– No ofrezco ninguno -le dije.
El gordo tomó el relevo.
– Bueno, sea lo que sea lo que venda, aquí no quieren nada.
Le sonreí fríamente.
– Escucha, gordo, lo único que me impide apartarte del paso de un empujón es tu mal aliento. Sé que te resultará complicado, pero mira si puedes hacer funcionar el teléfono y llamar a Fräulein Rudel. Averiguarás que me está esperando.
El gordo se tiró del enorme bigote castaño y negro, que se le adhería al labio como un murciélago a la pared de una cueva. Su aliento era mucho peor de lo que yo podría haber imaginado.
– Mira, fanfarrón de mierda, por tu bien espero que sea verdad -dijo-. Sería un placer echarte a patadas.
Jurando en voz baja, fue bamboleándose hasta el escritorio y marcó un número, furioso.
– ¿Fräulein Rudel está esperando a alguien? -preguntó moderando su tono-. Oh, no me lo había dicho.
Le cambió la cara cuando comprobó que mi historia era cierta. Colgó el teléfono y con un gesto me señaló la puerta del ascensor.
– Tercer piso -dijo entre dientes.
Sólo había dos puertas, en los dos extremos del tercero. Había un velódromo de parqué entre ellas y, como si meestuvieran esperando, una de las dos puertas estaba entreabierta. La doncella me acompañó hasta la sala.
– Será mejor que se siente -dijo malhumorada-. Todavía se está vistiendo y nunca se sabe cuánto puede tardar. Sírvase algo de beber, si quiere.
Luego desapareció y yo examiné los alrededores.
El piso no era mayor que un aeropuerto privado, y parecía casi igual de barato que unos decorados salidos de Cecil B. de Mille, de quien había una fotografía compitiendo por el lugar de honor con todas las demás sobre el enorme piano. Comparado con la persona que había decorado y amueblado aquel sitio, el archiduque Fernando habría sido bendecido con el gusto de una tropa de enanos de un circo turco. Miré algunas otras fotos. La mayoría eran fotogramas de Ilse Rudel sacados de sus diversas películas. En muchas de ellas no puede decirse que llevara mucha ropa; nadaba desnuda o atisbaba tímidamente desde detrás de un árbol que ocultaba las partes más interesantes. Rudel era famosa por los papeles en que aparecía escasamente vestida. En otra fotografía estaba sentada a la mesa de un elegante restaurante con Goebbels, y en otra más, daba la réplica a Max Schmelling. Luego había otra en la que aparecía transportada en los brazos de un obrero; sólo que el «obrero» resultaba ser Emil Jannings, el famoso actor. La reconocí como perteneciente a La cabaña del constructor. Me gusta el libro mucho más de lo que me gustó la película.
Al llegarme el aroma de 4711 me volví, y me encontré estrechándole la mano a la bella estrella de cine.
– Veo que ha estado contemplando mi pequeña galería -dijo, colocando de nuevo las fotografías que yo había cogido para mirarlas-. Debe creerme enormemente vanidosa por tener tantas fotos mías expuestas, pero es que no soporto los álbumes.
– En absoluto -dije-. Es muy interesante.
Me regaló la sonrisa que hacía que miles de hombres alemanes, entre ellos yo, sintieran una enorme flojera en la mandíbula.
– Me alegro de que lo apruebe.
Vestía un traje pijama de terciopelo verde con un largo ceñidor dorado con flecos anudado a la cintura, y zapatillas de tacón alto en tafilete verde. Llevaba el rubio pelo recogido en un moño trenzado en la nuca, comodictaba la moda, pero a diferencia de la mayoría de alemanas, iba maquillada y fumaba un cigarrillo. Son la clase de cosas que la BdM, la Liga de Mujeres, desaprueba, por no estar de acuerdo con el ideal nazi de femineidad alemana. No obstante, como yo soy un chico de ciudad, pienso que las caras rosadas, corrientes y bien lavadas pueden estar bien para una granja, pero como casi todos los hombres alemanes, prefiero que mis mujeres se empolven y se pinten. Claro que Ilse Rudel vivía en un mundo distinto del de las demás mujeres. Probablemente creía que la Liga de Mujeres era un club de hockey.
