Philip Kerr - Violetas De Marzo

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La primera vez que conocemos al ex policía Bernie Gunther la acción se sitúa en 1936, en Violetas de Marzo (un eufemismo que usaron los primeros nazis para describir los últimos conversos), cuando los Juegos Olímpicos están a punto de empezar.
Algunos de los amigos judíos de Bernie se van dando cuenta de que tendrían que haber huido cuando aún podían hacerlo, y Gunther recibe el encargo de investigar dos muertes que afectan a los máximos cargos del partido nazi. El antiguo policía Bernie Gunther creía que ya lo había visto todo en las calles de Berlín de los años treinta. Pero cuando dejó el cuerpo para convertirse en detective privado, cada nuevo caso lo iba hundiendo un poco más en los horribles excesos de la subcultura nazi. Después de la guerra, en medio del esplendor imperial y decadente de Viena, Bernie incluso llega a poner al descubierto un legado que, en comparación, convierte las atrocidades cometidas enépoca de guerra en un juego de niños…

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– Vaya colección impresionante que tiene usted ahí -dije torpemente, sin dirigirme a nadie en particular. A veces pienso que mi conversación trivial se queda un par de centímetros corta.

– Sí, es verdad -dijo Marlene, con un aire poco sincero que podría haber pasado por modestia. Su hermano no era tan reservado, si de reserva se trataba.

– Mi hermana es atleta, y si no fuera por una desgraciada lesión correría por Alemania en las Olimpiadas.

Inge y yo hicimos unos ruiditos comprensivos. Luego Marlene levantó mi tarjeta y la volvió a leer.

– ¿En qué puedo ayudarle, Herr Gunther?

Me recosté en el sofá y crucé las piernas antes de lanzar mi parrafada.

– Me ha contratado la aseguradora Germania para hacer ciertas investigaciones respecto a la muerte de Paul Pfarr y su esposa. Cualquiera que los conociera podría sernos útil para averiguar qué pasó exactamente, a fin de que mi cliente pudiera hacer una liquidación rápidamente.

– Sí -dijo Marlene con un largo suspiro-. Sí, claro.

Esperé a que dijera algo más, pero finalmente me decidí a apuntarle:

– Creo que usted era la secretaria de Paul Pfarr en el Ministerio del Interior.

– Sí, exactamente, lo era.

No daba más pistas que la visera de un jugador de cartas.

– ¿Sigue trabajando allí?

– Sí -dijo encogiéndose de hombros con aire indiferente.

Me arriesgué a echar una mirada a Inge, quien se limitó a levantar una perfilada ceja como respuesta.

– ¿Sigue existiendo la sección de Herr Pfarr para investigar la corrupción en el Reich y en el DAF?

Examinó las puntas de sus zapatos durante un segundo y luego me miró de frente por vez primera desde que la había visto.

– ¿Quién le habló de eso? -dijo. Su tono era tranquilo, pero vi que estaba desconcertada.

Hice caso omiso a su pregunta y traté de hacerle perder pie.

– ¿Cree que ésa es la causa de que lo mataran; que a alguien no le gustó que husmeara por ahí y tirara de la manta en los asuntos de los demás?

– Yo… yo no tengo ni idea de por qué lo mataron. Mire, Herr Gunther, me parece que…

– ¿Ha oído hablar alguna vez de un hombre llamado Gerhard von Greis? Es amigo del primer ministro, además de chantajista. ¿Sabe?, fuera lo que fuera lo que le contó a su jefe le costó la vida.

– No creo que… -dijo, y luego se detuvo-. No puedo responder a ninguna de sus preguntas.

Pero yo no me detuve.

– ¿Y qué hay de la amante de Paul, Eva o Vera, o como se llame? ¿Tiene idea de dónde puede estar escondida? Quién sabe, puede que también esté muerta.

Los ojos le temblaron como un juego de té en el vagón restaurante de un tren expreso. Me miró sin aliento y se puso de pie, con los puños cerrados fuertemente a los lados del cuerpo.

– Por favor -dijo, y los ojos empezaron a llenársele de lágrimas.

Su hermano se apartó de la puerta con un impulso del hombro y se puso delante de mí, de forma muy parecida a la de un árbitro que detiene un combate de boxeo.

– Ya es suficiente, Herr Gunther -dijo-. No veo razón alguna para permitirle que siga interrogando a mi hermana de esta manera.

– ¿Por qué no? -pregunté levantándome-. Apuesto a que es algo que ella ve todo el tiempo en la Gestapo. Y muchísimo peor, además.

– Igualmente -dijo-, me parece que está bastante claro que no quiere contestar a sus preguntas.

– Es extraño, pero yo también había llegado a la misma conclusión.

