Eché una mirada por la ventana y, viendo que estaba nublado, sonreí imaginando su alegría ante la perspectiva de que otro chaparrón remojara las Olimpiadas del Führer. Salvo que esta vez yo también iba a quedar empapado.
¿Cómo lo había llamado? «La estafa a la confianza más escandalosa en la historia de los tiempos modernos.» Estaba buscando mi vieja gabardina impermeable en el armario cuando Inge entró.
– Dios, cómo necesito un cigarrillo -dijo, lanzando el bolso en una silla y cogiendo uno de la caja de encima de mi mesa.
Con un aire divertido miró mi vieja gabardina y añadió:
– ¿Estás pensando en ponerte esa cosa?
– Sí. Fräulein Músculos no nos ha fallado después de todo. Había una entrada para las competiciones de hoy con el correo. Quiere que me reúna con ella en el estadio a las dos.
Inge miró por la ventana.
– Tienes razón -dijo riendo-, necesitarás la gabardina. Va a llover a mares. -Se sentó y puso los pies encima de lamesa-. Bueno, yo me quedaré aquí sola y vigilaré la tienda.
– Volveré a las cuatro como muy tarde -dije-. Y entonces tendremos que ir al aeropuerto.
– Ah, sí, lo olvidaba -dijo frunciendo el ceño-. Haupthändler planea volar a Londres esta noche. Perdóname si te parezco ingenua, pero ¿qué vas a hacer exactamente cuando llegues allí? ¿Acercarte, como si tal cosa, a él y a quien sea que vaya con él y preguntarles cuánto les han dado por el collar? Puede que te dejen abrir sus maletas, sin más, y echar una ojeada al dinero, allí mismo, en mitad de Tempelhof.
– Nada resulta nunca tan pulcro en la vida real. Nunca cuentas con esas bonitas y claras pistas que te permiten arrestar al malo en el último minuto.
– Casi parece que eso te apene -dijo ella.
– Tenía un as de reserva que pensaba que me facilitaría algo las cosas.
– Y la reserva se fue a paseo, ¿no?
– Algo así.
El sonido de pasos en el despacho exterior hizo que me detuviera. Sonó un golpe en la puerta y un motorista, un cabo del Cuerpo Aéreo Nacionalsocialista, entró llevando un sobre grande, de color amarillento, del mismo tipo que el que antes había tirado a la papelera. El cabo saludó golpeando los talones y me preguntó si era Herr Bernhard Gunther. Le dije que sí, cogí el sobre de las enguantadas manos del cabo y le firmé un recibo, después de lo cual hizo el saludo hitleriano y se fue de nuevo con aire marcial.
Abrí el sobre del Ministerio del Aire. Contenía varias páginas escritas a máquina que recogían la transcripción de las llamadas hechas por Jeschonnek y Haupthändler el día anterior. De los dos, Jeschonnek, el traficante de diamantes, había sido el más ocupado, hablando con diversas personas sobre la compra ilegal de una gran cantidad de dólares americanos y libras esterlinas británicas.
– Diana -dije, al leer la transcripción de la última de las llamadas de Jeschonnek. Era para Haupthändler y, claro está, aparecía también en la transcripción de las llamadas de este. Era la prueba que había estado confiando recibir: la prueba que convertía la teoría en hechos, estableciendo un vínculo definitivo entre el secretario particular de Six el traficante de diamantes. Mejor aún, hablaban de la hora y el lugar para reunirse.
– ¿Qué hay? -dijo Inge, incapaz de reprimir su curiosidad un momento más.
Le sonreí.
– Mi as de reserva. Alguien acaba de devolvérmelo. Haupthändler y Jeschonnek han quedado en reunirse en una dirección de Grünewald hoy a las cinco. Jeschonnek va a llevar una bolsa llena de divisas.
– Ese informador tuyo es algo impresionante -dijo frunciendo el ceño-. ¿Quién es? ¿Hanussen el Clarividente?
– Mi hombre es más bien un empresario -dije-. Es quien se encarga de reservar los turnos de juego y, por lo menos esta vez, me deja ver el espectáculo.
– Y por casualidad tiene unos cuantos amigos guardias de asalto en su plantilla que te acompañan hasta el asiento adecuado, ¿no?
– No te va a gustar.
– Si empiezo a mirarte con el ceño fruncido, será sólo pura envidia, ¿vale?
Encendí un cigarrillo. Mentalmente, me lo jugué a cara o cruz y perdí. Se lo contaría sin rodeos.
– ¿Recuerdas el hombre muerto en el montaplatos?
– Igual que si acabara de descubrir que tengo la lepra -dijo, estremeciéndose visiblemente.
