Philip Kerr - Unos Por Otros

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Transcurre el año 1949. Harto de ocuparse del hotel de su suegro situado a un paso del campo de concentración de Dachau, en Alemania, y con su esposa ingresada en una institución mental, el sardónico detective Bernhard Gunther ha decidido ir tras los pasos de un famoso sádico, uno de los muchos espías de las SS capaz de infiltrarse entrelas filas de los aliados y encontrar refugio en América. Pero, por supuesto, nada es lo que parece, y Gunther pronto se encontrará navegando en un mar mortal habitado por ex-nazis que huyen de la persecución y de organizaciones secretas constituidas con el objetivo de facilitar la huída a los verdugos del tercer Reich.

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– A mí también me lo parece -contesté.

– De verdad estuvo en las SS, ¿no?

– Intento no hacer alarde de ello -dije.

Estaba perfectamente quieto, casi en posición de firmes, con los brazos a los lados, como si hubiera estado dirigiendo un desfile. Tenía el porte y las maneras de un oficial superior de las SS, así como la mirada y la forma de hablar. Un tirano, como Heydrich o Himmler, uno de esos psicópatas anormales que solía estar al mando debatallones de policía en los rincones más remotos del gran Reich alemán. No era un tipo para hacerse el displicente, me dije. Un auténtico nazi. El tipo de hombre que odiaba, sobre todo ahora que se suponía que nos íbamos a deshacer de ellos.

– Sí, le hemos investigado -dijo-. En nuestras listas de batallones. Tenemos listas de antiguos hombres de las SS, ya sabe, y usted figura en ellas. Por eso digo que es usted muy afortunado.

– Podría ser -repliqué-. Tengo una fuerte sensación de pertenencia desde que me cogisteis.

Durante todos aquellos años había mantenido la boca cerrada sin decir nada, como todo el mundo. Tal era el fuerte olor a cerveza y su comportamiento de nazi, pero de repente recordé a algunos hombres de las SA que entraron en un bar, dieron una paliza a un judío y yo salí fuera y les dejé hacer. Debía de ser 1934. Tendría que haber dicho algo. Y ahora que sabía que no iban a matarme, de repente quise compensar aquello. Quería decirle a ese pequeño tirano nazi lo que de verdad pensaba de él y de la gente como él.

– Yo no me lo tomaría a la ligera, herr Gunther -dijo con amabilidad-. El único motivo por el que sigue vivo es que está en esa lista.

– Es un placer saberlo, herr general.

Se estremeció.

– ¿Me conoce?

– No, pero conozco su estilo -dije-. La tranquilidad con que espera ser obedecido. Esa sensación absoluta de la superioridad de la raza elegida. Supongo que no es de extrañar, dado el calibre de los hombres que trabajan para usted. Pero siempre era así con los generales de las SS, ¿verdad? -Miré con asco a los hombres que me habían llevado hasta allí-. Buscar algunos sádicos débiles mentales para hacer el trabajo sucio o, mejor aún, a alguien de otra raza. Un letón, ucraniano, rumano, incluso un francés.

– Aquí todos somos alemanes, herr Gunther -dijo el generalito-. Todos. Todos viejos compañeros. Incluso usted, lo que convierte su reciente conducta en todavía más inexcusable.

– ¿Qué he hecho? ¿Olvidar pulir las nudilleras?

– Debería ser más inteligente y no hacer preguntas sobre la Te laraña y la Com pañía. No todos tenemos tanpoco que esconder como usted, herr Gunther. Algunos podríamos enfrentarnos a la pena de muerte.

– Dada la compañía actual, es fácil de creer.

– Su impertinencia no le hace ningún favor a usted ni a su organización -dijo, casi con tristeza-. «Mi honor es mi lealtad.» ¿Significa algo para usted?

– En lo que a mí respecta, general, sólo eran palabras inscritas en la hebilla de un cinturón. Otra mentira nazi como «Fuerza a través de la alegría».

Otro motivo por el que dije lo que dije al generalito, por supuesto, era que nunca había tenido la In teligencia suficiente para hacer de general yo mismo. Tal vez no fuera a matarme, pero quizá debería haber tenido en cuenta el hecho de que todavía podían herirme. Creo que sabía que siempre era eso lo que estaba en juego. Y en aquellas circunstancias supongo que pensé que no tenía nada que perder al dar mi opinión.

– O la mejor mentira de todas. Mi favorita. Aquella en que las SS soñaban con hacer que la gente se sintiera mejor con su situación. «El trabajo os hace libres.»

