El mantenimiento del orden, junto a la construcción de autopistas y las delaciones, es uno de los sectores de crecimiento de la nueva Alemania; por eso el Alex está siempre lleno de actividad. Pese a que ya había pasado la hora del cierre para la mayoría de las secciones que trataban con el público, cuando yo llegué seguía habiendo muchas personas alrededor de las diversas entradas del edificio. La entrada número cuatro, la de la Oficina de Pasaportes, estaba especialmente llena. Los berlineses, muchos de ellos judíos, que habían hecho cola todo el díapara conseguir un visado de salida, salían todavía ahora de esta parte del Alex, mostrando una cara alegre o triste según hubiera sido el resultado de su intento.
Bajé por la Alexanderstrasse y pasé por la entrada número tres, frente a la cual un par de policías de tráfico, apodados «ratones blancos» por sus características chaquetas blancas cortas, estaban bajando de sus motos BMW de color azul pastel. Una Minna verde, la furgoneta de la policía, llegó a toda velocidad calle abajo, con su sirena atronando, en dirección al puente Jannowitz. Indiferentes al ruido, los dos ratones blancos entraron con aire arrogante por la entrada número tres para entregar sus informes.
Yo pasé por la entrada número dos, conociendo como conocía el lugar lo bastante bien como para escoger la entrada donde era menos probable que alguien me preguntara adonde iba. Y si eso sucedía, iba hacia la Sala 32a, la Oficina de Objetos Perdidos. Pero la entrada dos también da acceso al depósito de cadáveres de la policía.
Anduve con aire despreocupado a lo largo de un pasillo y bajé al sótano, más allá de una pequeña cafetería, hasta llegar a una salida de incendios. Empujé la barra de la puerta y me encontré en un amplio patio adoquinado donde había aparcados varios coches de policía. Un hombre con botas de agua que estaba lavando uno de los coches no me prestó ninguna atención mientras cruzaba el patio y me metía por otra puerta. Ésta llevaba a la sala de calderas, y me detuve allí un momento mientras comprobaba mentalmente dónde me hallaba. No había trabajado durante diez años en el Alex para no saber dónde estaba. Mi única preocupación era tropezarme con alguien que me conociera. Abrí la otra única puerta que permitía salir de la sala de calderas y subí por una corta escalera hasta llegar a un pasillo, al final del cual estaba el depósito.
Cuando entré en la oficina exterior, me enfrenté a un olor agrio que recordaba la carne de ave caliente y húmeda. Ese olor se mezclaba con el formaldehído para producir un cóctel asqueroso que sentí en el estómago al mismo tiempo que lo absorbía por la nariz. La oficina, apenas amueblada con un par de sillas y una mesa, no contenía nadapara advertir al incauto de lo que había detrás de las dos puertas cristaleras, excepto el olor y un letrero que decía: «Depósito de cadáveres. Prohibida la entrada». Entreabrí la puerta y miré al interior.
En el centro de una sala húmeda y lúgubre había una mesa de operaciones que era también en parte como un lavadero. A los dos lados de un manchado surco de cerámica había dos losas de mármol, colocadas ligeramente en ángulo, de tal manera que los fluidos del cadáver se vertieran en el centro y se los llevara al desagüe el agua que salía de uno de los dos altos grifos runruneantes situados a cada extremo. La mesa era lo bastante grande para dos cadáveres colocados en posición invertida, uno a cada lado del desagüe; pero ahora sólo había uno, el de un hombre, que yacía bajo el bisturí y la sierra quirúrgica. Estos instrumentos los blandía, inclinado, un hombre menudo, de pelo oscuro y escaso, frente alta, gafas, larga nariz ganchuda, con un pulcro bigote y una pequeña perilla. Llevaba botas y guantes de goma, un grueso delantal y un cuello duro con corbata.
