Philip Kerr - Violetas De Marzo

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La primera vez que conocemos al ex policía Bernie Gunther la acción se sitúa en 1936, en Violetas de Marzo (un eufemismo que usaron los primeros nazis para describir los últimos conversos), cuando los Juegos Olímpicos están a punto de empezar.
Algunos de los amigos judíos de Bernie se van dando cuenta de que tendrían que haber huido cuando aún podían hacerlo, y Gunther recibe el encargo de investigar dos muertes que afectan a los máximos cargos del partido nazi. El antiguo policía Bernie Gunther creía que ya lo había visto todo en las calles de Berlín de los años treinta. Pero cuando dejó el cuerpo para convertirse en detective privado, cada nuevo caso lo iba hundiendo un poco más en los horribles excesos de la subcultura nazi. Después de la guerra, en medio del esplendor imperial y decadente de Viena, Bernie incluso llega a poner al descubierto un legado que, en comparación, convierte las atrocidades cometidas enépoca de guerra en un juego de niños…

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– ¿Me soltarás si te lo digo?

– Sí.

– Júralo por la vida de tu madre.

– Lo juro por la vida de mi madre.

– De acuerdo -asintió-. Fue un tío llamado Haupthändler.

– ¿Cuánto te paga?

– Trescientos ahora y…

No acabó la frase porque lo dejé frito con un golpe de la culata del revólver. Fue un golpe sin piedad, dado con la suficiente fuerza como para dejarlo sin sentido durante mucho tiempo.

– Mi madre está muerta -dije.

Luego recogí su pistola, y metiéndome en el bolsillo las dos armas corrí de vuelta al coche. Los ojos de Inge se abrieron asombrados al ver la suciedad y la grasa que cubrían mi traje. Mi mejor traje.

– ¿El ascensor no te parece bastante seguro? Qué has hecho, ¿saltar desde arriba?

– Algo así.

Tanteé por debajo del asiento del conductor hasta encontrar el par de esposas que guardaba junto a mi pistola. Luego conduje los setenta metros que había hasta el callejón.

El del traje marrón seguía inconsciente donde yo lo había dejado. Salí del coche y lo arrastré hasta un muro que había un poco más arriba en el interior del callejón, donde lo esposé a unas barras de hierro que protegían una ventana. Gruñó un poco mientras lo movía, y así supe que no lo había matado. Volví al Bugatti y dejé de nuevo la pistola de Rot en la guantera. Al mismo tiempo cogí algunas de las papelinas de polvo blanco. Calculaba que Rot Dieter no era el tipo de persona conio para llevar sal de cocina en su guantera, pero por si acaso olí una pizca, sólo lo suficiente para reconocer que era cocaína. No había mucha; no valdría más de un centenar de marcos. Y parecía que era para uso personal de Rot.

Cerré el coche y metí las llaves en el tubo de escape, como él me había pedido. Luego volví hasta el del traje marrón y le metí un par de papelinas en el bolsillo de arriba de la chaqueta.

– Esto será de interés para los chicos del Alex -dije.

Salvo matarlo a sangre fría no se me ocurría ninguna otra forma más segura de que no acabara el trabajo que había empezado.

Los tratos se hacen con la gente que se reúne contigo sin llevar en la mano derecha nada más mortal que un vaso de schnapps.

14

A la mañana siguiente lloviznaba, una lluvia suave y cálida como el rociado de un irrigador de jardín. Me levanté sintiéndome despierto y descansado y me quedé de pie mirando por la ventana. Me sentía tan lleno de vida como un tiro de perros de trineo.

Nos levantamos y desayunamos un brebaje mexicano y un par de cigarrillos. Me parece que incluso silbaba mientras me afeitaba. Ella entró en el cuarto de baño y se quedó mirándome. Parecía que era algo que hacíamos mucho.

– Teniendo en cuenta que alguien trató de matarte la otra noche, estás de un buen humor admirable.

– Siempre digo que no hay nada como rozarse con la Parca para renovar el gusto por la vida. -Le sonreí y añadí-: Eso y una buena mujer.

– Todavía no me has contado por qué lo hizo.

– Porque le pagaron para hacerlo.

– ¿Quién? ¿El hombre del club?

Me sequé la cara y me pasé la mano por si no había apurado bien el afeitado. Pero sí que lo había hecho, así que dejé la navaja.

– ¿Recuerdas que ayer por la mañana llamé a casa de Six y le pedí al mayordomo que les diera un mensaje tanto a su amo como a Haupthändler?

Inge asintió.

– Sí. Le pediste que les dijera que te estabas acercando.

