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Fred Vargas: Un lugar incierto

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Fred Vargas Un lugar incierto

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El comisario Adamsberg se halla en Londres invitado por Scotland Yard para asistir a un congreso de tres días. Todo debería transcurrir de manera tranquila, distendida, pero un hecho macabro alertará a su colega inglés: frente al antiguo cementerio de Highgate han aparecido diecisiete zapatos con sus respectivos pies dentro, cercenados. Mientras comienza la investigación, la delegación francesa regresa a su país. Allí descubren un horrible crimen en un chalet en las afueras de París: un anciano periodista especializado en temas judiciales ha sido, a primera vista, triturado. El comisario, con la ayuda de Danglard, relacionará los dos casos, que le harán seguir una pista de vampiros y cazadores de vampiros que le conducirá hasta un pequeño pueblo de Serbia.

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– ¿Qué es eso de la mano? ¿Cómo duermes a la gente?

Adamsberg sacudió la cabeza, ignorante.

– No lo sé. Cuando pongo a alguien la mano en la cabeza, se duerme. Eso es todo.

– ¿Es lo que le haces a tu crío?

– Sí. A veces, la gente también se queda dormida cuando hablo. He llegado a dormir incluso a sospechosos durante el interrogatorio.

– ¡Pues házselo a la madre! ¡Apúrate, duérmela!

– ¡Pero bueno, Lucio! ¿No quieres enterarte de que tengo un tren que tomar?

– Hay que calmar a la madre.

A Adamsberg le importaba un carajo la gata, pero no la mirada negra del viejo fija en él. Acarició la cabeza -increíblemente suave- de la gata, porque era verdad: no le quedaba más remedio. Los jadeos del animal fueron apaciguándose mientras los dedos de Adamsberg rodaban como canicas desde el morro hasta las orejas. Lucio ladeó la cabeza, con aire experto.

– Hombre, ya se ha dormido.

Adamsberg alzó lentamente su mano, se la limpió en la hierba húmeda y se alejó caminando hacia atrás.

Mientras avanzaba en la Estación del Norte, sentía las sustancias secándose y endureciéndose entre los dedos y bajo las uñas. Llevaba veinte minutos de retraso. Danglard se dirigía hacia él apretando el paso. Siempre daba la impresión de que las piernas de Danglard, mal hechas, iban a descoyuntarse de rodillas abajo cuando trataba de correr. Adamsberg levantó una mano para interrumpir su carrera y los reproches.

– Ya lo sé. Se me ha cruzado una cosa en el camino, y he tenido que aceptarla, so pena de rascarme toda la vida.

Danglard estaba tan acostumbrado a las frases incomprensibles de Adamsberg que rara vez se molestaba en hacer preguntas. Como tantos otros de la Brigada, desistía, sabiendo separar lo interesante de lo inútil. Sin aliento, señaló el puesto de registro, dio media vuelta y se fue. Mientras lo seguía sin acelerar, Adamsberg intentaba recordar el color de la gata. ¿Blanca con manchas grises? ¿Con manchas rojizas?

2

– En su país también pasan cosas raras -dijo en inglés el superintendente Rastock a sus colegas de París.

– ¿Qué dice? -preguntó Adamsberg.

– Que en nuestro país también pasan cosas raras -tradujo Danglard.

– Es verdad -dijo Adamsberg sin interesarse por la conversación.

Lo que le importaba de momento era andar. Era Londres en junio y era de noche, quería andar. Esos dos días de coloquio empezaban a agotar sus nervios. Quedarse sentado durante horas era una de las pocas pruebas capaces de romper su flema, de hacerle experimentar ese extraño estado que los demás llamaban «impaciencia» o «febrilidad» y que normalmente le resultaba inaccesible. El día anterior había conseguido escaparse tres veces, había dado una vuelta chapucera por el barrio, había memorizado las alineaciones de fachadas de ladrillo, las perspectivas de columnas blancas, las farolas en negro y oro, había dado unos pasos por una callejuela que se llamaba St Johns Mews, y dios sabe cómo podía pronunciarse algo como «Mews». Allí un grupo de gaviotas había alzado el vuelo gritando en inglés. Pero sus ausencias habían llamado la atención. Hoy había tenido que aguantar en su asiento, reacio a los discursos de sus colegas, incapaz de seguir el ritmo rápido del intérprete. El hall estaba saturado de policías, de maderos que desplegaban grandes cantidades de ingenio para estrechar las mallas de la red destinada a «armonizar el flujo migratorio», a rodear Europa con una infranqueable verja. Siempre había preferido lo fluido a lo sólido, lo flexible a lo estático, por lo que Adamsberg se amoldaba naturalmente a los movimientos de ese «flujo» y buscaba con él las maneras de desbordar las fortificaciones que iban perfeccionándose ante sus ojos.