– Siento lo de los dos hombres de la puerta -dijo-, pero es que Josef y Marta Goebbels tienen un piso arriba, así que la seguridad tiene que ser muy estricta, como puede imaginarse. Y eso me recuerda que le prometí a Josef que procuraría escuchar su discurso, o por lo menos una parte de él. ¿Le importa?
No era la clase de pregunta que uno hace, a menos que dé la casualidad de que llames al ministro de Propaganda e Ilustración Popular y a su esposa por sus nombres de pila. Me encogí de hombros.
– Por mí, encantado.
– Escucharemos sólo unos minutos -dijo, poniendo en marcha la Philco colocada sobre un mueble bar de nogal-. Veamos, ¿qué puedo ofrecerle para beber?
Le pedí un whisky y me sirvió uno tan largo que podía meter dentro una dentadura postiza. Ella se sirvió un vaso de Bowle, la bebida favorita de Berlín en verano, de una jarra alta de cristal de color azul, y se sentó a mi lado en un sofá que tenía el color y el contorno de una piña ligeramente verde. Entrechocamos los vasos y, cuando los tubos de la radio se calentaron, los suaves tonos del hombre del piso de arriba fueron deslizándose lentamente al interior de la habitación.
Para empezar, Goebbels seleccionó a los periodistas extranjeros como blanco de sus críticas y los reprendió por sus «tendenciosos» informes de la vida en la nueva Alemania. Algunos de sus comentarios fueron lo bastante agudos como para despertar risas y luego aplausos de su adulador público. Rudel sonrió, vacilante, y me pregunté si comprendía de qué hablaba su vecino de arriba, el del pie deforme. Luego éste elevó la voz y procedió a clamar contra los traidores -quiénes eran, yo no lo sabía- que estaban tratando de sabotear la revolución nacional. Aquí Ilsereprimió un bostezo, y por fin, cuando Pepe se lanzó a su tema favorito, la glorificación del Führer, se levantó de un salto y apagó la radio.
– Cielos, me parece que ya lo hemos escuchado bastante para una noche.
Fue hasta el gramófono y escogió un disco.
– ¿Le gusta el jazz? -preguntó, cambiando de tema-. Oh, no pasa nada, no es jazz negro. A mí me encanta, ¿a usted no?
Ahora en Alemania sólo está permitido el jazz que no sea de negros, pero yo me pregunto cómo lo diferencian.
– Me gusta todo el jazz -dije.
Dio cuerda al gramófono y puso la aguja en el surco. Era una pieza agradable y tranquila con un fuerte clarinete y un saxofonista que podría haber encabezado el ataque de una compañía de italianos a través de la tierra de nadie, en medio de una descarga de artillería.
– ¿Le importa que le pregunte por qué conserva este sitio? -pregunté.
Volvió bailando hasta el sofá y se sentó.
– Bueno, Herr Investigador Privado, Hermann encuentra a algunos de mis amigos difíciles de soportar. Despacha un montón de trabajo desde nuestra casa de Dahlem, y a todas horas; yo recibo a la mayoría de mis amigos aquí y así no lo molesto.
– Suena sensato -dije.
Me lanzó una columna de humo desde cada una de las ventanas de su exquisita nariz y yo lo absorbí profundamente; no porque me gustara el olor de los cigarrillos americanos, que no es el caso, sino porque procedía del interior de su pecho, y cualquier cosa que tuviera que ver con aquel pecho me parecía muy bien. Por el movimiento de debajo de su chaqueta había llegado a la conclusión de que sus pechos eran grandes y sin sujeción.
– Entonces -dije-, ¿para qué quería verme?
Para sorpresa mía, me tocó ligeramente en la rodilla.
– Relájese -dijo sonriendo-. No tiene prisa, ¿verdad?
Negué con la cabeza y observé cómo apagaba el cigarrillo. Ya había varias colillas en el cenicero, todas con huellas de pintalabios, pero a ninguna le había dado más de unas cuantas caladas, y se me ocurrió que era ella quien necesitaba relajarse y que quizá había algo que la ponía nerviosa. Quizá yo. Como confirmando mi teoría, se levantóde repente, se sirvió otro vaso de Bowle y cambió el disco.
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