– Veo que tendremos que reeducarle, herr Gunther -dijo-. Por su propio bien, por supuesto. Para evitar más situaciones desagradables en el futuro.

– Puede disfrazarlo como quiera, general. Pero la gente como ustedes siempre prefería pegar a la gente a…

No acabé la frase. El general asintió a uno de sus hombres, el de la porra, y fue como soltar a un perro de la correa. De inmediato, sin dudarlo un segundo, el hombre dio un paso adelante y me golpeó fuerte con ella en los brazos, y luego en los hombros. Sentí que todo mi cuerpo se arqueaba en un espasmo involuntario mientras, todavía esposado, intentaba bajar la cabeza entre los omóplatos.

Disfrutando de su trabajo, se rió suavemente cuando el dolor me hizo caer sobre las rodillas, se puso detrás de mí y golpeó cerca de la parte superior de la columna, un golpe terrible que me dejó la boca con sabor a Gibson y sangre. Eran golpes de experto, diría, con el objetivo de causarme el máximo dolor.

Me desplomé sobre el costado y quedé en el suelo junto a sus pies. Pero si pensaba que sería demasiado vagopara agacharse y seguir pegándome, estaba equivocado. Se quitó la chaqueta y se la entregó al hombre del bombín. Luego empezó a golpearme de nuevo. Me pegó en las rodillas, los tobillos, las costillas, las nalgas y las espinillas. Con cada golpe la porra sonaba como si alguien azotara una alfombra con el mango de una escoba.

Incluso mientras rezaba para que cesaran los golpes alguien empezó a soltar palabrotas, como si la violencia de los golpes en mi cuerpo fuera considerable, y yo tardé muchos más segundos terribles en darme cuenta que era yo quien profería esos insultos. Ya me habían pegado antes, pero nunca tan a conciencia. Y probablemente la única razón por la que me pareció que durara tanto fue que evitó pegarme en la cara y la cabeza, lo que me habría llevado a un feliz estado de inconsciencia. Lo más angustioso de todo fue cuando empezó a repetir los golpes y me pegó donde ya lo había hecho y sólo había ya un moratón doloroso. Entonces fue cuando empecé a gritar, como si estuviera enfadado conmigo mismo por no perder la conciencia para huir del dolor.

– Es suficiente de momento -dijo el general, por fin.

El hombre que empuñaba la porra se retiró, con la respiración agitada, y se secó la frente con el antebrazo.

Luego el tipo del bombín se rió y, tras devolverle la chaqueta, dijo:

– Es el trabajo más duro que has hecho en toda la semana, Albert.

Me quedé inmóvil. Sentía el cuerpo como si me hubieran apedreado por adulterio sin el placer del recuerdo del adulterio. Tenía todo el cuerpo dolorido. Y todo por diez señoras rojas. Me habían dado mil marcos y me dije que habría otros mil marcos rojos cuando me mirara por la mañana. Suponiendo que todavía tuviera el estómago de volver a mirarme en la vida. Pero todavía no habían acabado conmigo.

– Recógelo -dijo el general-. Y tráelo aquí.

Entre bromas y maldiciones de mi peso, me arrastraron hasta donde estaba ahora, junto a un barril de cerveza. Encima había un martillo y un cincel. No me gustaba la pinta que tenían el martillo y el cincel. Y todavía me gustaron menos cuando el hombre grande los cogió con la mirada de quien está a punto de empezar trabajar una escultura. Tuve la horrible sensación de ser la pieza de mármol escogida por ese deleznable Miguel Ángel. Me levantaron hacia el barril y colocaron plana una de las manos esposadas sobre la tapa de madera. Empecé a resistirme con las fuerzas que me quedaban y ellos se rieron.

– Resiste, ¿no? -dijo el grandullón.

– Es un auténtico luchador -admitió el hombre de la porra.

– Callaos, todos -ordenó el general. Luego me agarró de la oreja y la retorció contra la cabeza, me dolió mucho-. Escúcheme, Gunther -dijo-. Escúcheme. -El tono era casi amable-. Ha estado metiendo sus enormes narices en cosas que no le incumben. Como aquel estúpido holandés que metió el dedo en el agujero de la zanja. ¿Sabe una cosa? Nunca cuentan toda la historia de lo que le ocurrió. Y, lo más importante, qué pasó con su dedo. ¿Sabe lo que pasó con su dedo, herr Gunther?

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