Cogí a Inge por el brazo y fui hacia la puerta. Pero justo antes de salir me volví y añadí:

– No estoy de parte de nadie y lo único que estoy tratando de averiguar es la verdad. Si cambia de opinión, por favor, no dude en ponerse en contacto conmigo. No me he metido en este asunto para echar a nadie a los lobos.

– Nunca te había catalogado como perteneciente al tipo de hombre caballeroso -dijo Inge una vez que estuvimos fuera.

– ¿Yo? A ver, espera un minuto. Yo fui a la escuela Don Quijote para detectives. Me dieron una B+ en Nobleza de Sentimientos.

– Lástima que no te la dieran en Interrogatorio -dijo-. ¿Sabes?, la pusiste nerviosa de verdad cuando sugeriste que la amante de Pfarr podría estar muerta.

– Bueno, ¿qué esperabas que hiciera: sacárselo a golpes de pistola?

– Sólo quería decir que ha sido una lástima que no quisiera hablar, eso es todo. Quizá cambie de opinión.

– No apostaría por ello. Si de verdad trabaja para la Gestapo, es lógico pensar que no es la clase de persona que subraya pasajes de la Biblia. ¿Y has visto sus músculos? Apuesto a que es el mejor hombre que tienen para manejar un látigo o una cachiporra de goma.

Recogimos el coche y fuimos hacia el este por la Bülowstrasse. Aparqué en el exterior del Viktoria Park.

– Ven. Vamos a dar una vuelta. Me irá bien un poco de aire fresco.

Inge olió el aire, desconfiada. Estaba lleno del hedor procedente de la cercana cervecería Schultheis.

– Recuérdame que nunca deje que me compres perfume -dijo.

Anduvimos colina arriba hasta el mercado de arte, donde los que pasaban por jóvenes pintores berlineses ofrecían a la venta sus obras, irreprochablemente arcádicas. Como era de esperar Inge se mostró despreciativa.

– ¿Has visto alguna vez una mierda así? -bufó-. A juzgar por todos estos cuadros de campesinos musculosos haciendo gavillas de trigo y arando los campos pensarías que estamos viviendo en un cuento de los hermanos Grimm.

Asentí lentamente. Me gustaba cuando se calentaba hablando de un tema, aunque su voz era un poco alta y las opiniones que expresaba del tipo que podrían hacernos acabar en un campo de concentración.

¿Quién sabe?, con un poco más de tiempo y paciencia quizá me hubiera obligado a reexaminar mi propia opinión, bastante desapasionada, del valor del arte. Pero, en aquel momento, yo tenía otras cosas en la cabeza. La cogí del brazo y la llevé hacia una colección de pinturas que retrataba a unos guardias de asalto con mandíbula de acero, desplegada delante de un pintor que era todo menos el estereotipo ario. Hablé en voz baja.

– Desde que salimos del piso de los Sahm, tengo la impresión de que nos siguen -dije.

Inge miró alrededor con cuidado. Había unas cuantas personas deambulando por allí, pero nadie que pareciera especialmente interesado en nosotros dos.

– Dudo que puedas detectarlo -dije-. No, si es bueno.

– ¿Crees que es la Gestapo? -preguntó.

– No son la única jauría que hay en esta ciudad -dije-, pero imagino que es de ahí de donde sale el dinero. Conocen mi interés por este asunto y los creo bien capaces de dejarme hacer parte de su trabajo de rutina.

– Bueno, ¿y qué vamos a hacer?

Tenía un aire preocupado, pero le sonreí.

– ¿Sabes?, siempre he pensado que no hay nada ni la mitad de divertido que sacarse de encima a una sombra. Especialmente si resulta que esa sombra es de la Gestapo.

15

Sólo había dos cosas en el correo de la mañana y ambas habían sido entregadas en mano. Las abrí lejos de la inquisitiva mirada de gato hambriento de Gruber y vi que el menor de los dos sobres contenía un único trozo cuadrado de cartón: una entrada para las competiciones de atletismo en pista de las Olimpiadas de la jornada. Le di la vuelta, y en el reverso había escritas las iniciales «M. S.» y «2 en punto». El sobre mayor llevaba el sello del ministro del Aire y contenía la transcripción de las llamadas que Haupthändler y Jeschonnek habían hecho y recibido en sus respectivos teléfonos durante el sábado, las cuales, aparte de la que yo mismo había hecho desde el piso de Haupthändler, eran iguales a cero. Tiré el sobre y su contenido a la papelera y me senté, preguntándome si Jeschonnek habría comprado ya el collar y qué haría yo si me viera obligado a seguir a Haupthändler al aeropuerto de Tempelhof aquella misma noche. Por otro lado, si Haupthändler se había librado ya del collar no podía entender que hubiera estado esperando hasta el vuelo del lunes por la noche a Londres sólo por puro gusto. Parecía más probable que la transacción entrañara divisas extranjeras y que Jeschonnek hubiera necesitado tiempo para reunir el dinero. Me preparé un café y esperé a que llegara Inge.

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