– Esperaba que asustara tanto a Haupthändler como para forzarlo a jugar sus cartas. Bueno, eso es lo que pasó. Sólo que fue más rápido de lo que yo pensaba.

– ¿Crees que él pagó a ese hombre para matarte?

– Sé que lo hizo.

Inge me siguió al dormitorio, donde me puse una camisa, y me observó mientras forcejeaba con el gemelo del brazo que me había despellejado y que ella había vendado.

– ¿Sabes?, lo de anoche planteó tantas preguntas como contestó. No hay ninguna lógica en todo esto, en absoluto. Es como tratar de montar un rompecabezas no con una, sino con dos series de piezas. Robaron dos cosas de la cajade los Pfarr: unas joyas y unos papeles. Pero no parecen encajar. Y tenemos las piezas con el dibujo de un asesinato, que tampoco puedo encajar con las del robo.

Inge entrecerró los ojos como una gata inteligente y me miró con esa expresión que hace que un hombre se sienta meschugge por no haberlo pensado antes. Es algo muy irritante, pero cuando habló comprendí lo estúpido que había sido.

– Puede que nunca hubiera un solo rompecabezas -dijo-. Puede que hayas estado tratando de montar uno cuando siempre ha habido dos.

Fue necesario un minuto o dos para dejar que lo que había dicho penetrara hasta el fondo, con la ayuda final de una palmada que me di contra la frente.

– ¡Mierda, pues claro! -Su comentario tenía la fuerza de una revelación. No era un delito lo que tenía delante de la cara, tratando de comprenderlo. Eran dos.

Aparcamos en la Nollendorfplatz a la sombra de la S-Bahn. Por encima de nuestras cabezas, un tren cruzó por el puente atronando con un ruido que se apoderó de toda la plaza. Era fuerte, pero no lo suficiente como para levantar el hollín que despedían las enormes chimeneas de las fábricas de Tempelhof y Neukölln y que empastaba las paredes de los edificios que rodeaban la plaza, edificios que habían visto días mejores. Yendo hacia el oeste para entrar en Schöneberg, el barrio de clase media baja, encontramos el bloque de pisos de cinco plantas de la Nollendorfstrasse, donde vivía Marlene Sahm, y subimos hasta el cuarto piso.

El hombre joven que abrió la puerta llevaba uniforme, de una compañía especial de las SA que no conseguí reconocer. Le pregunté si Fräulein Sahm vivía allí y me contestó que sí y que él era su hermano.

– ¿Y usted quién es?

Le di mi tarjeta y le pregunté si podríamos hablar con su hermana. Pareció bastante molesto ante nuestra intrusión y me pregunté si habría mentido al decir que era su hermano. Se pasó la mano por una buena mata de pelo color paja y echó una mirada por encima del hombro antes de apartarse para dejarnos entrar.

– Mi hermana se ha echado un rato -explicó-, pero le preguntaré si desea hablar con usted, Herr Gunther.

Cerró la puerta y trató de adoptar una expresión más amistosa. Ancha y de labios gruesos, la boca era casi negroide. Ahora desplegaba una amplia sonrisa, pero independiente de los fríos ojos azules que iban de Inge a mí mismo como si estuvieran siguiendo una pelota de ping-pong.

– Por favor, esperen un momento.

Cuando nos dejó solos en el recibidor, Inge señaló hacia el aparador, encima del cual había colgados no uno, sino tres retratos del Führer. Sonrió.

– No parece que quieran correr ningún riesgo en lo que hace a su lealtad.

– ¿No lo sabías? -dije-. Están de oferta en Woolworth's. Compras dos dictadores y te llevas uno gratis.

Sahm volvió, acompañado por su hermana Marlene, una rubia grande y atractiva con una nariz caediza y melancólica y una mandíbula inferior saliente que prestaba a sus facciones una cierta modestia. Pero el cuello era tan musculoso y bien definido que parecía casi inflexible; y el bronceado antebrazo era el de una arquera o una entusiasta jugadora de tenis. Cuando entró en el recibidor vislumbré una pantorrilla bien musculada con la forma de una bombilla eléctrica. Tenía el cuerpo como una chimenea rococó.

Nos hicieron entrar en la modesta sala de estar y, excepto el hermano, que permaneció de pie, apoyado en la puerta y con aspecto de sospechar tanto de Inge como de mí, nos sentamos todos en un tresillo barato de pielmarrón. Detrás de las puertas cristaleras de un alto aparador de castaño había suficientes trofeos como para cubrir un par de competiciones escolares.

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