– Hermann Goering me contrató para tratar de encontrarlo. -Hice una pausa, esperando sus comentarios, y luego me encogí de hombros ante su mirada perpleja-. Eso es todo. Estuvo de acuerdo en pinchar un par de teléfonos, los de Jeschonnek y Haupthändler -Cogí la transcripción y la agité delante de su cara-. Y éste es el resultado. Entre otras cosas, esto significa que ahora puedo permitirme decirle a su gente dónde encontrar a Von Greis.
Inge no dijo nada. Di una larga y ávida calada al cigarrillo y luego lo apagué igual que si fuera un director de orquesta golpeando el atril.
– Déjame que te explique algo: no se le rechaza, no si quieres acabar tu cigarrillo con los dos labios.
– No, supongo que no.
– Créeme, no es el cliente que yo hubiera escogido. Su idea de un contrato es un matón con una automática.
– Pero ¿por qué no me lo contaste, Bernie?
– Cuando Goering te hace objeto de su confianza, las apuestas sobre la mesa son altas. Pensé que era más seguro para ti no saber nada. Pero ahora, bueno, ya no puedo evitarlo, ¿verdad?
Una vez más blandí la transcripción ante ella. Inge negó con la cabeza.
– Por supuesto que no podías rechazarlo. No quería mostrarme difícil; sólo que, bueno, me quedé un poco sorprendida. Y gracias por querer protegerme, Bernie. Me alegro de que puedas contarle a alguien lo de aquel pobre hombre.
– Lo haré ahora mismo -dije.
La voz de Rienacker sonaba cansada e irritable cuando lo llamé.
– Espero que tengas algo, pedazo de carne -dijo-, porque el gordo Hermann está más escaso de paciencia que el bizcocho de un panadero judío lo está de jamón. Así que si ésta es sólo una llamada social, es probable que vaya a verte con los zapatos llenos de mierda de perro.
– ¿Qué te pasa, Rienacker? ¿Has tenido que compartir una losa en el depósito de cadáveres o algo así?
– Corta el rollo, Gunther, y ve al grano.
– Está bien, aguza los oídos. Acabo de encontrar a tu hombre y ha exprimido su última naranja.
– ¿Muerto?
– Como la Atlántida. Lo encontrarás pilotando un montaplatos en un hotel abandonado en la Chamissoplatz. Sigue tu olfato.
– ¿Y los papeles?
– Hay un montón de cenizas en el incinerador, pero eso es todo.
– ¿Alguna idea de quién lo ha matado?
– Lo siento -dije-, pero eso te toca a ti. Yo, lo único que tenía que hacer era encontrar a nuestro aristocrático amigo, y hasta ahí he llegado. Dile a tu jefe que recibirá mi cuenta por correo.
– Muchas gracias, Gunther -dijo Rienacker, que sonaba lejos de estar contento-. Tienes…
Lo corté con un lacónico adiós y colgué.
Le dejé a Inge las llaves del coche, pidiéndole que se reuniera conmigo en la calle donde estaba la casa de la playa de Haupthändler a las cuatro y media de la tarde. Tenía intención de coger el S-Bahn especial hasta el Estadio del Reich vía la estación del Zoo; pero primero, y para estar seguro de que no me seguían, escogí una ruta especialmente tortuosa para llegar a la estación. Anduve rápidamente Köningstrasse arriba y cogí el tranvía número dos hasta Spittel Market, donde di un par de vueltas alrededor de la fuente de Spindler Brunner antes de subir al U-Bahn. Me bajé a la parada siguiente, en la Friedrichstrasse, donde dejé el U-Bahn y volví de nuevo al nivel de la calle. Durantelas horas de oficina la Friedrichstrasse tiene el tráfico más denso de Berlín, y el aire sabe a virutas de lápiz. Encogiéndome para evitar los paraguas y a los americanos que se agrupaban en torno a sus Baedekers, y salvándome por los pelos de ser atropellado por una camioneta Rudersdorfer Peppermint, crucé la Tauberstrasse y la Jägerstrasse, pasando por delante del hotel Käiser y las oficinas centrales de las Seis Acerías. Luego, subiendo hacia Unter den Linden, me metí entre el tráfico de la Französische Strasse y, en la esquina con la Behrenstrasse, me zambullí en las galerías Käiser. Son unas galerías de tiendas caras, de un tipo muy favorecido por los turistas, y van hasta Unter den Linden en un punto cercano al hotel Westminster, donde se alojan muchos de ellos. Si vas a pie, es siempre un buen lugar para sacarte de encima una sombra definitivamente. Saliendo a Unter den Linden, crucé la calzada y tomé un taxi hasta la estación del Zoo, donde cogí el tren especial para el Estadio del Reich.
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