El colega de New Scotland Yard, Radstock, parecía muy experto en redes, pero no tan obnubilado por la cuestión de su rendimiento. Iba a jubilarse al cabo de menos de un año, con la idea muy británica de ir a pescar cosas en un lago allá arriba, según Danglard, que comprendía todo y lo traducía todo, incluido lo que Adamsberg no tenía deseos de saber. Adamsberg habría querido que su colaborador se ahorrara sus traducciones inútiles, pero Danglard disfrutaba de tan pocos placeres, y parecía tan feliz de revolcarse en la lengua inglesa como un jabalí en un barro de calidad, que Adamsberg prefirió no quitarle ni una miga de gozo. Allí el comandante Danglard parecía bienaventurado, casi liviano, enderezando su cuerpo blando, hinchiendo sus hombros caídos, ganando una prestancia que lo volvía casi notable. Acaso estuviera abrigando la esperanza de jubilarse un día con ese nuevo amigo para ir a pescar cosas en el lago de allá arriba.

Radstock aprovechaba la buena voluntad de Danglard para contarle en detalle su vida en el Yard, pero también cantidad de anécdotas «subidas de tono» que consideraba propias para gustar a invitados franceses. Danglard lo había escuchado durante toda la comida sin mostrar hastío, y sin dejar de fijarse en la calidad del vino. Radstock llamaba al comandante «Dánglerd», y los dos maderos se animaban mutuamente, proveyéndose el uno al otro de historias y bebida, dejando a Adamsberg a la zaga. Adamsberg era el único de los cien polis que no conocía ni los rudimentos de la lengua siquiera. Convivía, pues, como marginal, tal como lo había deseado, y pocos se habían enterado de quién era exactamente. Junto a él seguía el joven cabo Estalère, de ojos verdes siempre agrandados por una sorpresa crónica. Adamsberg había querido incluirlo en esa misión. Había dicho que el caso de Estalère se arreglaría y, de tanto en cuando, empleaba energía en conseguirlo.

Con las manos en los bolsillos y elegantemente vestido, Adamsberg disfrutaba plenamente de esa larga caminata mientras Radstock iba de calle en calle para hacerles los honores mostrándoles las singularidades de la vida londinense de noche. Aquí, una mujer que dormía bajo un techo de paraguas cosidos unos con otros, abrazada a un teddybear de más de un metro. «Un osito de peluche», había traducido Danglard. «Ya lo había entendido», había contestado Adamsberg.

– Y allí -dijo Radstock señalando una avenida perpendicular- tenemos al lord Clyde-Fox. El ejemplo de lo que llaman ustedes el aristócrata excéntrico. A decir verdad, no nos quedan muchos, se reproducen poco. Éste es todavía joven.

Radstock se detuvo para darles tiempo de admirar al personaje, con la satisfacción de quien presenta una pieza excepcional a sus huéspedes. Adamsberg y Danglard lo contemplaron dócilmente. Alto y flaco, lord Clyde-Fox bailaba torpemente sin moverse del sitio, rayando la caída, apoyándose en un pie y luego en el otro. Otro hombre fumaba un puro a diez pasos de él, tambaleante, observando los apuros de su compañero.

– Interesante -dijo Danglard con cortesía.

– Suele andar por estos parajes, pero no todas las noches -dijo Radstock, como si sus colegas se estuvieran beneficiando de un auténtico golpe de suerte-. Nos apreciamos. Cordial, siempre dice alguna cosa amable. Es una referencia en la noche, una luz familiar. A estas horas, vuelve de su paseo, y trata de regresar a su casa.

– ¿Borracho? -preguntó Danglard.

– Nunca del todo. Tiene pundonor por explorar los límites, todos los límites, y afianzarse en ellos. Afirma que, circulando por las líneas divisorias, en equilibrio entre las dos vertientes, tiene garantizado el sufrimiento sin aburrirse nunca. ¿Todo bien, Clyde-Fox?

– ¿Todo bien, Radstock? -contestó el hombre agitando una mano.

– Agradable -comentó el superintendente-. Bueno, tiene sus días. Cuando murió su madre, hace dos años, quiso comerse toda una caja de fotografías de ella. Su hermana intervino bastante salvajemente, y la cosa acabó mal. Ella, una noche de hospital; él, una noche en la comisaría. El lord estaba rabioso por que no le dejaran zamparse esas fotos.

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