato después decidí hacer que el teléfono sonara. Me puse la chaqueta, salí y me dirigí a los servicios. Cuando llegué a la puerta, me detuve unos segundos y sólo me imaginé haciendo lo que hubiera hecho allí dentro, y entonces el teléfono empezó a sonar. Es un viejo truco de detective, pero por alguna razón nunca aparece en las películas.
Era ella. Después de la criada, sonaba como un niño de coro. Tenía la respiración un tanto agitada, como si hubiera corrido.
– ¿Ha subido la escalera a zancadas? -pregunté.
– Estoy un poco nerviosa, eso es todo. ¿Ha averiguado algo?
– Mucho. ¿Quiere venir aquí otra vez? ¿O voy a su casa?
Tenía su tarjeta en la punta de los dedos. Me la acerqué a la nariz. Desprendía un ligero aroma a agua de lavanda.
– No -dijo con firmeza-. Prefiero que no venga, si no le importa. Tenemos a los decoradores aquí, ahora mismo resulta un poco difícil. Todo está cubierto con sábanas polvorientas. No, ¿por qué no quedamos en el Walterspiel del hotel Vier Jahreszeiten?
– ¿Está segura de que aceptan marcos? -pregunté.
– De hecho, no -contestó-. Pero pago yo, así que no se preocupe, herr Gunther. Me gusta ese sitio. Es el único lugar de Múnich donde saben hacer cócteles decentes. Y tengo la sensación de que voy a necesitar un trago fuerte, me cuente lo que me cuente. ¿Nos vemos dentro de una hora?
– Allí estaré.
Colgué el teléfono y me preocupó un poco la rapidez con que me había prohibido ir a la casa de Ramersdorf. Me inquietaba que existiera otro motivo para no quererme allí no necesariamente relacionado con lo que tenía entre manos. Tal vez me ocultaba algo. Decidí comprobar su dirección de Bad Schachener Strasse en cuanto acabara nuestra reunión. Quizá la seguiría.
El hotel estaba a sólo unas manzanas al sur, en Maximilianstrasse, cerca del Residenztheater, que todavía estaba en reformas. Por fuera era grande pero muy común, llamaba la atención porque el hotel había sido casi reducido a cenizas después de un bombardeo en 1944. Era para sacarse el sombrero ante los obreros de la construcción de Múnich. Con ladrillos suficientes y horas extra, probablemente hubieran reconstruido Troya.
Entré por la puerta principal dispuesto a dar al lugar el beneficio de mi dilatada experiencia como hotelero. Dentro había mucho mármol y madera, acorde con las caras y expresiones de los pingüinos que trabajaban allí. Un americano de uniforme se quejaba en un tono elevado muy escandaloso y en inglés al conserje, que me miró con la vana esperanza de que le diera un puñetazo en la oreja al americano y le callara la boca. A juzgar por lo que costaba una noche, pensé que no le quedaba más remedio que aguantarlo. Un tipo fúnebre con chaqué se me puso al lado con cara de merluzo y, tras una ligera inclinación desde la cadera, preguntó si podía ayudarme en algo. Es lo que los grandes hoteles llaman servicio, pero a mí me pareció una impertinencia, como si preguntara por qué alguien con unos hombros como los míos tendría el valor de pensar siquiera que podía rozarlos con la clase de gente que alojaban. Sonreí e intenté disimular el enfado en la voz.
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