Entré silenciosamente y contemplé el cadáver con curiosidad profesional. Acercándome más, traté de ver qué había causado la muerte del hombre. Estaba claro que el cuerpo había estado en el agua, ya que la piel estaba empapada y se despellejaba en las manos y los pies, como si se tratara de sus guantes o sus calcetines. Por lo demás, estaba en unas condiciones bastante razonables, si exceptuamos la cabeza. Estaba negra y con los rasgos totalmente borrados, como una pelota de fútbol llena de barro. La parte superior del cráneo había sido aserrada y el cerebro extraído. Como si fuera un nudo gordiano mojado, ahora descansaba en una bandeja en forma de riñón, esperando la disección.
Frente a la muerte violenta en todos sus espantosos matices, sus crispadas actitudes y su porcina carnosidad, reaccioné como si hubiera estado mirando el escaparate del carnicero «alemán» de mi barrio, salvo que allí se exhibía más carne. A veces me sorprendía lo absoluto de mi propia indiferencia ante la vista de los apuñalados, ahogados, aplastados, muertos de un disparo, quemados y apaleados, aunque sabía muy bien de dónde provenía esa indiferencia. Después de ver tantas muertes en el frente turco y durante mi servicio en la Kripo, casi había dejado de considerar que un cadáver tuviera algo de humano. Esta familiaridad con la muerte había persistido desde que me convertí en investigador privado, cuando el rastro de una persona desaparecida llevaba, tan a menudo, al depósito de St. Gertrauden, el mayor hospital de Berlín, o a la cabaña de un encargado del salvamento cerca de un dique del canal Landwehr.
Me quedé allí unos minutos, mirando fijamente la truculenta escena que tenía enfrente, intrigado por saber qué habría causado las condiciones de la cabeza, tan diferentes de las del cuerpo, hasta que, finalmente, el doctor Illmann levantó la vista y me vio.
– Por todos los santos -gruñó-. Pero si es Bernhard Gunther. ¿Todavía estás vivo?
Me acerqué a la mesa y resoplé con repugnancia.
– Joder -dije-, la última vez que tropecé con un olor corporal tan malo, tenía un caballo sentado en la cara.
– Es todo un espectáculo, ¿eh?
– No me digas. ¿Qué estaba haciendo, darle un beso en la boca a un oso polar? Sólo puede ser eso, o que lo besó Hitler.
– Poco corriente, ¿verdad? Es casi como si le hubieran quemado la cabeza.
– ¿Ácido?
– Sí. -Illmann sonó satisfecho, como si yo fuera un alumno aventajado-. Muy bien. Es dificil de decir, pero lo más probable es que fuera ácido hidroclórico o sulfúrico.
– Como si no quisieran que se supiera quién era.
– Exacto. Eso sí, no esconde la causa de la muerte. Tenía un taco de billar roto metido por uno de los agujeros de la nariz. Agujereó el cerebro, matándolo instantáneamente. No es una forma muy corriente de matar a alguien; es más, que yo sepa, es un caso único. De cualquier modo, uno aprende a no sorprenderse de las diversas maneras que los asesinos escogen para matar a sus víctimas. Pero estoy seguro de que a ti no te sorprende. Siempre has tenido mucha imaginación para ser un poli, Bernie. Por no hablar de tu valor. ¿Sabes?, tienes mucho valor entrando aquí como si tal cosa. Sólo mi naturaleza sentimental me impide hacer que te cojan por una oreja y te echen a la calle.
– Necesito hablar contigo del caso Pfarr. Hiciste la autopsia, ¿verdad?
– Estás bien informado -dijo-. En realidad, la familia ha reclamado los cuerpos esta mañana.
– ¿Y tu informe?
– Mira, aquí no puedo hablar. Acabaré con nuestro amigo de la mesa dentro de un rato. Dame una hora.
– ¿Dónde?
– ¿Qué tal el Künstler Eck, en Alt Kölln? Es un sitio tranquilo, no nos molestarán.
– El Künstler Eck -repetí-. Ya lo encontraré.
Me di media vuelta y me dirigí hacia las puertas de cristaleras.
– Ah, Bernie. Asegúrate de que me traes algo para los gastos.
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